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Jose Pablo Feinmann - La condición argentina

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Jose Pablo Feinmann La condición argentina

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La condición argentina

José Pablo Feinmann

Feinmann, José Pablo

La condición argentina / José Pablo Feinmann. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Planeta, 2017.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga
ISBN 978-950-49-5974-8

1. Ensayo Político. I. Título.

CDD 320

© 2017, José Pablo Feinmann

Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Diseño de interior: Verónica Feinmann

Todos los derechos reservados

© 2017, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Publicado bajo el sello Emecé®
Independencia 1682, (1100) C.A.B.A.
www.editorialplaneta.com.ar

Primera edición en formato digital: julio de 2017

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-5974-8

Lanusse contra la Junta Militar

El 13 de mayo de 1985, el teniente general Lanusse se presentó a dar testimonio en el Juicio a las Juntas de la sombría dictadura que se instaló en 1976 con el apoyo total del establishment, de las clases medias y con la complicidad, el silencio o la aceptación pasiva de toda la prensa del país. Lo que dijo en esa oportunidad está olvidado. Nadie lo cita. No ha tenido relevancia. Y es de lamentar, sobre todo, que sea ignorado por las nuevas generaciones de oficiales de un Ejército que —es nuestra opinión y, creemos, se desprenderá de los dichos de Lanusse— él se negó, con fuertes razones, a hundir en el lodo en que lo hundieron los que aplicaron en nuestro país las crueles doctrinas de contrainsurgencia que el ejército francés había elaborado a partir de sus experiencias (fracasadas) en Indochina y Argelia.

Para quienes en 1976 y 1977 estábamos en el país sometidos a una incertidumbre lacerante acerca de nuestras vidas, la noticia (cuidadosamente pasada, susurrada de boca en boca) que se dio sobre la actuación de Lanusse durante ese tiempo fue alentadora. Ya a mediados de 1976 nos llegó la siguiente versión: Lanusse se había entrevistado con Videla y le había hecho saber su oposición a lo que estaba ocurriendo, al método con que los militares de la doctrina francesa de contrainsurgencia (me permitiré llamarlos así) estaban actuando. «Basta de secuestros, general», le habría dicho a Videla. «Detenciones, pero no secuestros». Sólo esa frase nos llegó y es difícil olvidarla. Fue, durante un tiempo, lo único que tuvimos. Muchos no nos podíamos ir del país (no importa analizar aquí los motivos) y nos reuníamos con cierta frecuencia para evaluar la situación de la seguridad. Esta palabra (tan de moda en estos días, otra vez) no se refería a la seguridad de la que hoy se habla. No la había lanzado a la escena política una diva de la farándula, ni había sido recibida clamorosamente por los medios. No, hoy los medios buscan por ese camino (ya ensayado con el célebre y patético cuasi ingeniero Blumberg) abrir un frente de ataque a un gobierno al que se le abren sin cesar esos frentes. Se pasa de uno a otro. Antonini, «el campo», la seguridad, las instituciones, el republicanismo, etc. En fin, es un dato de los tiempos. Nadie, ninguna persona, ningún medio reclamaba por la «seguridad» durante esos años.

La mayoría, no obstante, tenía miedo, no se sentía segura. Creyeron que la Junta Militar había llegado para acabar con los subversivos y —limpio el país de ese problema— harían algunas obras de infraestructura (como el célebre Chocón-Cerros Colorados de Onganía) y luego se irían, como siempre, mal o bien, lo habían hecho. No fue así. Estos militares habían llegado para quedarse y los que desaparecían no eran sólo subversivos, a veces no se sabía por qué alguien desaparecía. Subversivo podía ser cualquiera. Se vivieron dos terribles años de terror. En el país existía la pena de muerte. Ese sueño que muchos hoy exigen. Pero era una pena secreta, clandestina. En Córdoba, en el lago San Roque, los buenos vecinos descubrían aterrorizados decenas de cadáveres que flotaban en su lecho: nadie sabía quiénes habían sido, qué habían hecho, por qué merecían una muerte tan cruel, tan anónima. Frente a mi casa había un almacén, lo atendía un español con aire de cansado o aburrido. Cierto día, con terror, me contó algo que le habían, a su vez, contado: en Avellaneda había aparecido un camión frigorífico que no llevaba reses, sino, colgados de los ganchos, jóvenes desnudos, casi desangrados. Él, que no era joven y sólo había atendido su pequeño negocio a lo largo de los años, se sentía ahora inseguro, desprotegido en una jungla de muerte.

En el último número de la revista Barcelona aparecen, en la tapa, los personajes de la farándula que han reclamado durante estos días la pena de muerte para fortalecer la seguridad de los ciudadanos. Los farándulos se ven como monstruos sedientos de sangre, alguno lleva un hacha, otro un puñal, otra una metralleta, no recuerdo qué lleva la diva, acaso tiene a su cargo la conducción del tropel exterminador. Si uno da vuelta la revista, la contratapa lo sacude. A mí, al menos, me estremeció como pocas cosas podrían hoy conseguirlo. Ahí están Videla y Massera y se lee: «24 de marzo de 1976, Día de la Inseguridad Nacional». Ese día, es cierto, fue el del inicio incontenible de la Inseguridad Nacional. De la terrible inseguridad que duraría desde 1976 hasta 1983. Inmersos en ella vivíamos.

Así, nos llega un día la frase de Lanusse: «Detenciones, no secuestros». También supimos que lo habían arrestado y que no era la primera vez. Lanusse (militar no exento de sombras, de errores o de culpas) había sido, hacia fines de 1973, absuelto por la militancia de la Jotapé. Ante la evidente predilección del general Perón por la derecha del movimiento, ante la publicación en el diario La Opinión de un documento reservado de increíble agresividad, una clara declaración de guerra y exterminio a la «infiltración marxista en el peronismo», aparecieron en muchas paredes de Buenos Aires y el interior pintadas que decían: «Volvé, Lanusse, te perdonamos». La elección de Perón sólo podía ser la de la represión clandestina. El Ejército jamás le haría ese trabajo. Habría sido risible. «¿Cómo, nos toma por idiotas? Usted llegó al gobierno respaldándolos sin cesar, santificando todo lo que hacían y, ahora que tiene problemas con ellos, ¿nos pide a nosotros que se los solucionemos? Hágase cargo del monstruo que usted creó, Perón». Lanusse, en cambio, habría tenido el Ejército. Y el Ejército de Lanusse no habría sido clandestino ni sanguinario como la Triple A ni como el Ejército de Videla. La tortura, el asesinato masivo, los campos de concentración requieren de la clandestinidad. Los procedimientos «a la luz del día» los eliminan en un grado tan considerable que (ante el triunfo de las guerras de tortura y exterminio: Irak, por ejemplo) han concluido por ser juzgados inocuos, poco efectivos.

En el Juicio a las Juntas, el abogado defensor le pregunta a Lanusse cuál considera él que habría sido, comparándolos, el plan más efectivo para derrotar a la guerrilla: ¿el suyo o el del general Videla? Una intervención de Gil Lavedra impide la respuesta de Lanusse. Pero ya veremos que habría sido la siguiente: «No estoy dispuesto a enlodar el honor de mi Ejército por conseguir eso que usted llama una mayor efectividad en la lucha contra la guerrilla». Porque Lanusse quería a su Ejército. Incluso llegaba a considerarlo suyo. «Mi Ejército», decía. Fue precisamente ese amor al oficio de militar, al oficio que había elegido en su vida, el que lo llevó a cuestionar a la Junta que, según él (¡y vaya si tenía razón!), lo estaba manchando de sangre, educando a los nuevos oficiales (que veían noche a noche salir a los «oficiales ejecutores» con capuchas) para formar parte de una concepción «ilegal», «clandestina», de la lucha que un Ejército debe sostener, sea cual fuere la situación en que lo haga, o el enemigo que tenga enfrente.

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