ADVERTENCIA PRELIMINAR
Este libro es la continuación de la Historia de la Antigüedad de Paul Petit.
Al escribirlo, he pensado especialmente en los estudiantes de primeros cursos de nuestras facultades, que deben enfrentarse no sólo a los amplios programas que les proponemos sino incluso al estudio de materias complementarias que si bien no son obligatorias resultan siempre necesarias. Los límites cronológicos que se establecen, tal vez menos despreciables que otros, son los tradicionales en la enseñanza e investigación de la Historia Medieval tanto en Francia como en el extranjero. Respecto a los límites geográficos, no hay duda de que habría sido necesario superar las fronteras demasiado estrechas de Occidente y tratar el desarrollo de los pueblos lejanos de Asia, África e incluso de América. Sin embargo, en la actualidad estos análisis sólo aparecen en nuestros programas de forma excepcional; es por ello que me he limitado a las dos fracciones de la Cristiandad, la latina y la griega, y a los países musulmanes. La expansión occidental permite estudiar las Cruzadas y con ello los puntos de contacto entre las civilizaciones de los tres mundos. A su vez, la expansión musulmana ofrece la posibilidad de exponer las relaciones con los pueblos asiáticos más lejanos y con el África negra, tema éste que lamento no poder tratar más que desde este punto de vista.
La bibliografía es necesariamente reducida. Al margen de las grandes colecciones ya suficientemente divulgadas, he indicado, para cada uno de los capítulos, las publicaciones más recientes (libros o artículos) de las que me he servido y que modifican o enriquecen nuestros conocimientos tradicionales. No he creído conveniente citar las obras de erudición ni las tesis doctorales, pero he señalado, en el mismo texto, el agradecimiento que debo a los autores mencionados, conocidos ya por los lectores más preparados.
CAPÍTULO PRIMERO
Migraciones y reinos bárbaros en Occidente
(400-720 aprox.)
MAPAS: I, frente a pág. 32 y II, frente a pág. 48.
MIGRACIONES E INVASIONES
A lo largo del siglo V, separadas ya de Oriente, las provincias occidentales del Imperio romano, menos ricas, peor gobernadas, debilitadas por conflictos sociales y dificultades económicas, abandonadas a sus propios recursos y defensas, sufren los repetidos asaltos de los bárbaros procedentes del Este y del Norte. El continuo enfrentamiento, dramático a veces, entre los pueblos romanos y los nuevos invasores provoca lo que algunos autores llamaban la caída del Imperio romano. En realidad, más que una caída parece un largo período de adaptación a un nuevo equilibrio étnico, a nuevas estructuras políticas y sociales. Querer fechar con precisión el fin del Imperio romano y el inicio de la Edad Media responde, sin duda alguna, a un intento de vulgarización o de facilidad pedagógica demasiado superficial: además, es conceder una importancia excesiva a un falso problema y sumirse en discusiones interminables, con frecuencia inútiles.
Por otra parte, no hay que olvidar que estas transformaciones sólo conciernen a Occidente: el Imperio romano oriental se mantiene incólume. Constantinopla sigue siendo la capital de un mundo romano, bilingüe durante largo tiempo, sólidamente vinculado a todas las tradiciones, a la administración de la justicia y a las jerarquías de antaño. Este Imperio bizantino emprende una rápida reconquista de las orillas del mar Tirreno, posteriormente resiste todos los ataques de los nuevos bárbaros de Asia, de los persas y más tarde de los árabes. No sucumbe bajo la presión de los turcos hasta 1453.
Es decir, a pesar de que las invasiones bárbaras de esta época han desempeñado un papel determinante en la evolución del mundo occidental y la desmembración del Imperio, de hecho no constituyen más que un episodio importante, especialmente destacado, de una larga serie de asaltos e infiltraciones de distinto alcance que desde antiguo amenazaban las fronteras del Imperio y habían sido contenidos por los limes; a partir del siglo III, estas amenazas se intensifican y no empezarán a perder virulencia hasta mucho más adelante, al ser vencidos por la encarnizada resistencia de los nuevos reinos e imperios. Toda la historia de Europa está fuertemente marcada por los ataques de pueblos hostiles que, constantemente, reaparecen por las mismas vías. Después de una breve tregua, en tiempo de los primeros carolingios, los escandinavos toman de nuevo, en el siglo IX, las rutas seguidas en los últimos cuatrocientos años por los conquistadores sajones y por los piratas frisios que se dirigían a Inglaterra, a las costas francesas del mar del Norte y del canal de la Mancha. Simultáneamente, en el sur, los musulmanes, como antes los vándalos de Genserico, ocupan el Mediterráneo occidental, las islas y las tierras del trigo. Al este, a pesar de las duras contraofensivas de la cristiandad, las invasiones se suceden casi sin interrupción a lo largo de nuestra Edad Media; a los germanos les suceden en primer lugar los eslavos y los húngaros y, más tarde, todos los pueblos turcos procedentes del Asia central: búlgaros, pechenegos, cumanos y especialmente los mongoles de Gengis Kan hacia 1250, y de Tamerlán en 1404.
Estas incursiones hacia Occidente no son más que un aspecto, el menor sin duda, de las grandes migraciones de jinetes nómadas del Asia central que, en este mismo período, atacan sin tregua al Imperio chino y llegan a imponerle la dinastía mongol de los Yuan desde 1260 a 1368. Así pues, podemos establecer un cierto paralelo entre las dificultades del Imperio romano de Constantinopla o de los reinos cristianos de Occidente y las del mundo chino, entre los limes y posteriormente la defensa más flexible de las ciudades y castillos en Europa y la muralla china. En cierta medida, esas grandes migraciones de pueblos, nómadas en su mayoría, procedentes de las estepas de Europa oriental o de Asia, dirigen el destino del mundo sedentario de Occidente y el de los pueblos del extremo oriental de Asia.
Orígenes de las migraciones
A falta de una información precisa, resulta imposible determinar con claridad las causas de las migraciones: esos pueblos bárbaros están todavía poco estudiados y la interpretación histórica es arriesgada y difícil. En cualquier caso, las migraciones no pueden atribuirse exclusivamente ni a una degradación climática que habría ahuyentado a los pastores de las altas planicies hacia tierras mejores, ni a una expansión demográfica suficientemente dramática, ni tan sólo a unas determinadas estructuras sociales que habrían provocado una emigración de numerosos miembros del clan en busca de mejor suerte. Lo único que resulta evidente es que la extrema movilidad de esos nómadas —ganaderos de las estepas, agricultores establecidos en las artigas de los bosques de Germania o piratas marinos— favorecía las empresas arriesgadas y lejanas. Por otra parte, esta movilidad marcará, durante toda la Edad Media e incluso por más tiempo, nuestros pueblos de Occidente, surgidos de esta mezcolanza étnica.
Para los romanos, los bárbaros son, ante todo, soldados. Con frecuencia se ha atribuido el éxito de las invasiones a una indiscutible superioridad militar: caballería más ligera y rápida, gran habilidad en el entonces difícil arte de forjar armas. En efecto, parece que estos bárbaros combatían de forma muy distinta a la de los romanos: son prueba de ello los arcos de los jinetes hunos que montaban rápidas caballerías, las largas espadas y lanzas de los jinetes vándalos o alamanes o las espadas más cortas de la infantería franca. El mobiliario funerario encontrado en las tumbas de los poblados militares sólo da indicaciones precisas en el caso del armamento de los francos, y aun éste es considerablemente posterior a las primeras invasiones. Las armas encontradas son todas ellas de carácter ofensivo: el hacha de un solo filo —la famosa