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Jacques Thuillier - Teoría general de la historia del arte

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Jacques Thuillier Teoría general de la historia del arte
  • Libro:
    Teoría general de la historia del arte
  • Autor:
  • Editor:
    Fondo de Cultura Económica
  • Genre:
  • Año:
    2008
  • Índice:
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BREVIARIOS del FONDO DE CULTURA ECONÓMICA TEORÍA GENERAL DE LA HISTORIA DEL - photo 1

BREVIARIOS

del

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

TEORÍA GENERAL

DE LA HISTORIA DEL ARTE

Traducción de

RODRIGO GARCÍA DE LA SIENRA PÉREZ

Teoría general de la historia del arte por JACQUES THUILLIER Primera - photo 2

Teoría general

de la historia del arte

por JACQUES THUILLIER

Primera edición en francés 2003 Primera edición en español 2006 Segunda - photo 3

Primera edición en francés, 2003

Primera edición en español, 2006

Segunda reimpresión, 2012

Primera edición electrónica, 2014

Fotografía de portada: Jupiter Images

D. R. © 2003, Odile Jacob

15, rue Soufflot, 75005 París, Francia

Título original: Théorie générale de l’histoire de l’art

D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

Empresa certificada ISO 9001:2008

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Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2057-6 (mobi)

Hecho en México - Made in Mexico

A la memoria de ANDRÉ CHASTEL,

fallecido hace 12 años

y que sin duda habría sido el único en entender

esta necesidad de volver a la evidencia de los fundamentos

ÍNDICE

PRÓLOGO

André Chastel escribió una vez esta frase severa: “La historia del arte se encuentra (hoy en día) frente al hecho irritante, pero irrefutable, de ser ampliamente responsable de su objeto”. En aquel entonces, él era joven todavía. Más tarde yo tuve la ocasión de retomar, en su presencia y frente a un público numeroso, esa frase que tanto me ha llamado la atención, y él no renegó de ella, pues había guiado toda su carrera de historiador del arte, la cual no se limitaba a sus libros y a sus cursos, sino que se complementaba con una incesante acción de defensa del patrimonio francés e internacional. La fundación y la consiguiente extensión a toda Francia del Inventario de las Riquezas del Arte, lo mismo que la reorganización del Comité Internacional de Historia del Arte, con sus coloquios y congresos casi anuales, ocuparon una parte considerable de su tiempo. Algunas iniciativas sólo tuvieron un éxito a medias, y así el castillo de Gaillon no ha podido recuperar su brillo de antaño; otras más, como la conservación de Les Halles de París, fueron claros fracasos, aunque la batalla que se suscitó había de salvar todo aquello que Francia conservaba aún de arquitectura en hierro. Contrariamente a la mayoría de sus colegas estadunidenses o alemanes, André Chastel jamás estimó que su tarea se limitara a la especulación y a la glosa: él se consideraba, se sentía responsable de la obra de arte.

No debemos imaginar que se trata de una simple responsabilidad moral, puesto que la existencia misma de la obra de arte está en juego. Y esta peculiaridad proviene de su naturaleza misma. La opinión de un historiador del derecho o de la economía puede modificar la manera en la que se interpretan los hechos, pero de algún modo su discurso se mantiene en el interior de la glosa. El historiador de la literatura no tiene que preocuparse de aquello que constituye el objeto de su estudio; sus comentarios y su silencio mismo no cambiarán mayormente el texto de la novela o del poema: los libros esperarán en los estantes. Tampoco el músico o el historiador de la música son responsables de un concierto de Bach. Sólo el músico puede dar una forma sensible a una pieza y, por lo tanto, posee los derechos y los deberes del intérprete, pero en sí misma la partitura no cambia. Por lo contrario, desde su nacimiento, la obra de arte está condenada a desaparecer.

En efecto, la obra de arte es material por naturaleza. La piedra se desmorona, el bronce se oxida o se desgasta, la pintura se cae por escamas, la luz corroe el dibujo junto con el papel. A esta destrucción, por así decir programada, se agregan los accidentes, los incendios, las guerras y las diferentes iconoclasias. De la inmensa cantidad de obras de 12

arte producidas por la humanidad sólo queda una ínfima porción. Y las obras que han sobrevivido no han podido ser salvadas sino por el historiador, quien, al designar su sentido e importancia, ha mantenido alrededor de ellas un resplandor siempre presto a extinguirse. ¿Cuántas obras habrían llegado hasta nosotros si no fuera por las excavaciones y los museos?

No nos engañemos: cinco siglos de coleccionismo apasionado y de erudición atenta no han bastado para erradicar el problema. El juego de las modas, al sustituir al gusto, más bien ha agravado la amenaza. Nos gustaría citar, por ejemplo, y tal vez como símbolo del poder del historiador sobre el destino de la obra de arte, la famosa Cabeza decera del Museo de Bellas Artes de Lille.

Ese busto de una jovencita aparece en 1834 en la colección de Jean-Baptiste Wicar, pintor y conocedor de Lille. En el momento de su traslado de Italia a Francia, el inventario menciona “un pequeño busto de cera de tiempos de Rafael”. Su envío es rodeado de grandes precauciones. Desde su llegada a Lille, se impone como una obra maestra. Se establece una especie de consenso que reconoce en ella, como lo pensaba Wicar, la mano de Rafael ejercitándose en la escultura. Alejandro Dumas habla de la

“Gioconda de Lille” y logra que se le haga una copia, que coloca cerca de su mesa de trabajo. En el museo se instaló el original en un nicho dorado, en medio de una especie de altar. Una serie de textos, que resultaría demasiado larga para citarla aquí, permite seguir las vicisitudes de esta gloria, que habría de derrumbarse frente a las dudas de la erudición y que se desplomará definitivamente debido a una atribución a François du Quesnoy, a pesar de que ésta carecía de fundamento.

Desde entonces, la Cabeza de cera ha sido relegada al fondo de una vulgar vitrina.

Su delicada y excepcional belleza no bastó para defenderla. Al no convencer a nadie la atribución a Du Quesnoy, no se le ha podido encontrar un autor y ni siquiera datarla en un siglo preciso. Exponerla representa un problema para la elaboración de los carteles y ya nadie se arriesga a reproducirla en un libro, a comentarla, ni a admirarla.

Ahora bien, esa escultura es particularmente frágil. Una permanencia demasiado larga en la reserva o en el depósito tendría como resultado una destrucción más o menos clandestina. Debe considerarse una verdadera suerte el ligero accidente que se produjo durante un desplazamiento, ya que ello obligó a realizar una restauración, que no revela el secreto de la obra, pero que sí atrae nuevamente la atención hacia ella y asegura —

¿hasta un nuevo capricho del gusto?— su supervivencia.

Dicha responsabilidad del historiador del arte respecto a su objeto de estudio es un privilegio terrible, el cual confiere a sus comentarios un peso que puede ser decisivo. La idea, abiertamente declarada, de que en la escultura francesa nada cuenta “entre Reims y Rodin” permitió en los años 1950-1980 la destrucción sin remordimientos de una gran cantidad de yesos originales, modelos e incluso de algunos mármoles. La masacre, en 13

1968, de los “premios de concurso” que se conservaban en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París puede tomarse como una triste prueba de dicha omnipotencia.

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