Stephanie Kelton - El mito del déficit
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- Libro:El mito del déficit
- Autor:
- Editor:Penguin Random House Grupo Editorial España
- Genre:
- Año:2021
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El mito del déficit: resumen, descripción y anotación
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Para Bradley y Katherine
IMPRESIONADA POR UNA PEGATINA
Lo que da problemas no es lo que sabemos, sino lo que creemos saber con certeza y no es verdad.
MARK TWAIN
Recuerdo que, una vez, en 2008, vi una pegatina en la trasera de un Mercedes SUV mientras hacía mi recorrido diario de una hora desde mi domicilio en Lawrence (Kansas) hasta mi lugar de trabajo como profesora de Economía en la Universidad de Misuri en Kansas City. Representaba la figura de un hombre de pie, aunque ligeramente encorvado y con los bolsillos por fuera del pantalón, vacíos. El gesto de la cara era adusto, serio. Llevaba pantalones a rayas rojas y blancas, una chaqueta azul oscuro y un sombrero de copa con una cinta estrellada. Era el Tío Sam. Así es: mucha gente —como la conductora del vehículo que llevaba esa pegatina— ha terminado creyendo que nuestro Estado está en la más absoluta quiebra y que su presupuesto no alcanza para afrontar los problemas más importantes del presente.
Tanto si el debate sobre las políticas públicas se refiere al ámbito de la sanidad como si atañe a los de las infraestructuras, la educación o el cambio climático, siempre surge la misma y dichosa pregunta: sí, pero ¿cómo vamos a pagarlo? Aquella pegatina condensaba la frustración y la inquietud reales que despierta el estado de los asuntos fiscales de nuestra nación, sobre todo a la vista de la magnitud del déficit federal. Si nos fijamos en lo mucho que los políticos de todos los partidos han arremetido contra el déficit en general, se entiende muy bien por qué alguien puede indignarse pensando que el Gobierno se comporta de forma imprudente. Después de todo, si actuásemos como lo hace él, pronto estaríamos tan en quiebra como el Tío Sam indigente de la pegatina.
Pero ¿y si el presupuesto federal fuera, en su carácter fundamental mismo, diferente del presupuesto de una familia o de un hogar? ¿Y si yo les demostrara que el fantasma del déficit no es real? ¿Y si llegara a convencerles de que podemos tener una economía que anteponga a las personas y al planeta, y de que el problema no es encontrar el dinero para conseguirlo?
Copérnico y los científicos que vinieron tras él cambiaron nuestro modo de entender el cosmos al demostrar que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés. Ahora hace falta un avance revolucionario similar en cuanto a nuestra forma de concebir el déficit y la relación de este con la economía. Cuando se trata de aumentar el bienestar público, disponemos de muchas más opciones de las que creemos, pero es de una necesidad imperiosa que vayamos más allá de los mitos que nos han venido lastrando hasta hoy.
Este libro aplica la óptica de la teoría monetaria moderna ( TMM ) —de la que soy una defensora destacada— para explicar este giro copernicano. Los principales argumentos que aquí expongo pueden hacerse extensivos a cualquier soberano monetario —es decir, a países como Estados Unidos, Reino Unido, Japón, Australia, Canadá y otros—, casos en que el Estado es el emisor monopolístico de moneda fiduciaria. La TMM cambia nuestro modo de ver la política y la economía, porque nos revela que, en casi todos los casos, los déficits federales son buenos para la economía. Son necesarios. Pero hasta ahora, hemos tendido a concebirlos y tratarlos de manera incompleta o incorrecta. En vez de perseguir el equivocado objetivo de lograr el equilibrio presupuestario, deberíamos tratar de aprovechar la prometedora posibilidad de aplicar lo que desde la TMM llamamos «dinero público» o «moneda soberana», en la tarea de equilibrar la economía para que la prosperidad sea ampliamente compartida, en lugar de estar concentrada en un número cada vez más reducido de manos.
El contribuyente, según la perspectiva convencional, está en el centro del universo monetario, porque se piensa que el Estado no tiene dinero propio. De ello se deduce que el único dinero disponible para financiar lo público debe salir en última instancia de personas como nosotros. La TMM modifica radicalmente el modo de concebir la cuestión, porque nos hace ver que es el emisor de moneda —el Gobierno federal mismo— y no el contribuyente el que financia todos los gastos del Estado central. Los impuestos son importantes por otros motivos que también explicaré en este libro, pero la idea de que sufragan el gasto de la Administración central de un país como Estados Unidos es pura fantasía.
Yo misma era una escéptica cuando descubrí estas ideas. De hecho, incluso me opuse a ellas. Cuando comenzaba a formarme como economista profesional, me propuse refutar las tesis de la TMM estudiando a fondo el funcionamiento fiscal y monetario del Gobierno. Para cuando hube elaborado estas ideas en el primer artículo académico con revisión por pares que se publicó con mi firma, ya me había dado cuenta de que mi interpretación inicial era errónea. La idea central que subyace a la TMM tal vez me pareciera estrambótica al comienzo, pero luego vi que resultaba precisa en el plano descriptivo. En cierto sentido, la TMM es una perspectiva no partidista que describe cómo funciona de verdad nuestro sistema monetario. Su poder explicativo no depende de ideologías ni partidos políticos. La TMM más bien aclara lo que es posible en el terreno económico y, por lo tanto, cambia la perspectiva de muchos debates sobre políticas concretas, actualmente encallados en la cuestión de la viabilidad financiera. Se trata, entonces, de una teoría centrada en las repercusiones económicas y sociales de carácter general implícitas en cualquier propuesta de cambio de política, más que en su impacto presupuestario. Abba P. Lerner, contemporáneo de John Maynard Keynes, fue un adalid de este enfoque, que él bautizó con el nombre de «finanzas funcionales». Se trataba de valorar una política por los resultados obtenidos. ¿Controla la inflación, sostiene el pleno empleo y nos aporta una distribución más equitativa de la renta y la riqueza? Eso era lo importante. La cifra concreta que se le dedica en el presupuesto anual no venía (ni viene) al caso.
¿Acaso creo, entonces, que la solución a todos nuestros problemas pasa simplemente por gastar más dinero? No, desde luego que no. El hecho de que no existan restricciones financieras al presupuesto federal no significa que no haya límites reales a lo que el Gobierno puede (y debe) hacer. Cada economía tiene su propio límite de velocidad interno, regulado por su disponibilidad de recursos productivos reales: el estado de su tecnología y la cantidad y calidad de su tierra, sus trabajadores, sus fábricas, su maquinaria y demás material. Si el Estado intenta gastar demasiado en una economía que ya marcha a toda velocidad, la inflación se acelerará. Hay unos límites. No obstante, estos no están en la capacidad del Gobierno federal para gastar dinero ni en el déficit público, sino en las presiones inflacionarias y en los recursos presentes en la economía real. La TMM distingue, pues, los límites reales, por un lado, y las restricciones ilusorias e innecesarias que nos imponemos a nosotros mismos, por el otro.
Es probable que ustedes ya hayan visto las ideas y conceptos centrales de la TMM en acción. Yo los conocí muy de cerca cuando trabajé en el Senado de Estados Unidos. Siempre que surge el tema de la Seguridad Social o que alguien propone en el Congreso que se inyecte más dinero en educación o en sanidad, se alzan voces que hablan de cómo debería «sufragarse» todo eso sin que repercuta en el déficit federal. Sin embargo, ¿se han dado cuenta de que esto nunca parece ser problema alguno cuando de lo que se trata es de ampliar el presupuesto de Defensa, de rescatar a los bancos o de aprobar grandes exenciones fiscales para los estadounidenses más ricos, aun cuando esas medidas impliquen aumentar sensiblemente el déficit? Vemos, pues, que, si cuenta con los votos para ello, el Gobierno federal siempre tiene capacidad para financiar sus prioridades. Así son las cosas. Los déficits no impidieron que Franklin Delano Roosevelt pusiera en práctica el New Deal en la década de 1930. Tampoco disuadieron a John F. Kennedy de impulsar un programa para enviar a un hombre a la Luna. Y jamás privaron al Congreso de apoyar una guerra.
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