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Manuel Fernández Álvarez - Isabel la Católica

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Manuel Fernández Álvarez Isabel la Católica

Isabel la Católica: resumen, descripción y anotación

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Manuel Fernández Álvarez narra, con su personal y amena prosa, la vida de Isabel la Católica. Desde su nacimiento, pasando por la conquista del poder, las bases económicas de la época, la estructura social, la guerra de Granada, la expulsión de los judíos, el descubrimiento de América, el triunfo del Imperio español, hasta la muerte de la reina. Con Isabel la Católica estamos ante un personaje clave de nuestra historia, acaso el más importante si hemos de creer al autor. Y quizá nadie como él para comentarlo, tal como hace en la dedicatoria autógrafa con la que se abre este libro. Por eso la recogemos aquí, como un homenaje que la editorial quiere ofrecer a uno de sus más veteranos colaboradores, que ha empeñado toda su vida en el estudio de nuestro pasado: A quienes, en lo íntimo de sus moradas, han abierto este libro con la esperanza de saber algo más sobre la reina Isabel y sobre su época. Que se trata de un personaje importante, lo sabeis muy bien; puede que no haya otro igual en toda nuestra historia. Y que en su reinado ocurrieron grandes cosas, algunas de las que invitan a las recias polémicas, también lo sabeis perfectamente. Por eso he de confesaros que escribí este libro con el mayor cuidado. Pero también con gran ilusión, incluso con pasión a veces. Pues bien: yo quisiera que algo de esa ilusión y de esa pasión llegara hasta vosotros. Eso querría decir que mi tarea no ha sido en balde. Cordialmente, Manuel Fernández Álvarez

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ISABEL, LA MUJER QUE REINÓ

Las claves de su escalada al poder

Siendo Isabel la Católica uno de los más grandes personajes de nuestra Historia, sino el más grande, se podría pensar que la labor de nuestros historiadores habría dejado en claro todo su perfil, así como los principales aspectos de su tarea como gobernante. Sin embargo, en no pocos casos las dudas subsisten, con lo cual la polémica siempre está en el aire. Y eso empezando incluso por su porte físico. ¿Ante quién estamos? ¿Era hermosa la Reina? ¿Qué dicen los contemporáneos? ¿Cómo aparece en sus cuadros? ¿Cómo nos la presentan los cronistas y los pintores? Veámoslo. Comprobémoslo. Tratemos de ahondar sobre ello, porque en este apartado habría que meter sus relaciones con Fernando, con sus fuertes escenas de celos; ahora bien, los celos suponen, entre otras cosas, inseguridad en las relaciones amorosas, dudas no solo sobre la otra pareja, sino también sobre el propio comportamiento, la propia capacidad para amar y para ser amada, y no desplazada por la rival del turno. Esto es, los celos son también recelos; para Isabel, celos de su hombre, como diría una mujer del pueblo, de aquel Fernando que tan mujeriego era y ya desde muchacho, desde antes de conocerla; pero también recelos sobre ella misma, sobre si el paso de los años la había hecho perder su capacidad de seducción. Con lo cual se nos viene al punto una sabrosa pregunta: ¿Nos imaginamos a Isabel como una gran seductora? ¿Fue mujer capaz de despertar grandes pasiones?

Eso, por un lado. Pero no deberán quedar ahí nuestras pesquisas. También deberemos acercarnos a la mujer de Estado, al quehacer de la gran Reina para vislumbrar algunos aspectos poco o mal conocidos en torno a su escalada al poder.

Empecemos, pues, con el aspecto físico de la Reina. ¿Era hermosa Isabel? En nuestra retina campea la imagen más conocida de la Reina, aquella que nos ofrece el pincel de Juan de Flandes, en el cuadro que custodia la Real Academia de la Historia. Y ciertamente, esa mujer tiene empaque, tiene grandeza, pero no tiene belleza: Sin duda, los años no han pasado en balde y han dejado su huella. El tiempo ha destruido, con amarga indiferencia, aquello que de hermoso pudiera haber existido en Isabel.

Pero seamos justos. Tampoco le favorece su atuendo monjil, esa toca con que se cubre la cabeza. Además, una doble barbilla incipiente, las bolsas bajo los ojos y los mofletudos carrillos muestran, crueles, el paso de los años. Por lo tanto, estamos ante la Reina en la última etapa de su vida. Pero ¿fue siempre así? Para saberlo no nos ayudan demasiado los cronistas en sus descripciones, porque lo hacen teniendo ante sí a la Reina en la cumbre de su reinado. Así, Fernando del Pulgar no nos describe tampoco a una mujer hermosa, sino solo que era de buen porte:

Esta Reina —nos dice— era de mediana estatura, bien compuesta en su persona, muy blanca e rubia…

Es preciso acudir a los artistas que la pintaron cuando era joven. A este respecto el cuadro más significativo es el que posee la Colegiata de Toro, el cuadro anónimo, pero de la escuela flamenca, que se conoce como el de La Virgen de la mosca.

Se trata de una auténtica obra maestra, compuesta en las últimas décadas del siglo XV . Se ha discutido si la joven devota representada a los pies de la Virgen es la figura de una santa, o de la reina Isabel. Para mí no cabe duda alguna. Tanto la cabeza adornada con la corona regia como la espada que asoma bajo el manto nos señalan con toda precisión que no solo se retrata a una reina joven, sino a quien, como dueña del símbolo de la justicia, es una reina propietaria, no una reina consorte. Y esa, en la Europa de fines del siglo XV , no puede ser otra que Isabel de Castilla, que en diciembre de 1474, cuando se proclama como tal en Segovia, en la solemne ceremonia que recorre las calles de la ciudad, se hace preceder por un noble, Gutierre de Cárdenas, portador de la espada, como símbolo de que ella es la soberana que ha heredado el trono y a la que corresponde por lo tanto impartir justicia. Que de tal modo nos describe la escena el cronista, en este caso Diego de Valera:

Éste llevaba delante de ella —la Reina— una espada desnuda de la vaina…

¿Y eso, qué sentido tenía? ¿Qué valor le daba aquella sociedad? El cronista nos lo precisará:

… para demostrar a todos cómo a ella correspondía castigar a los malhechores, como reina de estos reinos y señoríos…

Merece, pues, la pena que nos centremos en este cuadro. ¿Con qué nos encontramos? Con una joven reina en la plenitud de su belleza, con una amplia cabellera rubia que le cuelga por los hombros, vestida con un hermoso traje de generoso escote, al gusto renacentista, si bien llevando el busto cubierto por una fina blusa blanca con pliegues. A la Reina se la presenta sentada en una silla baja, con la mirada reflexiva, con el libro abierto de la sabiduría en su regazo.

Y lo que es más significativo, como ya hemos señalado, con la espada, símbolo del soberano que imparte justicia, asomando a los pies.

No sabemos quién fue el autor de este delicioso retrato de la Reina. Por entonces, hacia 1481, sabemos que Isabel se hizo retratar por un pintor joven venido del norte de Europa, Michiel Sithium o Sitow, del que el Kunsthistoriches Museum de Viena posee una hermosa tabla, que es el retrato de la Infanta Catalina, futura reina de Inglaterra. Y lo que es más importante: en el inventario de las obras de la Pinacoteca, que tenía Margarita de Austria en Bruselas, aparece esta reveladora cita:

Una tablita de la cabeza de la reina doña Isabel en su edad de XXX años, hecha por el maestro Michiel.

Por lo tanto, tenemos la prueba documental de que hacia 1481 la Reina, en aquella tregua que parece darle la vida, una vez superada la guerra civil, en aquella lucha contra los partidarios de la princesa Juana, y cuando todavía no se había iniciado la dura guerra contra el reino nazarí de Granada, que la tendría tan atada la década siguiente, quiere hacerse retratar. En ese momento, y en esa edad tan peculiar como es cuando se alcanza la treintena, la Reina está en un plácido momento y quiere ser perpetuada por el arte. ¿Y no es esa la edad que aparenta la joven Reina del cuadro que posee la Colegiata de Toro? Ciertamente que no deja de asombrar que acabe en ese destino, en Toro, y no siguiera perteneciendo a las obras de arte que custodiaba la Corona. Pero también para esto existen indicios razonables. Pues ocurrió que a la muerte de la gran Reina, la mayor parte de los cuadros de su colección salieron a la venta, y precisamente en Toro. Eso explicaría el que alguno de ellos quedasen en la ciudad, acaso el que ahora nos interesa, por propia donación de la Reina a la Colegiata. Era un lugar muy peculiar en la geografía sentimental de la Reina. En Toro había ganado su marido, el rey Fernando, aquella batalla decisiva que había despejado todas las dudas sobre quién sería la reina de Castilla.

Recordemos la carta de Fernando en la que daba cuenta a la Reina de aquella notable victoria:

Haced cuenta de que en esta jornada Nuestro Señor os ha dado toda Castilla…

Por lo tanto, podemos volver al cuadro de La Virgen de la Mosca. Porque aquí sí que estamos ante una hermosa joven, en la plenitud de su belleza, una joven rubia, blanquísima de cutis, con la mirada concentrada, como si meditara en algún gran proyecto, con un libro abierto en su regazo, en el que señala con sus dedos un pasaje. Es la estampa de una joven Reina, segura de sí misma, sabia y justiciera.

Por lo tanto, Isabel, dueña de su destino, cuando frisa los treinta años. Y aquí sí que tenemos ante nosotros, antes de que el tiempo hinque sus feroces dientes, una bella, hermosa, seductora mujer, muy blanca y muy rubia, tal como la querían y la cantaban los poetas del Renacimiento, en sus versos a sus enamoradas. Admitamos, pues, y de buen grado, que Isabel fue hermosa en su juventud. ¿Capaz, incluso, de despertar pasiones? Pues hasta ese punto, si hemos de creer a su joven marido, el rey Fernando, por sus lamentos cuando se veía obligado, a poco de su matrimonio, a dejar a la amada para visitar en solitario alguna parte del Reino, por obligaciones de Estado.

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