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Maurizio Ferraris - La imbecilidad es cosa seria

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Maurizio Ferraris La imbecilidad es cosa seria
  • Libro:
    La imbecilidad es cosa seria
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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La imbecilidad es cosa seria: resumen, descripción y anotación

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A mitad de camino entre dos perfecciones —la animal en cuanto instintiva, natural, y la del superhombre nietzscheano o la propia de la divinidad—, el hombre recibe con su naturaleza la inteligencia que lo distingue como especie, pero también, al mismo tiempo, la cruz de esa misma moneda: la convivencia con la posibilidad de juzgar y decidir, y consiguientemente de cometer imbecilidades, como demuestra con gran ironía el autor mediante múltiples ejemplos que van de los personajes más vulgares de la sociedad a eminentes figuras del pensamiento y la creatividad artística.
Este ser necesitado de apoyo («in-baculo») depende de las armas de la técnica, de la cultura, del arte y de la ciencia para enfrentarse al mundo, pero estas, si bien suplen sus carencias, dejan asimismo al desnudo el clamor de sus imperfecciones.
Aun en el filo del abismo —un imbécil reflexionando sobre la imbecilidad y otros imbéciles—, el prestigioso filósofo Maurizio Ferraris reivindica en este libro singular la necesidad de volver sobre este rasgo esencial, que no accidental, de todo ser humano.

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Epílogo
Fenomenología del espíritu

Catón, nos cuenta Cicerón. La risa de Mario ante el Caballero Cebolla es la única solución de la aporía a la que conducía la dialéctica de la imbecilidad.

Precisamente en torno a este tema me gustaría centrar el epílogo de esta rapsodia. Hasta ahora, y con éxito variado, se ha practicado la filosofía a modo de fenomenologías del espíritu en el sentido de Phänomenologie des Geistes. Ha llegado la hora de una Phänomenologie des Witzes, paralela a aquella, pero tal vez no menos instructiva, que describa las posiciones del espíritu en relación con la siempre inminente posibilidad de la imbecilidad y de su consecuencia natural, el ridículo.

Certeza sensible: el sentido del ridículo

Solo uno podía reírse mientras Derossi hablaba de los funerales del rey, y Franti se rio. Lo detesto. Es malo. Cuando viene un padre a la escuela a dejar en ridículo a su hijo, disfruta; cuando alguien llora, él se ríe. Tiembla ante Garrone y le pega al albañilito porque es pequeño; atormenta a Crossi porque tiene un brazo muerto; escarnece a Precossi, a quien todos respetan; y hasta se burla de Robetti, el de segundo, que anda con muletas por haber salvado a un niño.

Solo ríe quien no sabe, parece haber dicho Brecht, y es posible que (él o cualquier otro en su lugar) tenga razón, ya sea por la abundancia de risa en la boca de los estúpidos, ya porque ni siquiera la persona más inteligente podría decirnos, en profundidad, por qué algo o alguien le da risa. Sin embargo, aun sin saber (y obviamente ignorando las sutilezas metafísicas de la imbecilidad, que hemos explorado mínima e insuficientemente), ríe. La carcajada, repito, puede muy bien ser señal de imbecilidad. El espíritu puede ser inconsistente y hacer reír a los ingenuos, puede manifestar malestar, incomprensión, miedo, agresividad.

Pero también es cierto que la falta del sentido del ridículo se considera, y no sin razón, circunstancia suficiente para definir a un ser humano como imbécil. Pero, ciertamente, también es posible reír como un imbécil, y la risa puede manifestar cosas distintas del sentido del ridículo, ante todo enseñar los dientes antes del ataque. El sentido del ridículo, por tanto, es la condición necesaria, pero no suficiente, de una fenomenología del espíritu como salida, si bien aporética, de la imbecilidad.

«Sentido», decía Hegel, es una palabra maravillosa, porque denota la inmediatez sensible e irreflexiva y, al mismo tiempo, el significado, el concepto, el fin. Esto vale ante todo para el sentido del ridículo, que nos señala el punto de partida, el equivalente de la certeza sensible de la Phänomenologie des Geistes. Es la impresión inmediata del ridículo que provocan personas, cosas o situaciones a las que espontáneamente se atribuye la característica de la imbecilidad.

Pero al mismo tiempo es exactamente la mancha ciega de una dialéctica inquieta, más al modo de Kojève que de Hegel. La dialéctica de la imbecilidad, hemos visto, es una dialéctica negativa que conduce a la siguiente aporía: es verdad que la imbecilidad es el motor fáustico de todo progreso humano, pero también es cierto que el resultado indefectible de este progreso consiste en revelaciones siempre nuevas de la imbecilidad. La dialéctica no conduce a una composición armónica, que quizá se dé en los libros, y está bien que así sea, pero en el mundo real no hay cornudo (para quedarnos con el menor de los males) al que le sirva de consuelo que su excónyuge haya impulsado con su nueva pareja una iniciativa plena de méritos. Para el individuo no hay composición posible, sino solo aporía.

Sin embargo, es precisamente en este punto donde se desarrolla un sentimiento de lo contrario cuyo resultado es justamente la risa. Cuando uno se ríe suena una llamada profunda y verdadera a no llorar y, en el fondo, se ríe únicamente de la imbecilidad, de la debilidad humana. Si hasta el cristianísimo Manzoni se burla con indulgencia del optimismo político-social de Renzo Tramaglino. Es una superioridad, un осмраненuе, un movimiento del caballo, tal vez cruel, pero justo.

Conciencia: los imbéciles son los otros

De nosotros mismos, atención, nos lamentamos mucho más de lo que nos reímos. El objeto de la risa son los otros: el hombre que se cae de Bergson, la señora emperejilada de Pirandello. Uno se ríe porque tiene conciencia, aunque sea confusa, de la imbecilidad y sus manifestaciones, empezando por el absurdo. ¿Por qué estallar con voix égophonique en un «¡El duce es un genio!»?. Vaya uno a saber. O, mejor, es hasta demasiado claro: it’s the imbecility, stupid. Que la risa es la reacción espontánea ante estos enormes absurdos queda demostrado por el hecho de que El gran dictador, de Chaplin, y luego Bananas, de Woody Allen (por no hablar de Rebelión en la granja), provocan la risa refiriéndose precisamente al totalitarismo, y el totalitarismo se explica particularmente bien mediante la comicidad (Ubú rey, etc.).

Luego están los que se creen más listos que los demás y son unos imbéciles. El general y lord Garnet Wolseley, probablemente uno de los peores generales de la historia (a quien se debe, en particular, la fácilmente evitable caída de Jartum y la masacre que le siguió), no dudaba en calificar a Gladstone de «imbécil».

La primera toma de conciencia, y la primera carcajada, se orientan al mundo exterior. Imbéciles son los otros, de quienes nos reímos en petit comité, o es el otro, triste, solitario y final, de quien la risa se da en compañía o en masa. Pero esto debería llamar a la reflexión sobre los límites de esta conciencia, que no es solamente la que mueve a reírse del gran dictador, sino también la que ríe sus chistes y tal vez organiza pogromos. Sobre todo, por imbéciles que sean los demás, ¿estamos seguros de que, así y todo, no son mejores que nosotros?

Lo hemos visto: la imbecilidad no excluye el genio. Por ejemplo, no tenemos idea de lo imbécil que podía ser la aspiración de Scott Fitzgerald a convertirse en quarterback del equipo de béisbol de Princeton. Es cierto que el primer crack-up, la primera grieta, es la base de una serie de golpes de genio que alcanza su culminación justamente en el relato del crack-up, del hundimiento final, que con razón se ha considerado el punto más elevado de su literatura, que concibe su propia vida como «la historia póstuma de un plato roto» (a cracked plate’s further history). A la inversa, ha habido un momento, al comienzo de la Recherche, cuando Odette se hacía llamar Miss Sacripant, en que el sublime Elstir se hacía llamar Monsieur Biche y era un perfecto imbécil. Es verdad que la imbecilidad es un destino que nos espera al final, y que (como ya he recordado) hasta el hombre más inteligente, Charlus, puede convertirse en un autómata que repite los nombres de los amigos fallecidos.

Pero también es cierto que la imbecilidad es el origen mismo. Todos hemos sido una bestia viquiana y luego imperfectos, incompletos, imbéciles que hemos cometido errores de los que nos avergonzamos aún hoy. En parte seguimos siéndolo, pero —y esta es la buena noticia— en parte ya no. Tanto en el imbécil que nos es exterior como en la presencia inmanente de la grieta, del crack-up, sentimos al imbécil en nosotros, mientras que la cultura es un gran dique construido para contener ese inmenso mar de imbecilidad que es el género humano. La verdadera palingenesia es más bien la concepción de la civilización que ha formulado el imbécil de retorno que es Baudelaire. La verdadera civilización no consiste en el gas, ni en el vapor, ni siquiera en las sesiones espiritistas, sino en la cancelación de las huellas del pecado original.

Pero no es necesario creer en la resurrección de la carne para comprender esta cuestión, pues la resurrección del espíritu, la cultura, es el intento infinito de aliviar la grieta, de cancelar las huellas de la imbecilidad, y el milagro está en que a veces eso se consigue y que hay efectivamente algo así como un progreso del espíritu humano, aun cuando sea por oposición o por azar. Tras reírse de los otros viene la sospecha de que, en lugar de afectar superioridad, vale más la pena reconocer, con Baudelaire, que «afanan nuestras almas, nuestros cuerpos socavan / la mezquindad, la culpa, la estulticia, el error». Tras la certeza sensible («río») y la conciencia («me río de algo o de alguien»), es preciso agregar la autoconciencia: lo risible podría ser yo, sea para mí mismo (raramente), sea para los otros (en la mayoría de los casos).

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