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Hernán Brienza - El loco Dorrego

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Hernán Brienza El loco Dorrego
  • Libro:
    El loco Dorrego
  • Autor:
  • Editor:
    Marea Editorial
  • Genre:
  • Año:
    2012
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El loco Dorrego: resumen, descripción y anotación

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Hernán Brienza

EL LOCO

DORREGO

El último revolucionario

Director de la colección: Daniel Capalbo

Diseño de tapa y de la colección: Gaby Feldman

Edición: Constanza Brunet

© 2007 Hernán Brienza

hbrienza@editorialmarea.com.ar

© 2007 Editorial Marea S.R.L.

Pico 1850 (1439EFD) Ciudad de Buenos Aires

Tel.: +5411 4703-0464

marea@editorialmarea.com.ar

www.editorialmarea.com.ar

ISBN 978 -987-1307-00-5

Impreso en la Argentina

Depositado de acuer do a la Ley 11.733

1ª edición: Febrero de 2007

ª edición: Septiembre de 2007

ª edición: Septiembre de 2008

ª edición: Julio de 2010

ª edición: Noviembre de 2010

ª edición: Enero de 2011

ª edición: Junio de 2011

A los argentinos, occidentales y orientales.
A los Dorrego, y también a algunos Lavalle.
A la memoria de Vito Brienza, porque este libro —que habla de tiempos remotos en los que no estábamos— demuestra que su viaje a estas tierras no fue en vano.
Ж
Por supuesto, a Laura y a mi familia.

Capítulo 1

Cielito y cielo nublado

E L HOMBRE DA LA PRIMERA PALADA CONTRA LA TIERRA seca por el sol a las 11:30 de la mañana. Es diciembre y la luz cae vertical sin permitir siquiera el amparo de las sombras. Quienes lo acompañan sudan impacientes, se restriegan las manos y entrecruzan palabras apenas descifrables. La hoja de acero vuelve a entrar en el piso una y otra vez. Al costado de esa tumba delimitada por ladrillos quebrados comienza a formarse un breve terraplén. De pronto se oye el ruido inconfundible de huesos quebrados. Cosme Argerich, el médico a cargo de la operación, da la voz de alto. Examina la tierra pero esos no son los restos de la muerte que está buscando. El parroquiano vuelve a su trabajo y a cada palada la tierra sale mezclada con viejos restos óseos de antiguas sepulturas superpuestas.

La tarea continúa unos minutos más hasta que la pala encuentra algo sólido. Una bota. Argerich mira a sus acompañantes, el camarista Miguel Villegas, el juez de paz Pedro Trejo, el cura del pueblo de San Lorenzo de Navarro, Juan José Castañer y los parroquianos Indalecio Palma y Manuel López. Se hace un silencio espeso y el médico baja el escalón de medio metro ya cavado. Se sienta en cuclillas y comprueba que se trata de un pie izquierdo. De inmediato ordena que trabajen con más cuidado. Entonces hallan la otra bota y luego las piernas y los muslos envueltos en un pantalón raído de paño mezcla oscuro. El torso está cubierto por una sabanilla de tejido de algodón pardo. Lentamente, levantan la tierra que cubre el pecho y surge el hombro izquierdo y la mandíbula inferior con todos sus dientes.

No hay dudas. Ese es el cuerpo que estaban buscando. Del cuello, que presenta viejas heridas de guerra, nace un corbatín de seda negro. Y el cráneo, partido, destrozado, lleva aún sus ojos vendados con un pañuelo de seda amarillo. Siguen escarbando con cuidado hasta dejar al descubierto el pecho y el brazo derecho. Finalmente, encuentran los restos de la chaqueta escocesa que el fusilado había pedido para morir.

Los hombres sacan de la fosa el cadáver, lo desnudan y lo colocan a la sombra para que Argerich pueda hacer su trabajo. El médico escribe: “Estaba deshecho todo el cráneo y sus huesos divididos en fragmentos muy considerables, de la cara sólo se consideran intactos la mandíbula superior, quijada inferior y pómulos, todas las partes blandas que cubren esta región están consumidas, el pelo se hallaba intacto; existía la lengua desecada, todo el cuello se encontró entero y bien patentes en sus partes laterales y superiores las cicatrices de las gloriosas heridas recibidas en defensa de la patria; el pecho anterior, lateral y posteriormente se conservaba enteramente revestido de sus partes blandas, aunque en estado de desecación; en el espacio intercostal formado por la quinta y sexta costillas del lado izquierdo, cerca de sus extremidades esternales, existe la entrada de una bala, cuya salida no se ha visto por la espalda. El vientre estaba revestido de todas las partes carnosas, aunque desecadas por sus lados anterior, posterior y laterales. Las extremidades superiores presentaron lo siguiente: el hombro izquierdo estaba completamente descarnado, aunque el húmero se encontró articulado y sostenido por sus ligamentos, el resto de esta extremidad se hallaba intacto. El extremo superior derecho se encontró intacto, aunque desecado... tenía las manos cruzadas”.

Una vez terminado el reconocimiento, Argerich comienza a lavar el cadáver con agua y lo prepara para colocarlo en la urna. Para eso, desarticula los extremos inferiores, lo sumerge en una solución de sublimado corrosivo, donde permanece hasta las de la mañana del día siguiente. Luego los restos son dejados al sol para secarlos y, por último, barnizados con aceite de trementina. A las 12:25 de ese 15 de diciembre de 9, exactamente un día después de ser hallado el cuerpo y a días del fusilamiento, el médico y el improvisado forense coloca los restos en una urna y la cierra con dos candados.

Así, después de casi un año de olvido oficial y mientras las provincias de la Unión se debatían en guerras civiles, volvía de su muerte el coronel Manuel Dorrego, el hombre que derramó cinco veces su sangre sobre la tierra por defender a su patria y halló la muerte al frente de un pelotón de fusilamiento. Poco más que huesos quedaban del vencedor de las batallas de Tucumán y Salta, del fundador del primer partido popular de la historia argentina, del político que favoreció al pobrerío y a los orilleros, del gobernador que puso en jaque al Emperador del Brasil y se enfrentó a Francia y Gran Bretaña. Poco más que huesos quedaban del hombre que iba a inaugurar con su martirio la interminable Guerra Civil y su larga lista de crímenes políticos que hasta hoy sacuden estas ubérrimas y furiosas tierras, del hombre que sus enemigos apodaban “El Loco”. “El Loco Dorrego”.

II

La comisión encabezada por Cosme Argerich y Miguel Villegas informó con asepsia que el cadáver de Manuel Dorrego se hallaba en “extraordinario estado de conservación”. Pero esas palabras cambiaron su significado a oídos de sus antiguos seguidores. El “extraordinario estado de conservación” devino en el “milagro del padre de los pobres”. Buenos Aires —que miraba alborotada cómo Juan Manuel de Rosas, el heredero político de Dorrego, asumía el 8 de diciembre como Gobernador y capitán general de la provincia con el nobiliario título de Restaurador de las Leyes— vivía tiempos de crispación política que no se registraban desde la anarquía del año 1830. En las calles, en las esquinas, en las casas no se hablaba de otra cosa que del regreso de los restos del Coronel. La ciudad se preparaba para los homenajes fúnebres con una devoción popular nunca antes vista. La razón era sencilla: Dorrego había sido el político más querido por los humildes, por los desclasados, por los jornaleros, los esclavos, las milicias populares, los indios y los desposeídos.

Por eso en las pulperías el gauchaje y los orilleros endulzaban el aire viciado por el sudor y el vaho del alcohol con el canto de cielitos enlutados y vidalitas en paganas letanías para su líder: “Cielito, cielo que sí / cielo de Carlos Alvear / que con Lavalle a Dorrego / se han propuesto fusilar / [...] ellos con baja traición / del puesto lo derribaron / sin mirar que las provincias / su poder le delegaron. / [...] Cielito, cielo y más cielo / cielo de honor ultrajado / más ellas se han de vengar / su derecho al ver violado [...] / Cielito y gloria del cielo / cielito de los federales / que han triunfado animosos / como en todas las edades. / El trece lo ejecutaron / al gobierno nacional / temiendo que a las provincias / él se fuese a refugiar / [...] Si Lavalle ha fusilado / a Dorrego en el Navarro / campo infausto, la Nación castigará tal desbarro”.

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