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De todas partes y de ninguna
Cuando empiezo a escribir, no puedo evitar sentirme llena de temor. Especialmente cuando me doy cuenta de que las conclusiones de mi investigación cuestionan creencias o ideas muy arraigadas. En esas ocasiones no tardo en preguntarme: «¿Quién soy yo para decir esto?», o bien: «¿Voy a cabrear al personal si pongo en tela de juicio sus ideas?».
En esos inciertos y arriesgados momentos de vulnerabilidad, procuro buscar inspiración en personas audaces, innovadoras, agitadoras, cuya valentía resulta contagiosa. Leo y miro todo lo que han dicho —o se ha dicho de ellos— que encuentro a mano: todas las entrevistas, todos los artículos y conferencias, todos los libros. Lo hago para que, cuando necesite su ayuda y me asalte el temor, acudan a mi lado y me levanten el ánimo. Y, lo más importante, porque cuando se asoman por encima de mi hombro, me toleran muy pocas estupideces.
Desarrollar este sistema llevó su tiempo. Al principio de mi carrera, probé el método opuesto: me rodeaba mentalmente de críticos y detractores. Sentada ante mi escritorio, imaginaba las caras de los profesores que menos me gustaban, de mis colegas más duros y cínicos, de mis críticos de internet más implacables. «Si los mantengo contentos», pensaba, «o como mínimo callados, podré seguir adelante». El resultado constituía el peor escenario posible para un investigador o un sociólogo: conclusiones envueltas discretamente en una visión del mundo preexistente; conclusiones que apenas desplazaban, con cautela, las ideas al uso, aunque sin molestar a nadie; en fin, conclusiones poco arriesgadas, tamizadas, acomodaticias. Solo que nada de eso era auténtico. Era un tributo a aquel comité imaginario.
Así pues, decidí que tenía que despedir a todos esos detractores que me infundían temor y me paralizaban. En su lugar, empecé a invocar a los hombres y las mujeres que han configurado el mundo con su valentía y su creatividad y que, al menos en algunas ocasiones, han logrado cabrear al personal. Constituyen una pandilla muy variada. J.K. Rowling, autora de los libros de Harry Potter que tanto me gustan, es la persona a la que acudo cuando me cuesta encontrar el modo de introducir un mundo de ideas nuevo y extraño que acaba de surgir en mi investigación. Imagino que Rowling me dice: «Los mundos nuevos son importantes, pero no puedes limitarte a describirlos. Ofrécenos las historias que constituyen ese universo. Por extraño y disparatado que pueda resultar un nuevo mundo, nos veremos reflejados en sus historias».
La autora y activista bell hooks sale a la palestra cuando surge un doloroso debate en torno a cuestiones de raza, género o clase. Ella me ha enseñado a tomarme la enseñanza como un acto sagrado, y también a entender lo importante que es la incomodidad en el proceso de aprendizaje. También Ed Catmull, Shonda Rhimes y Ken Burns permanecen a mi lado, susurrándome al oído, mientras estoy contando una historia. Me dan un codazo cuando me impaciento y empiezo a saltarme detalles y diálogos que aportan sentido a la narración. «Debes lograr que nos metamos en la historia», insisten. Asimismo hacen acto de presencia innumerables músicos y artistas, así como Oprah Winfrey, cuyo consejo tengo clavado en la pared de mi estudio: «No creas que puedes ser valiente en tu vida y en tu trabajo sin decepcionar a nadie. La cosa no funciona así».
Pero mi consejera más antigua y constante es Maya Angelou. Me introdujeron en su obra hace treinta y dos años, cuando estudiaba poesía en la universidad. Leí su poema «Still I Rise» («Y aun así me levanto») y todo cambió para mí. Tenía tanta fuerza y tanta belleza... Me hice con todos los libros, poemas y entrevistas de Angelou que encontré, y sus palabras me enseñaron, me estimularon, me sanaron. Se las arreglaba para desbordar alegría y ser, a la vez, implacable.
Pero había una frase de Maya Angelou de la que discrepaba profundamente. Era una frase sobre el sentido de pertenencia con la que me tropecé mientras daba un curso sobre raza y clase en la Universidad de Houston. En una entrevista con Bill Moyers emitida por la televisión pública en 1973, la doctora Angelou decía:
Solo eres libre cuando comprendes que no perteneces a ningún lugar: perteneces a todos y a ninguno. El precio es elevado. La recompensa, enorme.
Recuerdo exactamente lo que pensé al leer esta frase. «Esto es un error. ¿Qué sería el mundo si no perteneciéramos a ningún lugar? Solo un montón de personas solitarias coexistiendo. Me parece que no ha entendido la fuerza del sentido de pertenencia.»
Durante más de veinte años, cada vez que esa cita me venía a la cabeza, sentía una oleada de indignación. «¿Por qué habrá dicho eso? No es verdad. El sentido de pertenencia es esencial. Debemos sentir que pertenecemos a algo, a alguien, a algún lugar.» Pronto descubrí que esa indignación obedecía a dos motivos. En primer lugar, la doctora Angelou había llegado a significar tanto para mí que yo no podía soportar la idea de que discrepáramos en algo tan fundamental. En segundo lugar, la necesidad de encajar y la desazón de sentirme desplazada era uno de los hilos más dolorosos de mi propia vida. No podía aceptar la idea de que «no pertenecer a ninguna parte» fuese la libertad. La sensación de no pertenecer de verdad a ninguna parte era mi mayor dolor, un sufrimiento personal que atravesó gran parte de mi juventud.
No constituía en modo alguno una liberación.
Las experiencias de no pertenencia vienen a ser los hitos de mi vida, y empezaron muy pronto. Pasé mis años de guardería y de jardín de infancia en la escuela Paul Haban, en la orilla occidental de Nueva Orleans. Corría el año 1969 y, aunque la ciudad era y sigue siendo maravillosa, estaba asfixiada por el racismo. La segregación en los colegios solo se había suprimido oficialmente el año en que yo empecé. Yo no entendía mucho lo que pasaba, era demasiado pequeña; pero sí sabía que mi madre era una mujer tenaz y sin pelos en la lengua. Alzaba su voz constantemente e incluso escribió una carta al Times-Picayune cuestionando la legalidad de lo que hoy llamaríamos identificación de sospechosos por motivos raciales. Yo captaba esa energía que la rodeaba, pero para mí ella seguía siendo simplemente una monitora más de mi aula y también la persona que me hacía, para mí y para mi Barbie, vestidos de cuadros amarillos a juego.
Nos habíamos trasladado allí desde Texas, lo cual había sido duro para mí. Yo echaba tremendamente de menos a mi abuela, aunque estaba deseando hacer amistades en el colegio y en nuestro complejo de apartamentos. La cosa, sin embargo, se complicó enseguida. Las listas del aula servían para determinarlo absolutamente todo: desde los niveles de asistencia hasta las invitaciones a las fiestas de cumpleaños. Un día, otra madre que ejercía de monitora en el aula esgrimió esa lista ante las narices de mi madre: «¡Mira todas las niñas negras que hay! ¡Y mira qué nombres! ¡Todas se llaman Casandra!».
«Vaya», pensó mi madre. Tal vez por eso a mí no me invitaban a muchas fiestas de mis amigas blancas. Mi madre usa su segundo nombre, pero el primero es Casandra. ¿Y cuál era mi nombre completo en aquella lista? Casandra Brené Brown. Si eres afroamericana y estás leyendo esto, ya sabes perfectamente por qué las familias blancas no me invitaban. Por la misma razón, al finalizar un semestre un grupo de estudiantes graduadas afroamericanas me dieron una tarjeta que decía: «Vale. Usted sí que es Brené Brown». Se habían apuntado a mi curso sobre cuestiones femeninas y se quedaron patidifusas al verme aparecer el primer día y dirigirme al escritorio de la cabecera de la clase. Una estudiante dijo: «Usted