Luis Suárez Fernández - Benedicto XIII
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- Libro:Benedicto XIII
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2002
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CARRERA ECLESIÁSTICA POR DESIGNIO FAMILIAR
Illueca, a orillas del río Aranda, tenía por aquellos años de principios del siglo XIV un perfil no demasiado distinto del que ahora nos ofrece: villa de señorío, con casas modestas, la coronaba un castillo mudéjar desde cuyos adarves se oteaban las huertas y campos de labor. No estaba lejos de Calatayud, mercado y centro de vida. Aunque no estamos nada seguros, los cronistas nos han acostumbrado a creer que corría el año 1328, cuando en aquel edificio de ladrillo rojo, morada, defensa y prestigio para una rama segunda del famoso linaje de los Luna, nació un niño. ¿Quién podía imaginar que iba a romper los moldes de la edad y del prestigio, en aquel tiempo en que la vida era aún extraordinariamente corta? Moriría en Peñíscola, probablemente el 23 de mayo de 1423, apurando hasta el extremo una helada soledad, que no pudo privarle de la recia convicción de seguir siendo fiel a los principios que abrazara desde una temprana madurez, cuando enseñaba Derecho en un Estudio General de segunda fila: la obediencia al Vicario de Cristo es inquebrantable, pues no existe autoridad en este mundo que pueda modificar aquello que decide el Espíritu Santo. Algo que, para muchos, resulta difícil de entender en nuestros días.
Aquel vástago de familia noble, que fue maestro, cardenal y Papa, dejó en su tierra de origen huella tan profunda que, en 1924, la Universidad de Zaragoza, conmemorando el quinto centenario de su muerte, decidió colocar en Peñíscola, y a la puerta del castillo, una lápida con la siguiente inscripción: «Aragón os pide que roguéis a Dios por Benedicto, Papa XIII, el gran aragonés de vida limpia, austera, generosa, sacrificada por una idea del deber. El Juicio Final descubrirá misterios de la Historia. En él nos salve Jesucristo y Santa María, su Madre.» Mientras ese día llega, a los historiadores incumbe el deber de explicar lo que sabemos acerca de ese hombre y de su tiempo. Tiempo importante, no lo olvidemos: fue punto de arranque para la «modernidad» que acaba de cerrarse ante nosotros.
Pues ese complejo fenómeno que llamamos Cisma de Occidente, íntimamente asociado a otros como la recesión económica, la guerra, el hambre y la Peste, dio la primera señal de ruptura que afectaría a Europa de forma decisiva, partiéndola en dos y propiciando que ambas se enfrentasen en guerras incesantes. Sólo ahora parece haberse cerrado el ciclo, moviendo a Europa a encontrar su unidad. No se trata, por consiguiente, de historiar hechos lejanos, ajenos a nosotros, sino de descubrir las dimensiones originarias del mundo en que vivimos. Con independencia de que sea cierto el nacimiento del pequeño Pedro en 1328, basta espigar la agenda de cualquier historiador para darse cuenta de que estamos ante una fecha importante. Permítanme un recuerdo. No me estoy apartando del camino, antes al contrario poniendo las luces para no errarlo.
En 1328 el reino de Navarra, que llevaba mucho tiempo incorporado al patrimonio de los monarcas de París, recobra su identidad hispana al no ser aplicable en él esa injuriosa ley sálica. De este modo se ponía también de manifiesto una peculiaridad de los reinos peninsulares, donde las mujeres pueden reinar o, como mínimo, transmitir derechos. El recurso a esa ley ponía término definitivo al proyecto de paz elaborado por San Luis y sumergía a los reinos occidentales en un empeñado conflicto que llamamos guerra de los Cien Años. Las guerras intraeuropeas no cesarán, al menos hasta 1945, siendo cada vez más graves. Inevitablemente el Papa, residente en Avignon, que no era tierra francesa pero sí de su frontera, se verá salpicado por tal contienda.
En el mes de mayo de tal año un nuevo rey de Aragón, Jaime II —que fue curiosamente el primero que enarboló la senyera—, es coronado en Zaragoza por el arzobispo Jimeno Martínez de Luna, tío del niño que va a nacer en Illueca. Poco tiempo después este prelado se convierte en arzobispo de Toledo, primado de España, canciller de Alfonso XI y uno de sus principales consejeros. Aquel nuevo monarca, educado en Sicilia, imprime el giro decisivo y mediterráneo a esa Unión de Estados que no tardará en llamarse Corona de Aragón.
Es 1328 el año en que Petrarca encuentra a Laura y descubre que el amor humano no es otra cosa que «desorden de las sensaciones». Guillermo de Ockham, llamado a Avignon, se declara en rebeldía de Juan XXII, el Papa, a quien acusa de errar en la doctrina. Por esos mismos días Luis de Baviera se hace coronar en Roma en una ceremonia laica y ofrece, en Munich, acogida y apoyo a Ockham y a cuantos, en torno a Marsilio de Padua, se proponen formular una nueva doctrina política para la Cristiandad, Defensor Pacis, atribuyendo al poder temporal superioridad absoluta sobre el espiritual.
Nos encontramos, pues, ante factores que alteran el mundo en que Pedro va a comenzar a vivir. Las reformas realizadas desde Avignon, el crecimiento del galicanismo al amparo del Cisma, la ruptura intelectual entre el libero y el servo arbitrio, las demandas de reconversión y la devotio moderna son el entramado sobre el que tendrá que desarrollarse la vida extraordinaria de Benedicto. Aunque este nombre fuera después borrado de la lista de Papas, ni su familia ni los aragoneses renunciaron al orgullo que en ellos despertaba, de modo que, en 1430, sus restos fueron llevados a Illueca, cerrando una especie de círculo. Hasta que un aciago día soldados franceses desenterraron la momia y la arrojaron a un barranco. Sólo el cráneo pudo salvarse, como resto de un naufragio, y se custodia en el vecino pueblo de Saviñán.
Hijo segundo del matrimonio de Juan Martínez de Luna y María Pérez de Gotor, iguales en calidad de linaje, no fue posible imponerle en el bautismo el nombre de su padre, pues éste correspondía al primogénito, Juan Martínez de Luna II, de quien habremos de ocuparnos. Se acudió al de un ilustre bisabuelo a quien llamaban Pedro «el Viejo», señal de que la familia abrigaba proyectos importantes sobre el niño, habida cuenta de que la «Casa de Luna es una de las mayores del reino de Aragón» (Fernán Pérez de Guzmán). De aquel famoso antepasado brotaban las tres ramas del linaje, partiendo de los tres vástagos, Pedro, Juan y Jimeno, cuyos nombres se repetían sistemáticamente. Quiere esto decir que la Casa de Luna era ya árbol frondoso cuando nació el Papa. La memoria de quienes dieran su vida por el crecimiento de Aragón, el esfuerzo aplicado en favor de Pedro IV para construir la Corona y el emparentamiento con mujeres de sangre real eran la causa de que un Luna, Lope, fuese el primero que, en aquel reino, recibiera título de conde.
Martínez era el gentilicio, capaz de demostrar la calidad del linaje; Luna, en cambio, el locativo que señala niveles alcanzados, pues remite a la tierra y proporciona emblema para el escudo. Sierra y lugar de este nombre, lejos de Illueca, formaban parte del viejo Aragón, cuando éste era condado y sus habitantes, apretados en los altos valles, pugnaban por abrirse camino hacia el Ebro a costa de los taifas que aún tenían a Zaragoza. Entre los recuerdos que el linaje guardaba, transmitiéndolos a cronistas, figuraban dos que podemos considerar correctos: la repoblación de la tierra de Luna —uno más entre los muchos episodios de esta especie— y la muerte heroica de un primer antepasado que la halló en el servicio de Ramiro I y en la conquista de Calahorra. Esto remontaba el orgullo del linaje hasta una fecha anterior a 1063 y a la memoria del primero que usara título de rey en Aragón.
La media luna plateada en campo de gules era emblema para todos los miembros del linaje, introduciéndose luego matizaciones en cuanto al dibujo, para distinguir cada rama, si bien se ponía buen cuidado en destacar el origen común. No hay exceso verbal cuando se identifica a don Pedro con el Papa Luna, aunque es cierto que, a veces, este término se ha empleado como denuncia contra su legitimidad. Los cronistas que estuvieron a su servicio insisten especialmente en la importancia que daba a su calidad de linaje antiguo, que era causa también de que él y la reina María de Luna se tratasen como parientes, procurándose mutuo apoyo.
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