Santa Isabel de Portugal
Primera edición: octubre 2018
ISBN: 9788417637613
ISBN eBook: 9788417637095
© del texto:
María Luz Gómez
© de esta edición:
, 2018
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Prólogo
No hace mucho escribí una biografía novelada sobre Santa Isabel de Hungría, y ahora deseo hacerlo sobre otra Reina Santa: su sobrina-nieta Isabel de Portugal, a la que impusieron en su honor su glorioso nombre. Las dos tienen mucho en común, y en sus interesantes vidas constituyen maravillosos ejemplos dignos de imitación.
Capítulo primero
Nacimiento, educación, y primeros años de Isabel
En el año de Gracia de 1.271 vino al mundo en Zaragoza (capital del entonces Reino de Aragón), en el Palacio de la Aljafería (que fue moro, y posteriormente restaurado era la residencia real) la infanta Isabel. Era hija del Rey Don Pedro III de Aragón, y de su esposa Doña Constanza II de Sicilia; nieta de Jaime el Conquistador; biznieta de Federico II, emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico; y sobrina nieta de Santa Isabel de Hungría. Y como digo en el prólogo, se le impuso el nombre de Isabel en su honor.
Sus primeros años fueron muy felices. Era una niña encantadora, alegre, inteligente, bonita, buena, y querida por cuantos tuvieron algún contacto con ella. Sus padres la adoraban; y empezando por el ejemplo, le dieron en el hogar una magnífica educación cristiana. Desde que empezó a pronunciar las primeras palabras rezaban con ella oraciones infantiles, y la enseñaron a poner sus mayores amores en Papá Dios, Jesusito, su Mamá del Cielo, San José, su ángel de la Guarda…
A medida que iba creciendo, su oración se intensificaba. Ofrecía a Dios el día; hablaba con Él de sus cosas y de las Suyas; le daba gracias por los infinitos bienes que le otorgaba, conocidos y desconocidos; le pedía perdón por sus faltillas; y le decía que le quería mucho y confiaba en Él. Era una niña muy piadosa.
En Palacio se bendecía la mesa y se daban gracias por los alimentos. Se rezaba el rosario, y se oía la Misa que celebraba a diario el capellán en el Oratorio.
También sus padres la enseñaron a amar al prójimo: a ser comprensiva, paciente y generosa; dueña de sí, y mortificada. Le decían:
«Cuantos menos deseos de cosas inútiles o superfluas tengas, será mayor tu libertad de espíritu».
También la acostumbraron a no «picar» entre horas; a comer con agradecimiento lo que le era servido, sin importunar con caprichos; a hacer algún pequeño sacrificio en las comidas: por ejemplo sirviéndose un poco más de lo que le gustaba menos, y un poco menos de lo que le gustaba más…También a no dejarse nada en el plato, para evitar desperdicio alguno.
«Aunque una persona pueda permitírselo, no debe abusar de nada habiendo tantas necesidades».
También la animaban a estar siempre alegre; no porque su carácter lo fuera, algo que debía agradecer a Dios, sino porque era su hija; y aunque las cosas no salieran siempre a su gusto, todo lo que El, Amor y Omnipotencia, permitía, era para bien aunque no lo entendiéramos.
La paz y la alegría debían pedirse y procurarse siempre, entre otras muchas cosas para hacer felices a los demás. Sin ellas la convivencia resultaba muy difícil, y a menudo imposible.
Su madre hacía muchas obras de caridad; y en cuanto Isabel tuvo edad para ello, la llevaba a menudo consigo.
También la enseñó costura, bordado, labores domésticas, buena administración, y la mejor forma de llevar adelante una casa. En su caso, un Palacio.
Pero no fueron sus padres los únicos maestros. En el Palacio había un aula destinada a la enseñanza, en la que un buen profesorado cuidadosamente seleccionado por sus padres, la instruyó junto con otras niñas de la nobleza, dentro de la cultura de la época, en todo cuanto unas damas de su alcurnia debían conocer.
Y como Isabel tenía un alto sentido del deber, y además era inteligente y le gustaba aprender, al cumplir los catorce años en que se dio por terminada su educación, podía considerársela «letrada».
Sus calificaciones, que siempre fueron buenas, acabaron siendo inmejorables para satisfacción y orgullo de sus padres.
Sus compañeras la admiraban, la querían, y se consideraban felices con su amistad. Jamás hablaba mal de nadie. Veía las buenas cualidades de las personas antes que sus defectos, y para todo encontraba disculpa. Siempre se podía contar con su ayuda cuando era necesaria.
La Infanta y sus amigas iban a ser presentadas en sociedad. Hasta entonces eran «tobilleras» (llevaban la falda de sus vestidos larga hasta el tobillo); pero a partir de aquel gran día la llevarían hasta los pies, e incluso arrastrarían cola. Eran adolescentes, y aquello les hacía gran ilusión; porque una vez puestas de largo, serían ya consideradas damas.
En Palacio se dio una gran fiesta con aquel motivo, a la que acudieron representantes de casi todas las Cortes de los Reinos de España y Europa, muchos de ellos parientes de los Reyes; y gran parte de la nobleza aragonesa. Todas las muchachas que aquel día recibieron «la alternativa» eran bonitas y elegantes, pero Isabel las eclipsaba a todas. Y los numerosos invitados se hicieron lenguas sobre la excepcional doncella que era la infanta de Aragón.
El baile fue inaugurado por el Rey y la Infanta, que durante los primeros momentos disfrutaron en exclusiva de la gran pista del salón. Pero pronto se les fueron añadiendo nuevas parejas.
La fiesta revistió gran brillantez, e Isabel estuvo solicitadísima.
Capitulo segundo
El sueño de Isabel. Compromiso matrimonial
Muchas peticiones a la mano de Isabel recibió el Rey Don Pedro a partir de aquel día. Pero aunque en aquella época se consideraba casadera a una muchacha en cuanto cumplía los catorce años, no era esta su opinión, ni la de su esposa. Para ellos, aunque la hubieran presentado en Sociedad a aquella edad siguiendo la costumbre, era aún una niña; y no aceptarían ninguna propuesta matrimonial (desde luego, siempre a gusto de la interesada) hasta que tuviera al menos diecisiete años. O sea hasta el año 1. 288.
El Rey Dionís I de Portugal y del Algarve (conquistado en 1.255) decidió pedir su mano a poco de empezar aquel año. No era tan sólo por la gran fama de que gozaba la Infanta en las Cortes, y porque a él le hubiera llegado el momento de pensar en casarse; también influía en su decisión, el que su hermano Alfonso le disputaba los derechos a la corona; y si el lograba alcanzar una alianza matrimonial con el poderoso Reino de Aragón, al que estaba unido el Condado de Barcelona desde otra antigua alianza: la de Ramón Berenguer IV, que casó con la hija de Ramiro I el Monje, tendría que desistir de sus pretensiones.
Envió pues mensajeros al rey Don Pedro III de Aragón, comandados por Don Lorenzo Martinez, gran Maestre Templario.
La noche anterior a la llegada de los emisarios lusos, Isabel había tenido un sueño que podría calificarse de pesadilla, y le había impresionado mucho. Soñó que se encontraba en un campo de batalla en el que muchos hombres se mataban, y la bandera de un rey ardía ante sus ojos. Ella estaba horrorizada y muerta de miedo, cuando le pareció oír la voz del Señor, que le decía:
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