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Carlos Gil Andrés - Piedralén

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Carlos Gil Andrés Piedralén

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¿Qué huella deja la vida de un hombre corriente? ¿Qué rastro queda en los archivos de la existencia de un campesino anónimo? Un suceso extraordinario, un sumario militar por deserción en la Guerra de Cuba, abre un relato que reconstruye la biografía de un pequeño agricultor de un pueblo riojano, Cervera del Río Alhama, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, entre el Desastre del 98 y los primeros años del franquismo, con la tragedia de la Guerra Civil como telón de fondo.

En los márgenes de la biografía, este libro aborda dos de las cuestiones centrales del novecientos, la barbarie de la guerra y el declive del mundo rural tradicional. Además, el autor se sirve de los hechos para encarar un asunto delicado y trascendente: las complejas relaciones que existen entre las estructuras históricas, los acontecimientos y los sujetos individuales. Estamos, pues, no sólo frente a un texto de historia que arroja luz sobre un período y unos acontecimientos desde una perspectiva y una voz diferentes, sino ante una fascinante y original exploración sobre el espacio que ocupa la acción humana.

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CAPÍTULO I
EL HALLAZGO DEL SUMARIO

A l caer al suelo, con un ruido grave y seco, el legajo levantó el polvo de alrededor, un polvo acumulado por décadas de abandono y de silencio. Esta vez la historia del manuscrito encontrado era cierta, no se trataba de una excusa del narrador para comenzar el relato. La cuerda que ataba el sumario por el centro apenas dejaba leer las líneas escritas en la portada, con los bordes rotos y comidos por la humedad y el paso del tiempo: «Plaza de Manzanillo. Año de 1897. Regimiento de Infantería Isabel la Católica número 75. Segundo Batallón. Expediente judicial contra los soldados reservistas de este Regimiento Pedro Caballero Vidorreta y Manuel María Giménez Sainz, por la falta grave de Deserción. Sucedió el hecho el 11 de agosto de 1895. Dio principio el 24 de octubre de 1895».

Justo un siglo más tarde. Era una mañana fría y gris de finales de octubre de 1995. Llevaba varios días en el Archivo del Gobierno Militar de La Rioja buscando causas abiertas contra paisanos por delitos relacionados con el orden público. A finales del siglo XIX, y durante buena parte del XX, la jurisdicción ordinaria se inhibía ante cualquier maltrato de obra o de palabra de un civil a un agente del orden, desde la resistencia individual de una mujer al embargo de sus bienes, pasando por un motín por la carestía del pan hasta una insurrección armada de carácter revolucionario. La militarización de las fuerzas de orden y el abuso de los estados de excepción decretados por los sucesivos gobiernos dejaban en manos de los jueces castrenses un gran número de delitos que quedaban fuera de la justicia ordinaria.

Después de escribir la tesina de licenciatura sobre las protestas populares en La Rioja, en torno a la crisis del 98, estaba ampliando la investigación para abordar en la tesis doctoral el largo aliento de los conflictos sociales ocurridos en una pequeña provincia del interior peninsular, como la riojana, desde las décadas finales del siglo XIX hasta las vísperas de la Guerra Civil. Pretendía cuestionar el tópico de una sociedad rural arcaica, desmovilizada y apolítica, ajena a los cambios sociales del primer tercio del siglo XX; rebatir la imagen de un campesinado pasivo e ignorante, resignado a su suerte, que apenas expresaba su malestar y que, cuando lo hacía de manera abierta, obedecía a los impulsos del hambre, la ira o la desesperación.

El Archivo era más bien un depósito desordenado de legajos, amontonados en los pasillos y las estancias de dos pabellones militares construidos al fondo del patio trasero del Gobierno Militar. No había un catálogo, ni un inventario, ni una disposición más o menos ordenada de los fondos. Y tampoco era sencilla la entrada. Hacían falta dos permisos, uno de la Capitanía General de Burgos y otro del juez encargado del Tribunal Militar Territorial Cuarto de la Región Noroeste, con sede en La Coruña. Por lo que supe más tarde, no a todo el mundo se los concedían. Mis autorizaciones llegaron en junio de 1993, justo cuando regresaba de Zaragoza después de terminar los cursos de doctorado. En el otoño visité por primera vez el Archivo, pero apenas fueron cinco días de trabajo, el tiempo preciso para buscar, sin mucho detenimiento, las causas militares relacionadas con los motines populares de fin de siglo. Dos años más tarde, en el otoño de 1995, regresaba para una estancia más larga y concienzuda, tres semanas dedicadas a copiar, a marchas forzadas, las páginas que me parecían más significativas de cada sumario.

Las posibilidades de esa fuente histórica, las causas militares, eran inmensas. Acostumbrado a los comentarios indirectos de las actas municipales, pequeñas reseñas aparecidas en la prensa regional o datos escuetos en los libros de sentencias del Archivo Histórico Provincial, tenía ante mis ojos las causas enteras, desde las diligencias iniciales y las declaraciones de procesados y testigos, pasando por certificados de conducta, pruebas testificales, planos detallados, cartas personales, informes de la Guardia Civil y declaraciones de alcaldes hasta los últimos trámites del consejo de guerra. Una gran cantidad de información que iluminaba, gracias al momento excepcional de la protesta, la oscuridad que normalmente rodeaba la vida diaria de los sectores populares de la población, marginados, primero, por el sistema político de la época y, después, por el silenció de los documentos conservados. Las vidas anónimas de la gente corriente escapan a los registros históricos. El empeño de sus días no deja apenas evidencias en los archivos, hay pocos rastros escritos de aquellos que nunca aparecieron en la prensa ni ocuparon puestos oficiales. Todo lo más un número en una estadística de población, una línea en un catastro, una breve referencia en una lista cobratoria o en un censo electoral. Por eso, la documentación generada por un acontecimiento extraordinario, como un motín, una huelga o un enfrentamiento armado, proporciona una gran cantidad de indicios, evidencias y testimonios de aquellos que, en un momento determinado, se pusieron al otro lado del orden social establecido, en contra de la norma común, para mostrar en público su malestar. Su rebelión permite, como decía Thompson, ampliar la zona de luz del hecho excepcional hacia la penumbra de la vida cotidiana, tirar de los cabos sueltos que salen a la superficie para conocer mejor los problemas de su existencia, la manera en la que los actores se enfrentan a ellos, las ideas, actitudes, identidades, experiencias y valores que conforman la imagen que tienen de la sociedad que les ha tocado vivir. Su lugar en el mundo.

Primera página del sumario militar por deserción Expediente Judicial contra - photo 1

Primera página del sumario militar por deserción (Expediente Judicial contra los soldados reservistas Pedro Caballero Vidaurreta y Manuel María Giménez Sainz por la falta grave de deserción, 1895, Archivo Intermedio de la Región Militar Noroeste de Ferrol)

El mío en el Archivo era un cuarto semivacío de uno de los pabellones militares. Allí había llevado una pequeña fotocopiadora, varios paquetes de folios y un flexo traído de casa. Por los cristales rotos de la ventana elevada pasaba más el aire frío del invierno cercano que la luz natural. Sobre una mesa vieja y algo destartalada iba ojeando los legajos que, a juzgar por el contenido de la portada, pensaba que podían tener algún interés. Sin una escalera cercana, tenía que trepar por las estanterías metálicas para alcanzar con una mano los que estaban situados a mayor altura y arrojarlos desde allí al suelo. No estaban guardados en cajas, sólo atados por cuerdas gruesas. El que ahora tenía sobre la mesa, el expediente por deserción contra dos soldados de la Guerra de Cuba, no era de los más voluminosos. El último folio tenía anotado en el margen el número 213. Estaba fechado en Logroño en octubre de 1900. Entre las manos que ataron el nudo que lo protegía y las mías que lo desenlazaban había pasado casi un siglo de profundos cambios sociales, guerras y vaivenes políticos, la convulsa historia del siglo XX que ahora tocaba a su fin, la época de mayor progreso de la humanidad y, también, la más bárbara y cruenta.

Nunca he sentido la emoción que han vivido otros historiadores al encontrar un documento inédito relevante, el pulso acelerado que imagino al arqueólogo que descubre un hallazgo notable. En mi caso, el trabajo de archivo ha sido un medio para un fin, una labor lenta y muchas veces pesada de recopilación de evidencias y textos para el análisis posterior. Creo, como anotaba Marc Bloch, que la observación pasiva rara vez produce algo fecundo, que los documentos sólo hablan cuando uno sabe interrogarlos y que, más que en los datos concretos y los nombres propios, el interés histórico está en las preguntas que formulamos. Tampoco en esa ocasión mis sensaciones eran diferentes. Tenía curiosidad, eso sí, por el origen del sumario, por los folios escritos por un juez instructor español en una guarnición del Oriente cubano, en medio de la guerra de la independencia. Ese mismo año, en el mes de marzo, había pasado dos semanas de vacaciones en la isla caribeña y aún sentía cercano el aire pesado y húmedo que respiré al bajar del avión, el viaje en el tiempo que imaginé en los paseos por La Habana Vieja y en las excursiones turísticas por el interior del país, desde las vegas de Pinar del Río hasta las calles coloniales de Trinidad. Además, la cercanía del centenario anunciaba libros, exposiciones y congresos sobre el tema. Unas semanas más tarde, a finales de noviembre, iba a participar en uno, organizado por la Universidad Complutense de Madrid, sobre los orígenes y antecedentes de la crisis del 98, con una comunicación acerca de los problemas de la sociedad española en la década de 1890.

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