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José Pablo Feinmann - Filosofía y Nación

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José Pablo Feinmann Filosofía y Nación

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Filosofía y Nación
Estudios sobre el pensamiento argentino
José Pablo Feinmann
Ariel, Buenos Aires, 1996
Edición definitiva
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A mi padre,

in memoriam

A Virginia y Verónica,

mis amadas hijas

Prólogo

Este es el libro de un escritor joven: fue escrito entre 1970 y 1975. Tenía, yo, veintisiete años al comenzarlo, treinta y dos al concluirlo. Una insalvable, inmediata precisión se abre paso aquí: eran (1970-1975) tiempos borrascosos. Podemos, a así decir : éste es el libro que un escritor joven escribió en tiempos borrascosos. Supongo que lleva las marcas de ese tiempo. Supongo, también y esto lo decidirá, íntimamente, cada lector, que su reedición —hoy, en 1996— supone que ha ido más allá de esas marcas, que no ha permanecido sujeto a modas epocales, que todavía es posible, a través de sus páginas, aprehender algo de un tema tan poco trabajado como el pensamiento argentino.

Hubo un momento de decisión en mi carrera universitaria (que se deslizó entre 1962 y 1968, primero cuando la Facultad de Filosofía y Letras estaba en la mítica calle Viamonte y luego en la menos cálida calle Independencia) y fue preguntarme por las condiciones de posibilidad de una filosofía argentina. ¿Existía? ¿Podía existir? ¿Debía existir? Yo estaba a punto de transformarme en un, por así decirlo, especialista en Hegel. Sabemos que éste es el frecuente destino de quienes se dedican a la filosofía en América Latina: ser especialistas, si no en Hegel, en alguno de los grandes filósofos de la riquísima tradición occidental. O, también, en alguno de los nuevos. Uno puede elegir a Hegel o, pongamos, a Foucault. Se transforma así en un especialista, tarea que no suele trascender los ámbitos de la glosa o la explicitación divulgadora. Recuerdo una escena: voy en un colectivo, voy con un compañero de estudios, vamos hacia una clase de Gnoseología y Metafísica (materia que dictaba Eugenio Pucciarelli) y estamos dialogando sobre Ser y Tiempo, que era el texto que Pucciarelli estaba analizando en esas clases. Le digo a mi compañero de estudios: “Siempre estamos leyendo a Hegel, a Husserl o a Heidegger”. Responde que sí, que claro, que por supuesto. Le pregunto: “¿Alguien hizo filosofía en este país?”. No recuerdo su respuesta. Recuerdo, en cambio, todo lo que esa pregunta despertó en mí. Despertó un imperativo, diría, moral: ¿no debíamos, ya que éramos estudiantes argentinos de filosofía, preguntarnos por la existencia o no de una filosofía propia? Hoy, en medio de la globalización del fin del milenio, escasamente podemos comprender la dramaticidad que esa pregunta tenía para un joven en, digamos, 1968, o en 1969. Eran tiempos en que América Latina era sentida como un continente excepcional. Tiempos en los que comenzaba a hablarse del Tercer Mundo. Tiempos en los que asomaba la Teoría de la Dependencia, que hacía de nosotros, los dependientes, el fundamento de la existencia del sistema capitalista mundial. Es decir, éramos dependientes y oprimidos: pero éramos imprescindibles. La revolución cubana, el Che Guevara, el boom de la literatura latinoamericana y, entre nosotros, el hecho maldito cookista y el cordobazo nos hacían esperar grandes acontecimientos. Sentíamos la inminencia resolutiva de los conflictos que expresaban las injusticias más radicales de la condición humana. Y sentíamos, sobre todo, que el centro de la escena de ese gran espectáculo histórico... estaba en nuestra patria, en nuestro continente, en la tierra castigada de los condenados de la Historia. ¿Cómo, entonces, no preguntarse por las condiciones de posibilidad de la filosofía o —si queremos atenuar la expresión— del pensamiento en nuestro país? No es otra la historia de este libro.

Estaba listo para ser publicado en 1976. Pero los tiempos borrascosos se volvieron decididamente trágicos. No lo publiqué. Permaneció en un cajón. Alguna vez —digamos: en 1977 o 1978— abrí ese cajón, releí algunos párrafos y hasta llegué a preguntarme quién había escrito eso y para qué. Fue una de las formas del abismo. Publiqué el libro en noviembre de 1982.

Hoy, en 1996, cambiaría muchas cosas. Aunque si las cambiara transformaría a este libro en otro. Pero me permitiré decir que sería menos severo con Moreno y con Alberdi. Y más severo con Saavedra y con Rosas. Comprendo, sin embargo, los motivos de mi severidad con Moreno. Escribí La razón iluminista y La Revolución de Mayo hacia fines de 1975. Mi desacuerdo con el accionar armado de la izquierda peronista era muy profundo. No es posible—argumentaba— hacer la Historia al margen de las mayorías, asumiéndose como vanguardia iluminista y solitaria. Creo que Moreno fue víctima de esta situación. Este Moreno con plan pero sin pueblo era —para mí, en ese muy específico momento— una cifra de los trágicos errores de una conducción extraviada. Como sea, no caí, ni mucho menos, en la exaltación de Saavedra. Dije que tenía al pueblo pero no tenía el plan. Y, aun, escribí algo más curioso: que el pueblo suele equivocarse. Extraña frase para la época.

Hoy, también, dedicaría más páginas a Alberdi, con quien conservo una deuda que no sé —tal vez por medio de la ficción— si alguna vez cancelaré. Pero sus Escritos póstumos tienen espacio en estas páginas. Y, hoy, utilizaría para cuestionar el centralismo moreniano los textos que Alberdi le dedica en el luminoso tomo V de los Póstumos. Para Alberdi, en efecto, la Revolución de Mayo fue “la sustitución de la autoridad metropolitana de España por la de Buenos Aires sobre las provincias argentinas: el coloniaje porteño sustituyendo al coloniaje español (...). Con razón quiere tanto Buenos Aires ese día, y con razón las provincias prefieren el 9 de julio, en que se emanciparon de España sin someterse a Buenos Aires (...). Para Buenos Aires, Mayo significa independencia de España y predominio sobre la provincias (...). Para las provincias, Mayo significa separación de España, sometimiento a Buenos Aires; reforma del coloniaje, no su abolición” (Escritos póstumos, tomo V, p. 108).

Otro aspecto que deseo destacar (y cuya vigencia se ha tornado más intensa durante estos años) es el cuestionamiento —constante en este libro— de las filosofías de la historia. Alberdi y la generación del 37, y Sarmiento en el deslumbrante Facundo imaginaron nuestro desarrollo histórico (sus condiciones de posibilidad) como una insoslayable integración al espíritu del siglo. Europa era, para ellos, el telos de la Historia, su profundo sentido. Estar al margen de ese sentido era no existir. Hoy, esta interpretación ha sido hondamente cuestionada. Se valoran los sentidos laterales. Gianni Vattimo (si bien advierte que “la hermenéutica corre el riesgo de parecer una mera teoría de la multiplicación de los esquemas conceptuales”) escribe: “Pero, a diferencia del historicismo metafísico del siglo XIX (Hegel, Comte, Marx), la hermenéutica no piensa que el sentido de la historia sea un ‘hecho’ que hay que llegar a reconocer, a favorecer y a aceptar (todavía como ultima instancia metafísica )”; por el contrario —advierte, y atención a esto— “el hilo conductor de la historia aparece o se da sólo al interior de un acto interpretativo que adquiere validez en el diálogo con otras interpretaciones” (Hermenéutica y racionalidad, Grupo Editorial Norma, p. 160).

En mi novela La astucia de la Razón hay un pasaje que debería tal vez figurar en este libro: un diálogo ficcional entre Marx y Felipe Varela. Es un diálogo entre interpretaciones de la Historia. Un preciso acto interpretativo tal como lo propone Vattimo, porque surge de interpretaciones diferenciadas que se oponen pero se enriquecen. Marx le exhibe a Varela la necesariedad de los hechos históricos. En esa necesariedad Varela encuentra su condena, la crónica de su anunciada muerte histórica. Le propone entonces a Marx la posibilidad de un sentido lateral de existir lateralmente al desarrollo de la razón occidental. En esta propuesta el sufrido caudillo catamarqueño se unía a Nietzsche y a Heidegger: ponía, como ellos, en tela de juicio el concepto de superación, la lógica del desarrollo típica de la racionalidad europea. No tenía, claro, una alternativa. Pero ni Nietzsche ni Heidegger buscaron una alternativa. Seamos precisos: no la buscaron como alternativa superadora, ya que esto hubiera implicado caer en el esquema de la lógica de la superación que, justamente, impugnaban. Así, todos quienes en el siglo XIX se enfrentaron a la política eurocentrista de Buenos Aires, que pretendía encarnar el sentido de los hechos históricos, propusieron (posiblemente sin la conciencia de sí de ese acto) una poética de la Historia y no una epistemología. Buscaron quebrar el punto de vista único, buscaron las historias diferenciadas, la riqueza de las pluralidades, su multiplicación. La derrota de ese intento está conceptualmente narrada en este libro.

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