Arroyave, Claudia La ruta del tren dormido : crónicas de un viaje por las estaciones del Ferrocarril de Antioquia, de Puerto Berrío a Medellín / Claudia Arroyave. – Medellín: Sílaba Editores, 2020. 196 p. : il. -- (Sílabas de tinta). ISBN 978-958-5516-42-7 1. Ferrocarril de Antioquia – Crónicas periodísticas. 2. Ferrocarril de Antioquia – Historia. 3. Ferrocarriles – Historia – Antioquia (Colombia). I. Tít. II. Serie 079.9861 cd 23 ed. A779 Universidad Eafit- Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas |
ISBN:
Impreso: 978-958-5516-42-7
Epub: 978-958-5516-65-6
© Claudia Arroyave
© Sílaba Editores
Proyecto ganador de Beca para la Publicación de Libros Inéditos de Interés Regional
Ministerio de Cultura de Colombia
Carmen Inés Vásquez Camacho, ministra
Felipe Buitrago Restrepo, viceministro de la Creatividad y la Economía Naranja
José Ignacio Argote López, viceministro de Fomento y Patrimonio
Julián David Sterling Olave, secretario general
Primera edición: Medellín, septiembre de 2020
Editoras: Lucía Donadío y Alejandra Toro
Corrección de textos: Rubelio López
Diagramación: Magnolia Valencia
Fotografías de carátula e interiores: Claudia Arroyave y Juan Camilo
Jaramillo Acevedo
Ilustración mapas: Jonathan Vélez Muriel
Diseño de carátula: Érica López
Distribución y ventas: Sílaba Editores.
www.silaba.com.co / silabaeditores@gmail.com
Carrera 25A No. 38D sur-04. Medellín, Colombia
Reservados todos los derechos. Prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright , bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento.
Para Juan José Hoyos, mi maestro,
y para Juan Camilo Jaramillo Acevedo y
Juliana Duque Patiño, compañeros de viaje
Para Tuck, Azucena y Otto, con amor
Estaciones del Ferrocarril de Antioquia visitadas en este viaje: Puerto Berrío, Grecia, Malena, Calera, Cristalina, Sabaletas, Cabañas, Palestina, Virginias, Pavas, Caracolí, La Gloria, Gallinazo, San José del Nus, Caramanta, Providencia, Guacharacas, San Jorge, Sofía, Cisneros, El Limón, Santiago, Porcesito, Botero, Pradera, Popalito, Yarumito, Barbosa, Hatillo, Girardota, Copacabana, Bello, Bosque y Medellín.
Presentación
H an pasado trece años desde que terminé de escribir estas crónicas y diez desde que salí de Colombia. Quizá haya sido por el espíritu viajero que alimenté durante los meses que duró mi recorrido por las estaciones del ferrocarril antioqueño (a comienzos de 2007), pero la sed por descubrir nuevas rutas volvió a habitarme. Entonces empaqué otra vez mi mochila y me fui.
En septiembre de 2010, ansiosa por explorar distintos horizontes, dejé una copia impresa de estas crónicas guardada entre los libros de mi biblioteca en Medellín, y emprendí un viaje sin plan por todos los países centroamericanos. La ruta terminó para mí en una casa en el desierto de Sonora, a poca distancia de donde pasan cada día los trenes que atraviesan el sur de los Estados Unidos, de este a oeste y viceversa, cargados de mercancías. Su sonido me hace pensar a veces en el viaje que hice, me hace pensar en lo que sentirán hoy los que viven en Antioquia añorando el tren.
Hace algunos meses, cuando volví de visita a la casa de mi mamá en Medellín, obligada por la nostalgia a desempolvar libros y diarios, encontré en un sobre de papel el primer borrador de este libro, escrito originalmente para optar al título de periodista en la Universidad de Antioquia. Comencé a leer con el mismo afán con el que emprendí entonces aquel viaje, tratando de ponerles rostro a las voces de las personas que compartieron conmigo sus testimonios, sintiendo de nuevo el sopor del clima y preguntándome qué tanto habrá cambiado la realidad en estos poblados desde que pasé por allí, más de una década atrás. Leí el texto completo en los tres aviones que tomé de Medellín al desierto, y sentí el deseo de compartir con alguien estas historias que, con el reposo de los años, han dejado de ser, para mí, un reporte periodístico, para convertirse en un viaje a parte de la memoria de “la gloria” antioqueña. ¡Tuvimos un ferrocarril! ¡Que no se nos olvide su historia!
Hoy, cuando todos en casa duermen y el silbato del tren anuncia su paso por el centro de Tucson, me dispongo en este escritorio a saldar una deuda con las memorias recogidas y con parte de la historia de mi país. Con los dedos temblorosos y una sensación de vértigo en mi alma, decido poner estas crónicas en manos de los lectores. Espero que la descripción de esta ruta y el viaje al pasado permitan, de algún modo, reconocer la valentía de quienes soñaron lo imposible, de quienes vivieron de cerca la magia del ferrocarril y de los que aún están vivos y cuentan la historia. Deseo que estas crónicas abran horizontes y esperanzas a quienes se han resignado a la desaparición del tren.
Tucson, Arizona, 20 de mayo de 2020
Antes de la larga siesta: introducción
En la Colombia de hoy los ferrocarriles son marginales y casi inexistentes, hecho triste para un medio que transportó el desarrollo pero que no se desarrolló, y ni siquiera sobrevivió, ante tanta descoordinación e incompetencia. Quedaron, sí, las estaciones como testimonios valiosos, cuya calidad persiste a pesar del abandono y su irónica inutilidad.
Carlos Niño Murcia
A ntes, al lugar para el que voy se podía llegar en tren. Diariamente salían de aquí, de Medellín, locomotoras con servicio de primera y segunda clase que en unas ocho horas atravesaban la región hasta dar con el río Magdalena, única vía, durante más de cien años, para llegar y salir del interior del país a la costa Caribe, para conectarse con el mundo. Mucho antes, durante el siglo XIX, en otras latitudes fueron inventadas unas máquinas que se movían sobre rieles y que podían unir poblados y ciudades.
Pero mientras la maravilla de los ferrocarriles llegaba a Colombia, cada Estado del interior se las había ingeniado para conectarse con el río. En el caso de Antioquia, un gobernador de apellidos Baraya y La Campa aprovechó un primer camino conocido como Juntas del Nare –que había sido la ruta más importante del comercio indígena–, y en las orillas del río construyó bodegas para almacenar las mercancías que venían de afuera y que luego serían transportadas en mulas hasta el Valle de Aburrá. Para recorrer ese camino había que separar dos semanas y a cada paso darse bendiciones (me imagino) para no perecer por lo malsano del clima o por la proliferación de bichos. Fue la época de los arrieros, hombres vigorosos que dirigían recuas de hasta diez mulas con 250 libras encima cada una.