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AA. VV. - La España de Abel

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AA. VV. La España de Abel
  • Libro:
    La España de Abel
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2018
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La España de Abel: resumen, descripción y anotación

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A través del caleidoscopio

A través del caleidoscopio

Borja Lasheras

“ Miro atrás a esa parte de mi vida como cuando, de crío, miras a través de ese caleidoscopio y ves formas e imágenes de todo tipo de colores, que se mezclan y entrelazan. La primera imagen es la de aquel tren nocturno desde Hendaya. ”

Cuando era niño, los aitas nos orientaron a mis hermanos y a mí a viajar al extranjero, a estudiar, trabajar y vivir. Fue una de las premisas de nuestra vida. «Fuera» tendríamos mejores oportunidades que en el País Vasco y que en España en general. Quizá querían para nosotros las oportunidades que ellos no tuvieron. Hasta que pudieron permitirse hacer turismo, la experiencia internacional del aita se limitaba a un mes en Múnich en los años sesenta; recuerdo una foto de él en blanco y negro, joven y apuesto, sonriente con una pinta de cerveza. La de la ama, un verano en Burdeos en que la niña de la posguerra que fue mi madre pudo comer a hurtadillas ese pan francés, tan distinto del de las cartillas de racionamiento. O quizá es que temían por mis inquietudes políticas en el opresivo contexto vasco de los años de plomo de ETA, el impuesto revolucionario y el silencio dominante. Aunque ellos también salieron a las calles cuando fue preciso: tengo en la retina las concentraciones, al principio no numerosas, en ese Donostia donde no paraba de llover.

El caso es que había que irse «fuera», algo que costaba explicar ante la belleza del Paseo Nuevo en pleno temporal y de la plaza Guipúzcoa, donde echabas monedas en el estanque de los patos y pedías deseos que caían en el olvido. Ese Cantábrico donde mis hermanos, Mikel e Íñigo, y yo aprendimos a surfear. Esa cornisa junto al mar era mi patria material. ¿España? Un concepto abstracto, político, aunque estuviera ahí, en los libros (La Regenta y los Episodios nacionales, que leí sentado en la batería de la fortaleza del monte Urgull) y en las clases de literatura de don Álvaro; también en las noticias de la Primera y El Diario Vasco, o en el viaje ocasional al «sur». Era algo que vivir y aprehender. Para mí, gran parte de ese aprendizaje y experiencia vital de España tuvo lugar en el extranjero, en una distancia llena de momentos de cercanía.

Miro atrás a esa parte de mi vida como cuando, de crío, miras a través de un caleidoscopio y ves formas e imágenes simétricas de todo tipo de colores, que se mezclan y entrelazan. La primera imagen es la de un tren nocturno desde Hendaya, para cursar un Erasmus en Leiden, Holanda, donde llovía aún más que en San Sebastián y donde conmemoraban el levantamiento del sitio de los tercios españoles en 1574. No me interesaba el grupo español, en parte porque no intimé con nadie en particular, en parte porque quería conocer otros europeos. Me repelía el bagaje que muchos españoles transmiten fuera como colectivo y que contribuye a la carga del estereotipo que tan malas pasadas nos puede jugar, como hemos visto estos años. También veo aquella casa destartalada junto a uno de los canales que atraviesan la ciudad y la televisión retransmitiendo imágenes de tantos españoles contra la guerra de Irak, y recuerdo sentir orgullo. Yo fui a la manifestación de Ámsterdam con una amiga británica, pero nos perdimos entre la multitud y terminé entre estalinistas y partidarios de Fidel.

Giro un poco el tubo del caleidoscopio y se forma la imagen del salón de ese sobrio apartamento para estudiantes en Cambridge, Massachusetts, pocos años después. Estoy con Faisal, mi amigo canadiense y musulmán, guitarrista zurdo de folk. Tocamos Lucha de gigantes, de Antonio Vega, tras inspirarnos con el vídeo de uno de sus acústicos. A Faisal le fascina la canción y la tararea. Al año siguiente, yo asistiría a la capilla ardiente de Antonio, cerca de Alonso Martínez, haciendo cola con chicos jóvenes y yuppies canosos, de corbata y casco de moto bajo el brazo. Además de a este poeta de la movida madrileña, en Estados Unidos descubrí a Los Secretos, a Quique González y Pájaros de Barro, de Manolo García. Se lo debo a ese CD copiado que Íñigo trajo de San Sebastián para que no olvidara, decía, «mis orígenes» (hasta entonces casi no había escuchado grupos españoles, salvo en su día Duncan Dhu, y luego mucho Sexy Sadie y algo de Los Planetas). En esa etapa redescubrí también Reiniciar, de Los Piratas, y la música de Iván Ferreiro. Lo cierto es que, en Nueva Inglaterra, con sus demócratas contra republicanos, sus Salems Lot sacados de películas de Tim Burton y la burbuja ambiental del programa de Harvard, echaba de menos el indie entonces en boga en Madrid. Añoraba las noches en busca del último garito abierto en Malasaña o Gran Vía, y esa sensación de que vivíamos nuestra propia movida.

En fin, creo que fue entonces cuando concluí que era absurdo borrar del todo el acento español cuando trataba de ligar. Decía que era «Spanish» y «Basque» indistintamente, y me molestaban enormemente la ignorancia y los clichés sobre el tema vasco, como, en parte, hoy existen sobre Cataluña. Desfilan delante de mis ojos momentos de ese roadtrip por el Oeste con Íñigo y sonrío. Aparece el Lizzard, un motel de carretera en algún pueblo fantasma de Colorado donde no se veían españoles desde que los conquistadores comerciaran caballos Mustang con los indios. No encontramos los pastores vascos de Idaho, pero conseguimos evitar la comisaría, cortesía de aquel oficial de policía que hizo la vista gorda, tras recorrer todo el pueblo detrás de nosotros, por exceso de velocidad. Veo aquel ranger fornido y de rostro quemado por el sol, en ese bosque a medio camino de una de las cumbres de Yellowstone. Entusiasmado, dibuja sobre la arena el trazado del Camino de Santiago; mientras, mi hermano y yo miramos a todos los lados, acojonados de que apareciera un grizzly como el que se había comido un turista la semana anterior.

El juego de lentes del caleidoscopio crea ahora formas e imágenes del año largo en la embajada de España ante la OSCE, en Viena. Me veo pedaleando temprano a la oficina para ponerme al día con Felipe, mi compañero peruano-español, y leer los informes diarios sobre el espacio OSCE y algún telegrama; se los contamos a contrarreloj a la embajadora en el coche —el conductor austriaco de alguna forma siempre logra sortear tranvías y viandantes— en dirección al Hofburg y los diálogos políticos de esa Unión Europea, cuyo Consejo presidimos. «Madrid» nunca enviaba instrucciones y «Bruselas» improvisaba la aplicación del entonces nuevo Tratado de Lisboa. Aun así, no nos iba mal en la diplomacia de alfombra roja, declaraciones, embajadores que se daban codazos, conflictos que nunca resolvíamos y «diplomáticos» rusos que te pedían sibilinamente, en sus emboscadas de pasillo o cuarto de baño, los borradores de declaraciones sobre Georgia u otros países postsoviéticos. Nos enorgullecía representar a España, aunque para nuestro país, camino de la crisis, no existíamos. Iniesta marcó el gol, ganamos el Mundial y esa noche recorrimos Viena como en las marchas triunfales de las películas de romanos. Recuerdo al sueco que me pasa sin parar snus para colocar bajo el labio superior y aquel bar latinoamericano con remedos del pulpo Paul por todas partes. Nos veo a la mañana siguiente en sesión de Jefes de Misión UE, con media embajada ausente; Pablo, un amigo diplomático, y yo nos bebemos las botellas de agua de la presidencia belga, mientras su embajadora francófona habla de riesgo de «buagg» (guerra) en algún rincón del Cáucaso.

El caleidoscopio recrea de pronto imágenes y caras familiares de mis años, algo caóticos, en los Balcanes. Aparece Bosnia, con sus nieblas y ese valle del río Drina que discurre junto a Focâ (Twin Peaks para los amigos), mi lugar de trabajo. Sale ese Sarajevo donde conocí la cultura sefardí —en parte, por los milagros de nuestra embajada allí, con su parco presupuesto cultural, tras los recortes que llegaban de Madrid—, de la que casi no me habían hablado en el colegio. Aparecen escenas de nuestros encuentros nocturnos en Bašcâršija, la parte vieja de Sarajevo, y ese antro llamado Pussygalore, mi segundo hogar. Jairo, gallego, le dice a Toribio, diplomático y gran vividor, que la embajada podría traerse alguna vez «un par de gaiteros gallegos» en vez de tanto flamenco. Veo a esa señora bosnia que nos para en plena calle a Diana, mi amiga canadiense, y a mí, y me da un abrazo y las gracias cuando se entera de que soy español; dice que los militares españoles les ayudaron mucho en Mostar, durante la guerra. También veo a una atractiva Natalia Verbeke, con ese vestido plateado, presentar

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