Abel Hernández - Suárez y el rey
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- Libro:Suárez y el rey
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2009
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Suárez y el rey: resumen, descripción y anotación
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ABELLA, CARLOS, Adolfo Suárez, Espasa Calpe, Madrid, 2005.
ANSON, LUIS MARÍA, Don Juan de Borbón, Plaza y Janés, Barcelona, 1994.
AREILZA, JOSÉ MARÍA, Diario de un ministro de la monarquía, Planeta, Barcelona, 1977.
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CERCAS, JAVIER, Anatomía de un instante, Mondadori, Barcelona, 2009.
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ESCUDERO, JOSÉ ANTONIO, et al., El Rey, Planeta, 2008.
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HERNÁNDEZ, ABEL, La sombra de la fiera, FAD, Madrid, 2008.
HERRERO, LUIS, El ocaso del régimen, Temas de Hoy, Madrid, 1995.
—, Los que le llamábamos Adolfo, La Esfera de los Libros, Madrid.
MARTÍN VILLA, RODOLFO, Al servido del Estado, Planeta, Barcelona, 1984.
MELIÁ, JOSEP, Así cayó Adolfo Suárez, Planeta, Barcelona, 1981.
ORTIZ, MANUEL, Suárez y el bienio prodigioso (1975-1977), Planeta, Barcelona, 2006.
OSORIO, ALFONSO, De orilla a orilla, Plaza y Janés, Barcelona, 2000.
—, Trayectoria política de un ministro de la Corona, Planeta, Barcelona, 1980.
POWELL, CHARLES T., El piloto del cambio, Planeta, Barcelona, 1991.
- y BONNIN, PERE, Adolfo Suárez, Ediciones B, Barcelona, 2004.
PRESTON, PAUL, Juan Carlos, Rey de un pueblo, Plaza y Janés, Barcelona, 2003.
SARASQUETA, ANTXON, De Franco a Felipe, Plaza y Janés, Barcelona, 1984.
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VILALLONGA, JOSÉ LUIS, El Rey, Plaza y Janés, Barcelona, 1995.
LA FOTOGRAFÍA
Hacía un año que el collar de la Insigne Orden del Toisón de Oro, máxima condecoración que concede la Casa Real, un precioso collar de oro, con las armas del duque de Borgoña, compuesto de eslabones entrelazados con pedernales llameantes, esperaba su destino en la caja fuerte de palacio. No era fácil encontrar el momento oportuno para entregarlo. El destinatario, que ya había cumplido setenta y cinco años, ni siquiera se había enterado de que le habían concedido tan singular distinción, que solo han recibido otras diecisiete personas, entre ellas el Príncipe de Asturias. Tampoco se acordaba de que había sido presidente del Gobierno ni de que se habían cumplido treinta años de las primeras elecciones democráticas. Mucho menos se daba cuenta de que él, el chico de Cebreros, el hijo de Hipólito y Herminia, el desclasado, el «chusquero de la política», llevaba bordada la corona ducal en la camisa. Cuando el jueves 17 de julio de 2008, a mediodía, con el sol cayendo a plomo sobre Madrid, los reyes acudieron a su casa en La Florida antes de irse de vacaciones a Mallorca, con el Toisón en la mano, Adolfo Suárez no los reconoció.
—Mi padre no conoció al Rey —corroboró Adolfo Suárez Illana—. No conoce a nadie, pero agradece el cariño.
Este hombre que solo tiene ya pasado ha perdido la memoria. Así que no le queda nada, salvo el puro instante y el instinto del afecto, lo mismo que si acaricias a un animal de compañía. Nos hemos quedado todos sin la memoria viva de la Transición de uno de los dos protagonistas; el otro, el principal, es el rey Juan Carlos, que acudía con la reina Sofía ese día de julio a visitarle. Pero el Rey se ve obligado a guardar silencio y hace tiempo que le cuesta oír al levantarse el rumor del agua y el sonido de los pájaros. Sabe a ciencia cierta que, como apuntó Ortega, ve ya, también él, la espalda de las cosas.
Nadie ha diagnosticado la enfermedad de Suárez con precisión y seguridad. Unos atribuyen su progresivo deterioro neurológico al alzhéimer y otros a un desencadenamiento de ictus cerebrales o a la senilidad. Se negó a acudir a una clínica de Suiza cuando se manifestaron los primeros síntomas inquietantes, como quería su hermano Hipólito, el médico, para averiguar lo que le pasaba, saber a qué atenerse e intentar frenar el deterioro. Las sombras avanzaron por dentro paso a paso, inexorablemente. Se había quedado sin ambición política, que era su única pasión, el motor de su vida, y sin las personas que más amaba, y se sumió en la noche.
—Su enfermedad es un decaimiento del alma —me ha dicho uno de sus viejos amigos.
Este decaimiento se intensificó visiblemente con la muerte de su mujer, Amparo lllana, tras la larga lucha contra el cáncer, y con la fatal enfermedad de Mariam, su hija mayor y con la que mejor se entendía. Afortunadamente, no se enteró de la muerte de Mariam. Aún no lo sabe. Cuando su hijo acudió a darle la noticia el 7 de marzo de 2004, le soltó: «¿Quién es Mariam?». Y siguió a lo suyo. Cuando le llamó el Rey por teléfono ese día y le preguntó: «¿Cómo estás, Adolfo?», su respuesta fue: «Pues ya ve usted, Señor, ¿cómo voy a estar? Cuidando enfermas».
Un misterioso mecanismo interior de autodefensa se disparó para borrar el pasado y dejar de sufrir por culpa de los recuerdos. Que, como ha escrito con razón Diego de Saavedra Fajardo en su República literaria, el hombre sería feliz «si, como está en su mano el acordarse, estuviera también el olvidarse», porque «la memoria de los bienes pasados nos desconsuela, y la de los males presentes nos atormenta». A lo mejor Adolfo Suárez, que parece un personaje sacado de una tragedia griega, ha logrado así, instintivamente, por extraños vericuetos, un atajo a la felicidad y un regreso a la infancia.
Ese día de julio, el día del Toisón, el Rey rodeó a Suárez con su brazo, le puso la mano en el hombro y echaron a andar así por el jardín de la casa. Adolfo junior hizo la fotografía para el recuerdo; más que para la historia, para la intrahistoria. Y la foto obtuvo el premio Ortega y Gasset con todo merecimiento.
—Es una foto —ha comentado el autor— de dos personas que han vivido muchas cosas juntos y han llegado al final del camino.
Son dos hombres unidos por el afecto y abrumados por el peso de la historia común y por pasados desencuentros. Se les ve de espaldas caminando lentamente hacia la espesura, don Juan Carlos con traje azul y Adolfo con la camisa remangada y la cabeza encanecida. Es una imagen cargada de significado. Es la demostración plástica de que, aunque la línea política entre ambos se quebrara en un momento dado, nunca se rompió la del afecto y la lealtad. Por más que lo intentemos, no podemos olvidarnos de quiénes son y lo que representan contemplando el brazo del Rey sobre el hombro del enfermo titubeante, de aquel audaz presidente, ayudándole a caminar, y con el rostro girado hacia él por si ofrecía una leve señal de que ocurría el milagro y recuperaba de pronto la memoria, reconociendo al que caminaba a su lado.
Los fallos de memoria de Adolfo Suárez empezaron a ser alarmantes poco después de cumplir setenta años. Antes había presentado algunos síntomas extraños. Él se dio cuenta de que no eran fallos de la edad y trató de disimularlo para no hacer sufrir a nadie.
—Me acuerdo de algunas cosas —confesó a Luis Herrero—, pero de otras no; de la mayoría ya no me acuerdo.
Cada vez se olvidaba, en efecto, de más cosas y procuraba ejercitar la memoria por consejo de los médicos, recordando, por ejemplo, los planos de las casas donde había vivido, que fueron muchas. Se alternaron los ratos de lucidez con los de oscuridad desde la muerte de Amparo, a pesar de que mantenía su extraordinaria viveza y sagacidad hablando de política —yo mismo tuve oportunidad de comprobarlo cuando su hijo, con desagrado suyo, según me confesó, se presentó a las elecciones de Castilla-La Mancha—, y empezó a mostrar comportamientos extraños que produjeron no poco pesar en su familia, en el reducido grupo de los amigos y en María Elena Nombela, la fiel ama de llaves de toda la vida, que murió poco después.
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