JOAN-CARLES MÈLICH
FILOSOFÍA DE LA FINITUD
Herder
Diseño de la cubierta: Michel Tofahrn
Imagen de portada: Agustí Penadès
Maquetación electrónica: José Luis Merino
© 2011, Joan-Carles Mèlich
© 2011, Herder Editorial, S. L.
© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L.
ISBN: 978-84-254-2882-1
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Herder
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Per la Tona i l'Helena
El mayor esfuerzo de la vida es no acostumbrarse a la muerte.
E LIAS C ANETTI , La provincia del hombre
Lo que pueda alcanzar con una escalera, no me interesa.
L UDWIG W ITTGENSTEIN , Observaciones diversas. Cultura y valor
I NTRODUCCIÓN:
S OBRE LA FINITUD, LOS ACONTECIMIENTOS
LOS ESPECTROS Y OTRAS INQUIETUDES
De todas esas personas, ¿quién soy?
Depende mucho de la estancia en que me encuentre.
(Virginia Woolf, Las olas)
No me han interesado nunca esas filosofías que hablan del espíritu, del conocimiento, de la realidad y de la eternidad al margen del cuerpo, del tiempo y del espacio, de la vida y del mundo, del azar y de la contingencia, del otro y de la muerte. Siempre me han aburrido los sistemas de ideas claras y distintas en los que todo encaja, esos sistemas que seducen por su lógica —a menudo una lógica de lo cruel— pero que no tratan de la existencia finita y mortal. A estas filosofías metafísicas no las soporto. En lo que a mí respecta, comienzo a pensar —para decirlo con Unamuno— a partir del hombre de carne y hueso que nace, sufre y muere, sobre todo muere. O, parafraseando a Nietzsche, confieso que llevo toda la vida intentando liberarme del «híbrido de planta y fantasma» que ha recorrido y todavía recorre de cabo a rabo la ética y la pedagogía occidentales.
Para decirlo sin rodeos, me gusta el diario, el aforismo, el apunte y la nota. Me fascinan los preámbulos, los excursus y los apéndices. Soy amigo de esos pensadores que, en la estela de Heráclito, han creado un mundo fragmentario: Montaigne, Schopenhauer, Nietzsche, Wittgenstein, Canetti, Derrida… Creo que es necesario perderle el miedo tanto a la idea que surge de repente, que no puede ser ni argumentada ni desarrollada en profundidad, como a su provisionalidad, porque nada de lo que hago puede superarla, porque la provisionalidad es uno de esos ineludibles de la condición humana.
Me seducen las preguntas que no pueden responderse, las de verdad, ésas me sobrecogen, me infunden respeto y temor. Por eso desconfío de los tratados sistemáticos que tienen respuesta para todo. Admiro la honestidad de los que reconocen humildemente que sus ideas son incompletas y frágiles. (Hace tiempo que creo que la fidelidad a los grandes principios no es un asunto humano, sino algo que se halla más cerca de la inhumanidad, de los infiernos terrenales, de esos infiernos que han dejado una huella imborrable en el siglo XX .)
Desde hace muchos años mis escritos se inician a partir de una experiencia que me atraviesa: la muerte —tanto mi propio morir, mi ir muriendo, como el de los demás—, y el hecho de que sobrevivo, a mi pesar, a la muerte de los que amo. Sé, desde hace demasiado tiempo, que no tengo más remedio que pensar desde esta experiencia y que es necesario aprender a vivir con las ausencias y con los ausentes, con los espectros de los que ya no están y no volverán jamás, con esos espectros que me asedian en los momentos más insospechados, que rompen la dicotomía entre la presencia y la ausencia, con esos que, precisamente porque son espectros, no están del todo presentes ni del todo ausentes…
***
En esta atmósfera nació, hace diez años, una primera versión de esta Filosofía de la finitud (Barcelona, Herder, 2002). Ya en aquel momento no la imaginé como un escrito entre otros, como un texto que ocuparía un cierto tiempo de mi vida y que más adelante podría dedicarme a otros menesteres. Tanto en ese primer instante como ahora mismo —diez años después, al redactar esta introducción—, sigo pensando que esta filosofía constituye la clave de bóveda de todo lo que pensaba y sigo pensando, de todo lo que escribía y sigo escribiendo, de todo lo que me preocupaba y me sigue preocupando y de todo lo que vivía entonces y, de una manera u otra, revivo todavía hoy. Por eso sugiero la posibilidad de que esta Filosofía de la finitud se lea como un largo prólogo, como un texto preliminar, como un pórtico, y no como un tratado o una investigación. (Porque, dicho sea de paso, hoy, al menos en el ámbito universitario, todo el mundo investiga pero casi nadie lee, estudia o escribe.) No obstante, no quiero dar a entender con esto que esta Filosofía de la finitud sea un prólogo a algo más serio o más profundo. Es simplemente un ensayo en medio de otros preámbulos a ideas —poco sistemáticas, porque nunca he tenido voluntad de sistema— que han ido tejiendo poco a poco, casi sin querer, una reflexión antropológica, ética y pedagógica que no pretende ofrecer algo terminado o cerrado, algo susceptible de transmisión sin más, algo que deba ser repetido, estudiado o citado (que además de vanidoso sería insoportable), sino más bien un intento de dar a pensar (no de dar algo pensado) y a sentir (no de dar algo sentido)… —aunque esto, es verdad, pueda sonar enormemente pretencioso—.
En una palabra, lo que procuro en las páginas que siguen no es otra cosa que dibujar lo humano —y, por tanto, también lo inhumano, puesto que nunca puede darse lo primero sin la presencia inquietante de lo segundo— desde la finitud. Quizá más de uno esperaría que en una introducción como ésta se definiera desde el comienzo qué se entiende con esta palabra, que, como digo, constituye el punto de partida de todo lo que he escrito hasta ahora y, con toda seguridad, se convertirá en la base de obras posteriores. Voy a intentarlo, aunque ya advierto que es imposible dar una definición clara y distinta.
***
Diré, para empezar, que para mí finitud es sinónimo de vida. Y habría que subrayar algo más: no hay que identificar, como suele hacerse de forma apresurada, muerte con finitud. Es necesario dejar bien claro, aun a riesgo de ser reiterativo (y pesado, también, claro, demasiado pesado), que la finitud no es la muerte sino la vida.
Somos finitos porque vivimos y, por lo tanto, porque nacemos y heredamos, porque somos el resultado del azar y de la contingencia, porque no tenemos más remedio que elegir en medio de una terrible y dolorosa incertidumbre, porque somos más lo que nos sucede (los acontecimientos) que lo que hacemos, proyectamos o programamos, porque vivimos siempre en despedida, porque no podemos someter a control nuestros deseos, nuestros recuerdos y nuestros olvidos, porque tarde o temprano nos damos cuenta de que lo más importante escapa a los límites del lenguaje. Para una filosofía de la finitud, entonces, lo decisivo no puede ser dicho, nunca podrá ser dicho, a lo sumo se mostrará en el silencio de las palabras, en los espacios en blanco de la escritura. Para la finitud lo que resulta interesante es, como ya se verá, lo otro, lo radicalmente otro, eso que no es asimilable, ni comprensible, ni adaptable, ni clasificable, ni ordenable… ni nombrable.
Somos finitos porque el nuestro es un mundo que nunca es del todo nuestro, ni podrá ser plenamente cósmico, ordenado o paradisíaco, porque un cosmos, desde la perspectiva de la finitud, no consigue eludir la amenaza del caos, de lo extraño, de «eso» que es
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