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César Hildebrandt - En sus trece: Prensa que irrita al poder (2011-2018)

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    En sus trece: Prensa que irrita al poder (2011-2018)
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    Penguin Random House Grupo Editorial Perú
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En sus trece: Prensa que irrita al poder (2011-2018): resumen, descripción y anotación

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Porque el periodismo es eso: tensar la cuerda, retar, obtener, tras arduos trabajos, la enemistad de los que cortan el jamón, los muchachos del big money . A mí que no me vengan con prensa sedante, prensa láudano, chicharrón de prensa, mustios collados. Solo laprensa que irrita al poder se salva de envolver pescado.

De los muchos textos escritos en estos años para el semanario que lleva mi nombre -groserías del márqueting, demandas de la subsistencia-, pocos son los que resultan legibles con el paso del tiempo. La mayor parte perece en la fugacidad, en el chisporreo grasientode lo banal. Ahora los leo y me doy cuenta de cuánto reincido en temas y obsesiones. El menú de mi neurosis podría abreviarse de esta manera: me disgusta el mundo tanto como antes, cuando era joven y creía que lo cambiaríamos. Los consejos de la edad no me han servido de nada. Sigo siendo paciente de la ira y está intacto, más lozano si cabe, mi amor por las causas perdidas. Vivo en un país que amo y me abate al mismo tiempo, y he visto caer a casi todos los dioses que fueron el hechizo olimpo de mi juventud. Pero eso nome ha conducido a la melancolía, felizmente. Cada día estoy más convencido de que mi deber es pelear por lo que creo. ¿Creer? Sí, por qué no. No está mal creer que algún día el mundo será verde y que el Perú admitirá el placer de la civilización. No está mal creerque el mundo se deshará de los políticos y reconocerá, a la fuerza, que el planeta merece mejores guías y más ciertos discursos. Enel fondo, esa es la pelea. Contra lo que muchos creen, no venero el pesimismo. Admito que el Perú alienta todas las tristezas y losdesalientos, pero jamás me entregué al lujo de los años sabáticos y las treguas clínicas. La peor desgracia del Perú son sus políticos. Y eso es algo que hemos permitido los peruanos. No fue el imperialismo el que nos impuso a Fujimori ni vinieron de fuera los alisios viciosos que nos han hecho renunciar, tantas veces, a la dignididad ciudadana. Noes de extrañar que buena parte de de estos textos estén dirigidos al denuesto altisonante de quienes asumieron el poder y nos defraudaron. César Hildebrandt

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Índice Unas breves palabras El periodismo no sirve de mucho Las columnas - photo 8

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Unas breves palabras

El periodismo no sirve de mucho. Las columnas sostienen esa liviandad.

Aquí va un ejemplo. De los muchos textos escritos en estos años para el semanario que lleva mi nombre —groserías del márquetin, demandas de la subsistencia—, pocos son los que resultan legibles con el paso del tiempo. La mayor parte de ellos perece en la fugacidad, en el chisporroteo grasiento de lo banal.

Ahora los leo y me doy cuenta de cuánto reincido en temas y obsesiones. Si los pintores pintan, en el fondo, un solo cuadro y los novelistas escriben la misma novela disfrazada por otros títulos, los columnistas, modestamente, solemos ser víctimas de una persecución parecida. El menú de mi neurosis podría abreviarse de esta manera: me disgusta el mundo tanto como antes, cuando era joven y creía que lo cambiaríamos.

Los consejos de la edad no me han servido de nada. Sigo siendo paciente de la ira y está intacto, más lozano si cabe, mi amor por las causas perdidas.

Vivo en un país que amo y me abate al mismo tiempo, y he visto caer a casi todos los dioses que fueron el hechizo olimpo de mi juventud.

Pero eso no me ha conducido a la melancolía, felizmente. Cada día estoy más convencido de que mi deber es pelear por lo que creo.

¿Creer? Sí, por qué no. No está mal creer que algún día el mundo será verde y que el Perú admitirá el placer de la civilización. No está mal creer que el mundo se deshará de los políticos y reconocerá, a la fuerza, que el planeta merece mejores guías y más ciertos discursos. En el fondo, esa es la pelea. Sin ese horizonte a la vista —remoto, inaccesible, ilusorio— no seguiría en el periodismo: me habría buscado trabajos alimenticios menos extenuantes y bastante más suculentos.

Leo estos textos y digo que valió la pena. Contra lo que muchos creen, no venero el pesimismo. Admito que el Perú alienta todas las tristezas y los desalientos, pero jamás me entregué al lujo de los años sabáticos y las treguas clínicas. Ni siquiera cuando estuve fuera, con las puertas cerradas en el Perú por orden de Fujimori, pude dejar el periodismo, algo que siempre le agradeceré a Luis María Anson.

La peor desgracia del Perú son sus políticos. Y eso es algo que hemos permitido los peruanos. No fue el imperialismo el que nos impuso a Fujimori ni vinieron de fuera los alisios viciosos que nos han hecho renunciar, tantas veces, a la dignidad ciudadana.

No es de extrañar que buena parte de estos textos estén dirigidos al denuesto altisonante de quienes asumieron el poder y nos defraudaron. Me pregunto qué habría sido de mí, como periodista, si hubiese nacido en Lucerna. Sé la respuesta: no habría muerto de aburrimiento. Habría hecho lo posible por averiguar cuánto oro de judíos desposeídos en el holocausto estaba en las bóvedas de los bancos suizos; a quiénes protegían las cuentas cifradas; cómo es que podía entenderse la neutralidad en un continente incinerado por las guerras. En fin, me habría apañado.

Porque el periodismo es eso: tensar la cuerda, retar, obtener, tras arduos trabajos, la enemistad de los que cortan el jamón, los muchachos del big money. A mí que no me vengan con prensa sedante, prensa láudano, chicharrón de prensa, mustios collados. Solo la prensa que irrita al poder se salva de envolver pescado.

Trotski tenía razón: la revolución —no la de él, que era tan tirano como el georgiano bruto que lo mandó matar— será mundial o no será. Y la revolución tendrá que venir el día que buena parte de las zonas costeras quede bajo el agua y la sequía, mezclada con las lluvias aciagas en otros lados del mundo, produzca migraciones colosales y ruinas en cadena de la economía. Si no creyera en que eso se dará, no seguiría en este oficio que el «Cachorro» Seoane definió como el de especialistas en generalidades. Sueño con ese mundo que, a partir de la desgracia, expulse la lepra de sus casas de poder e instaure un gobierno ecuménico dominado por la razón y asistido por la ciencia.

Mientras tanto, escribo. Y trato de no confundirme.

Una vez entrevisté para la televisión a Francisco Umbral, el columnista que probablemente más admiré. Me recibió en un trono de mimbre y puso una voz casi eclesial para decir algunas naderías. Ese genio se había tragado entera la píldora de la fama y era como la personificación fofa de la arrogancia, lo que no desmerecía en nada su talento y brillo de escritor. Quienes me conocen de cerca saben qué lejos estoy de esas delicias de la autocomplacencia y cuánto me castigo cada vez que leo lo que escribo y de qué modo desconfío de las tentaciones de la llamada popularidad. Quizá por eso sigo haciendo columnas. Para ver si alguna vez logro lo que siempre esperé y nunca pude lograr: que la música fuera mi socia. Porque ese fue mi sueño más estúpido: ver a Marais leyendo uno de mis textos menos febles mientras hacía sonar el piso con la punta de un zapato de taco pronunciado.

Octubre de 2018

César Hildebrandt

Ivo Dutra

Lima da miedo. El Perú da miedo. Los únicos que no saben que Lima da miedo son los limeños arrogantes que creen vivir en el paraíso. Los únicos que no saben que el Perú da miedo son los peruanos narcisistas que venden la marca Perú mientras los marcas imponen la suya y mientras decenas de turistas son anualmente asaltados en el Cusco o la selva. ¿Quiere usted ir a Trujillo? ¡Ni lo piense! Allí están los talibanes del asalto y el secuestro.

Lo que más miedo me da de Lima es que nos hayamos acostumbrado a su barbarie: su tráfico infernal, sus ruidos borrachos, sus meadores de berma y jardín, sus barrios espantosos, sus alcaldes ladrones, la indignidad de su transporte público, la asidua muerte por bala perdida o microbús hallado en el camino.

Al fotógrafo Ivo Dutra lo matamos entre todos. Si buena parte de los choferes de microbuses supieran que este es un país y no la franquicia del caos que es, no serían los hijos de mala madre que suelen ser, los simios que gustan ser, los irrescatables hijos del desorden que son. Y sus amos, los propietarios del asfalto, los mafiosos empresarios que están detrás, no les exigirían jornadas extenuantes y tiempos de apremio para dar más vueltas por día.

Tengo el dudoso privilegio de no subir hace muchos años a un vehículo de transporte público en Lima. Confesarlo me da vergüenza porque es la admisión de pertenecer a una casta de seleccionados por la fortuna. Creo compensar esta culpa indignándome cada vez que volteo la cabeza y veo a uno de esos depósitos rodantes llenos de gente que se aplasta, se dobla, se apretuja y se deja manosear. Y entonces me pregunto: ¿De dónde viene tanta resignación, qué vientos paracas nos aturdieron, en qué momento machacaron la autoestima de la gente en el Perú? ¿Fueron los incas a mazazos, los españoles a caballazos, las oligarquías a puro golpe?

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