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Nathaniel Hawthorne - Diarios en la vieja rectoría (1842-1843)

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Nathaniel Hawthorne Diarios en la vieja rectoría (1842-1843)

Diarios en la vieja rectoría (1842-1843): resumen, descripción y anotación

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Índice

Diarios en la vieja rectoría
(1842-1843)
Introducción
La habitación encantada

Cuanto más siento, más necesaria

me parece la reserva.

Una Hawthorne

En segundo lugar la habitación 4 de octubre de 1840 Hay quien dice que - photo 3

En segundo lugar, la habitación (4 de octubre de 1840):

Hay quien dice que esta habitación está encantada, pues miles y miles de visiones se han aparecido ante mí, y algunas de ellas se han hecho visibles para el mundo. Si alguna vez alguien escribe mi biografía, debería hacer buena mención de esta habitación al recordarme, pues muchos años de solitaria juventud los perdí aquí, y aquí se vieron forjados mi pensamiento y mi carácter; y aquí sentí felicidad y esperanza, y aquí he sufrido el mayor abatimiento. Y aquí me sentaba durante mucho, mucho tiempo, esperando pacientemente que el mundo supiera de mí, y a veces preguntándome por qué no me conocía ya, o si alguna vez llegaría a conocerme, al menos antes de ocupar mi tumba.

Movimiento inquietante: comenzábamos la visita en una habitación y hemos hecho un viaje completo que termina en la tumba. Sin embargo, desde las visiones encantadas de la primera frase hasta las sombras que se intuyen más allá del último punto hay algo que, de manera sigilosa, se ha dejado sentir: la habitación como una entidad autosuficiente y monstruosa, sin puertas ni ventanas, celosa del inquilino al que acoge, replegada en sí misma.

Se diría que, para Hawthorne, toda habitación es una tumba.

Entonces, ¿todo ocupante es un fantasma?

Las casas son viajes de doble dirección.

Por un lado, asoman a un mundo en el que se despliega libremente la dimensión del tiempo. La tierra varía en color y densidad durante las estaciones que la arropan y que la desarropan, o deja caer una montaña, o se ve acordonada por una ciudadela reptante que un día descansará bajo arroyos y árboles, convertida en memoria y en imagen de nuestro propio destino. Y tampoco el cielo es siempre el mismo: está el tránsito de las nubes y de las constelaciones. Pero las casas que se abren a todas estas figuraciones —astros, montes, castillos— lo hacen también a su propio interior: el tiempo ahí da saltos abruptos, discurre en mobiliarios, vestuarios, maneras de arrojar luz. Así es como el espacio se ordena y desordena, transcurre, se hace tiempo: escapándose hacia el continuado fluir de un lado de la ventana, o sumiéndose en largos estados de parálisis en el otro, encallando en la profusión de los objetos hasta la siguiente transformación.

El hombre, fuera, también se hace tiempo: para él, que fluye con las cosas, la casa es un estado entre instantes, el lugar que no cambia entre lo cambiante. Dentro, el hombre y las cosas se sienten como reiteraciones, siempre los mismos entre lo que ocupa un espacio fijo, discurriendo en achaques, crujidos de madera, relojes a los que otra vez es preciso dar cuerda. Por eso el hombre prefiere recogerse en el interior, donde nada transcurre. Dentro de la total quietud, parece limitado a ser el gesto actuante de la casa pensante, un sueño de la penumbra y del polvo suspendido, y solo se percata de ser otro —menos ligero, más curvo— allí donde el fortuito espejo o el vidrio iluminado recogen a su paso algo más que una sombra.

Cuando vuelve a subir las poleas del reloj, es la casa entera quien siente un detenimiento, y le hace subir las poleas del reloj. Cuando arregla un grifo que gotea, es la casa entera la que se rompe gota a gota, y le hace arreglar el grifo que gotea. No otra cosa sucede cuando cierra la puerta. También cuando se sienta ante el escritorio y se pone a escribir. Es la casa la que le dice: todo tu mundo soy yo.

¿Recordamos lo que escribía Hawthorne, en El retrato de Edward Randolph (1837)?:

En el transcurso de las generaciones, cuando mucha gente ha vivido y ha muerto en una casa antigua, el silbar del viento en las ranuras, y el crujido de sus vigas y traviesas, se parecen extrañamente a los tonos de la voz humana.

Voz que conversa con nosotros, voz que ordena, voz que es la de uno y la de muchos. ¿Qué multitud se esconde en los retratos suspendidos, en las piezas decorativas, en esta organizada dispersión de los objetos?

La casa aquí es el mundo. Aquí, lo contrario del mundo es una casa.

Nathaniel Hawthorne nació «en el vigésimo octavo aniversario de la independencia americana» en Salem, Massachusetts, en la misma casa en que habían vivido tres generaciones de Hathornes y al menos nueve de sus parientes. Estaba situada cerca del embarcadero, en Union Street, a una manzana, en dirección oeste, de Herbert Street (donde cinco años más tarde, en 1809, nacería su futura esposa, Sophia Amelia Peabody) y en la intersección de las calles Essex y Derby, que constituían los flancos de un bonito jardín donde la hermana mayor de Nathaniel, Elizabeth (Ebe, «una chiquilla muy brillante, posiblemente un genio»), solía jugar con la hermana mayor de Sophia, también llamada Elizabeth. Un bisabuelo de Nathaniel, Jonathan Phelps (1708-1800), herrero de profesión, había comprado la casa en 1745 a un tal Joshua Pickman; la abuela de Nathaniel, Rachel Phelps (1734-1813), vivió en ella desde los once años hasta su muerte. La casa ya era patrimonio familiar de los Hathorne desde que en 1772 fue adquirida por el abuelo de Nathaniel, Daniel Hathorne (1731-1796), capitán y corsario en tiempos de la Revolución, posiblemente a cambio de «un viejo dominio que la familia poseía en otra parte de la ciudad, y que le había pertenecido desde su asentamiento en el país», según recordaba Nathaniel en un artículo autobiográfico publicado en la revista The National Review (1853).

William Hathorne (1606-1681), que emigró desde Wiltshire en 1630 para cruzar el Atlántico a bordo del Arbella —y que, al igual que los otros seiscientos pasajeros del barco, tuvo que dejar de lado toda costumbre civilizada, todo sueño reparador en una cama, toda higiene personal, durante setenta y cinco días de dura travesía—, fue el fundador de la rama americana de la familia. Era un hombre bien educado, bastante fanático y bastante brutal. Solía llevar un volumen de la Arcadia de Sidney en una mano, un látigo en la otra, y la Biblia entre ceja y ceja. Aunque aquella tierra no era aún su tierra, decidió salvar a los buenos puritanos de Nueva Inglaterra de los terribles quietistas cuáqueros a base de torturas y latigazos, y azotaba a los adúlteros y los blasfemos, casi siempre tras maniatarlos a un árbol, «hasta que la espalda se les convertía en gelatina». De su unión con una mujer llamada Anne Smith nació en 1641 el pequeño John Hathorne (m. 1717), el quinto de ocho hermanos, que con el tiempo demostró ser un buen aprendiz: magistrado en Salem durante los juicios por brujería de 1692, colgó a más de cien mujeres en el promontorio conocido como Gallows Hill, la colina de la horca —«¿No hay un negro susurrándote cosas al oído, y diablos a tu alrededor?»—, pero se las arregló para escapar con vida a sus maldiciones, no como otros, su amigo el reverendo Nicholas Noyes por ejemplo, que se vio confrontado de este modo por una de las sentenciadas a la horca, la anciana Sarah Good: «¡Soy tan bruja como tú hechicero, y, si me condenas a morir, Dios te hará tragar sangre!». Noyes, un «conversador delicioso, sano y lozano», murió, de hecho, ahogado en su propia sangre, en un portentoso ataque de tos que le arrancó horriblemente de este mundo escupiendo los pulmones, después de ver patalear en el cadalso a la pobre señora Good.

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