Diego Genoud - Massa
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- Libro:Massa
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Diego Genoud
Sergio Massa
La biografía no autorizada
Sudamericana
a mis viejos
a Vicen
“Si mantienes a tu ejército durante mucho tiempo en
campaña, tus suministros se agotarán.”
“Un ejército es como el fuego: si no lo apagas,
se consumirá por sí mismo.”
El arte de la guerra, S UN T ZU
La decisión
El mendocino Daniel Vila dice que esa fue la noche en que Sergio Massa decidió lanzarse a la batalla contra el gobierno de Cristina Fernández. Fue en el chalet que el dueño de América TV tiene a media cuadra del balneario CR, en Pinamar, a principios de enero de 2013, el año bisagra en que el candidato dejó de dudar y rompió con el kirchnerismo.
Parecía una reunión como tantas otras, pero Massa había decidido empezar la cuenta regresiva y ni siquiera se dio el tiempo para chistes o una conversación casual. Esa noche, el ex jefe de Gabinete de Cristina Fernández de Kirchner quiso hablar enseguida del tema que consideraba más importante para su vertiginosa carrera política.
Massa y Vila veranean juntos en Pinamar desde hace una década, y mantienen una amistad muy estrecha, por encima de las especulaciones y de la coyuntura. El empresario de medios no es sólo un contacto influyente con capacidad de instalar con virulencia —en radio y televisión— las aspiraciones de su amigo como si fueran preocupaciones sociales; es además una de las tres personas que el líder del Frente Renovador más escucha, fuera de la política. Comparte ese privilegio con Jorge Brito, dueño del Banco Macro y presidente de ADEBA, la asociación de bancos más poderosa de la Argentina, y con Alberto Pierri, ex presidente de la Cámara de Diputados durante la presidencia de Carlos Menem, que se recicló en cableoperador y empresario de medios sin perder su astucia para leer la realidad política.
Cuando, en 2002, el mendocino conoció al entonces titular de la Anses, quedó fascinado y empezó a referirse a él con un elogio importante: “Es un mini Manzano”. José Luis “Chupete” Manzano, el ex ministro del Interior de Menem, asciende entre funcionarios, empresarios y políticos a la categoría de un mito viviente, por las historias que protagonizó, por la inteligencia que le atribuyen, por los vínculos que estableció dentro y fuera del país.
Manzano —que integra con Vila una sociedad bifronte para los negocios— era una de las cuatro personas que se habían reunido esa noche en la que se produjo el salto impensado en la coyuntura de un país en el que nadie se le plantaba al gobierno, con chances de doblegarlo en las urnas. Las otras eran Massa, Vila y el intendente de San Miguel, Joaquín de la Torre, uno de los protagonistas de un inédito operativo para tomar el poder central desde los municipios.
Fue Massa el que anunció que estaba pensando seriamente en cumplir con un anhelo que era viejo aunque él fuera muy joven: ser candidato de un nuevo espacio, el suyo.
—Creo que me voy a largar a jugar —les dijo.
Hasta ese momento, competir en la provincia de Buenos Aires por fuera del tinglado del Frente para la Victoria era una posibilidad riesgosa para un pequeño grupo de intendentes y un deseo intenso para un río de heridos que había acumulado el kirchnerismo dentro del peronismo.
Como si el lanzamiento de Massa no lo sorprendiera, Manzano eligió avanzar con una propuesta de su estilo. Sugirió que para una cruzada de ese tipo haría falta un asesoramiento de nivel internacional que les permitiera captar enseguida la atención en los Estados Unidos.
—Tenés que hablar con Juan Verde —refiriéndose al jefe de la campaña para la reelección de Barack Obama en 2012.
En 2009, Verde había desembarcado en Tigre junto al ex vicepresidente de los Estados Unidos Al Gore, invitado por el dúo mendocino. Fue él quien le recomendó a Massa que sumara a su equipo de asesores a Sergio Bendixen, un consultor peruano que trabajaba para los demócratas estadounidenses desde hacía tres décadas en gran parte de América Latina y en 2008 había sido clave para Obama en la pelea por el voto latino. Un experto en sobrevender aciertos y disimular papelones, como los que había protagonizado en Nicaragua y en la República Dominicana.
Vila, en cambio, tomó nota del desafío, como si se tratara de una apuesta a todo o nada.
—Jugate, dale, no hay problema. Estamos con vos —lo alentó—. Si te va bien, en dos años vamos a gobernar el país. Si te va mal, nos vamos a vivir a Miami.
“A Sergio le encantó la idea, porque Miami es su debilidad”, dice Vila, sentado en su despacho del tercer piso de América TV, mientras mira de reojo en dos pantallas LED el programa de su esposa, Pamela David.
Esa noche de enero de 2013, Massa dejó de ser una promesa de amenaza para el gobierno y se transformó en un riesgo que, al principio, todos sus adversarios coincidirían en subestimar.
La buena predisposición de Vila y Manzano contrastó con la postura de un hombre de negocios que había acompañado a Massa en todos sus emprendimientos. El salteño Jorge Brito —“el banquero de Néstor Kirchner”, según los cables de la embajada norteamericana que difundió WikiLeaks— fue uno de los que se lo dijo, incluso de mala manera.
—¿Para qué te apurás? ¿No ves que nos generás un quilombo a todos?
Pero Sergio ya estaba convencido de que su momento había llegado. Brito era el representante de la corporación que más ganancias había cosechado durante la década del matrimonio Kirchner en el poder. Dueño de un capital de 500 millones de dólares, acumulado sobre la base de adquirir bancos provinciales, había incrementado sus activos 863 por ciento, y sus ganancias, 650 por ciento. Aunque su relación con el gobierno era tensa y había perdido el trato directo con la Presidenta, le parecía prematuro plantar una alternativa al oficialismo desde esa cercanía difusa que representaba el entonces intendente de Tigre.
Pese a las diferencias y los cortocircuitos, Massa todavía formaba parte del precario andamiaje de poder del kirchnerismo. Había llegado a involucrarse profundamente y nunca se había ido del todo.
El dueño del Macro, en cambio, conservaba —y conserva— su óptima relación con Amado Boudou, al que había conocido por intermedio de Massa cuando el actual vicepresidente era apenas un gerente de la Anses. Aunque Brito figuraba en los primeros puestos de la lista de culpables y conspiradores que armaba Guillermo Moreno para la Presidenta, el banquero no quería romper con Cristina. Por el bien del país y el suyo. O al revés. Creía, todavía, que había que salvar a la gallina de los huevos de oro. Por eso, el titular de ADEBA se preocupó por hacerle saber al gobierno que él no alentaba el lanzamiento del más ambicioso de los intendentes. Lo hizo por medio de Boudou, de su primer contacto en el universo pingüino, el extenuado Julio De Vido, y del empresario de medios oficialista Sergio Szpolski, que oficiaba de abogado de Brito ante lo más alto del gobierno. Pero no pudo convencer a todos. Y no convenció a Cristina, que era lo más importante.
Como Brito, el camaleón José Luis Manzano también era habitué de la Casa Rosada y formaba parte de la platea cautiva que aplaudía los anuncios de la Presidenta. Comenzó a seguirla en busca de un acercamiento, hasta que en 2008 sorprendió a todos cuando asistió al almuerzo que la presidenta y CEO de la Sociedad Americana/Consejo de las Américas Susan Segal organizaba en Nueva York para endulzar a Cristina todos los años, a través de Endeavor.
El vínculo histórico de Manzano con el operador del PJ Juan Carlos “Chueco” Mazzón, su feeling con Juan Manuel Abal Medina, sus primeras recorridas sigilosas por los pasillos de la Casa Rosada, todo tenía un impacto acotado hasta que, en mayo de 2012, “Chupete” volvió a ver a Cristina. Fue en la playa de estacionamiento subterránea del edificio central de YPF. Ese día, cuando terminaba el acto en el que se había anunciado la expropiación parcial de las acciones de Repsol, Manzano tuvo la dicha de cruzarse con la Presidenta. Fueron unos segundos que bastaron para darle un sentido abrazo de condolencias —tardías— por la muerte de su esposo.
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