Agradecimientos
Como bien lo sabían los aztecas, nadie logra nada solo. Sin duda, debo mi capacidad para escribir este libro a los cientos de personas cuya vida ha influido en la mía a lo largo del camino: aquellos que me criaron y me amaron, me educaron o estudiaron conmigo, trabajaron a mi lado como colegas o compartieron sus conocimientos sobre la América Latina temprana. La lista es tan larga y la influencia tan variada que en ocasiones me parece abrumador tan sólo pensar en ello. Por favor, sepa cada uno de ustedes que siento la gratitud que les debo y que, como los mexicas —hoy conocidos más frecuentemente como aztecas—, espero pagar mi deuda con el universo con la forma en que vivo mi vida y con los esfuerzos que hago en nombre de las personas del futuro.
Hay dos grupos de personas que me ayudaron mucho en este proyecto y cuyos nombres debo registrar individualmente. Un grupo está formado por los especialistas en náhuatl cuyo trabajo hizo posible esta obra. Dediqué el último libro que publiqué a dos gigantes intelectuales recientemente fallecidos, James Lockhart y Luis Reyes García, cuyas traducciones de textos en náhuatl formaron la piedra angular de gran parte de mi propia obra; en esas páginas, también hice patente mi agradecimiento a las fallecidas Inga Clendinnen y Sabine MacCormack. Desde entonces, he pensado que no debería esperar a que la gente pase al otro mundo para expresar mis deudas en voz alta. Vaya mi agradecimiento más profundo a Michel Launey y Rafael Tena, dos hombres modestos que han hecho contribuciones impresionantes con su trabajo en náhuatl; ustedes me recuerdan a Nanahuatzin, aunque espero sinceramente que no sientan que su trabajo es un sacrificio.
El otro grupo comprende a los intelectuales mexicanos —maestros, profesores, investigadores, escritores, editores y cineastas— que en los últimos años han acogido personalmente mis contribuciones y me han ofrecido las suyas, enriqueciendo así, sin medida, este libro. Agradezco humildemente (en orden alfabético) a Sergio Casas Candarabe, Alberto Cortés Calderón, Margarita Flores, René García Castro, Lidia Gómez García, Edith González Cruz, María Teresa Jarquín Ortega, Marco Antonio Landavazo, Manuel Lucero, Héctor de Mauleón, Erika Pani, Rodrigo Reyes, Ethelia Ruiz Medrano, Marcelo Uribe y Ernesto Velázquez Briseño; la combinación en todos ustedes del orgullo por su herencia, su apertura hacia los demás y su perspicacia intelectual me ha inspirado más de lo que puedo expresar.
No debo parecer artificialmente poética y dejar de mencionar las cuestiones del sustento diario; sin duda, los mexicas nunca habrían sido tan ingenuos. Hace algunos años, la American Philosophical Society me concedió una beca que me permitió viajar para visitar la Biblioteca Nacional de Francia y ver el trabajo de don Juan Buenaventura Zapata y Mendoza. Me entró el gusanillo y, desde entonces, me he dedicado al estudio de los anales en náhuatl. Más recientemente, una beca de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation y un año sabático que me concedió la Universidad de Rutgers me permitieron hacer la investigación necesaria sobre el género del xiuhpohualli. Un premio Public Scholar del National Endowment for the Humanities me permitió dedicar todo un año a escribir, sin tener que dar clases.
La investigación no habría sido posible sin los años de arduo trabajo llevado a cabo por miembros de las instituciones que salvaguardan los anales y otros textos importantes. Varios de ellos me hicieron sentirme bienvenida a lo largo de los años: la Biblioteca y el Archivo del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en la ciudad de México, la Biblioteca Nacional de Francia, la British Library, la biblioteca de la Universidad de Upsala en Suecia, la Biblioteca Pública de Nueva York y la biblioteca del American Museum of Natural History.
Agradezco a mi familia por ser quienes son. Cynthia, mi hermana, y Patricia, mi cuñada, son las mujeres más valerosas: sus hijos y nietos hablarán de ustedes con amor y admiración. John, mi pareja, y Loren y Cian, mis dos hijos, me han hecho sentir orgullosa de conocerlos, porque han enfrentado los desafíos de la vida: a lo largo de los años, ustedes tres me han compartido con muchos otros —estudiantes, unos padres que envejecían, hijos adoptivos anteriores y los personajes históricos que viven en mi mente—, pero ustedes son mis seres queridos más preciosos, siempre.
Apéndice
Cómo se ha estudiado a los aztecas
Durante muchos años, los estudiosos aceptaron la idea de que las fuentes disponibles para el estudio de los antiguos indígenas americanos eran muy limitadas; examinaron los edificios y los objetos descubiertos en las excavaciones arqueológicas, así como las palabras de los europeos que comenzaron a describir a los indios casi tan pronto como los conocieron: Cristóbal Colón, por ejemplo, hizo anotaciones en su bitácora el primer día que se encontró con unos taínos en el mar Caribe, en octubre de 1492, y, ya en el continente, Hernán Cortés perdió poco tiempo antes de comenzar a redactar las relaciones que envió a España. Esas fuentes no eran suficientes en absoluto; no obstante, los investigadores se conformaron con ellas porque pensaban que no tenían otra opción: esos textos eran lo único disponible.
A lo largo de los años, dos grupos de estudiosos se acercaron más que otros a «escuchar» lo que los propios antiguos indígenas americanos tenían que decir, al menos en Mesoamérica; mientras tanto, los epigrafistas mayas trabajaban sin descanso, intentando descifrar los glifos tallados en las antiguas estelas y edificios, y finalmente se dieron cuenta de que ciertos elementos eran fonéticos y que tendrían que aprender las lenguas mayas para dar sentido a esa escritura.
Ni las antiguas tallas en piedra realizadas con toda precisión, ni los códices del siglo XVI preparados en colaboración con los españoles, dieron respuesta a un lenguaje completo, abierto o espontáneo; no constituyen relatos con divagaciones o revelaciones, ni unos cuantos poemas afectados, bromas, temores íntimos o destellos de ira: los textos narran en gran medida lo que los reyes mayas querían que la posteridad supiera acerca de su linaje y lo que los españoles del siglo XVI deseaban creer sobre las personas a las que habían conquistado; sin embargo, había un abundante material con el que los estudiosos con más talento podían trabajar: combinaron su conocimiento de los códices con los estudios de arqueología y las relaciones escritas por los españoles, y produjeron libros impresionantes sobre los pueblos mesoamericanos. Muchas de sus obras son muy recomendables.
Ahora bien, los aztecas sí escribieron mucho más en el siglo XVI, después de que aprendieron el alfabeto latino de los españoles, y, finalmente, a partir del periodo de 1950 a 1970, varios especialistas comenzaron a tomar en serio esos escritos. Anteriormente, se había pensado que los pueblos indígenas se sentían abrumados, incluso devastados por esos dos aspectos de la cultura española, pero, una vez que los especialistas tradujeron lo que la gente realmente decía en las interacciones de las primeras generaciones con los recién llegados, comprendieron que en realidad los indígenas habían adoptado un enfoque pragmático del cambio.
Ahora bien, incluso en medio de todo ese revisionismo, pocos estudiosos se preguntaron de qué hablaban los aztecas en privado: qué pensaban acerca de su propia historia o qué se atrevían a esperar cuando imaginaban su futuro; en resumen, ¿quiénes eran cuando no estaban en presencia de un interlocutor español? Ese proyecto permaneció en el abandono, pero no fue por falta de fuentes, porque había documentos que revelaban tales aspectos. El xiuhpohualli, la «cuenta anual», se remonta a muchas generaciones atrás y, entusiasmados, algunos de los jóvenes nahuas que aprendieron a manipular el alfabeto latino registraron ejemplos de ello; así, sobrevivieron decenas de transcripciones del xiuhpohualli y finalmente se convirtieron en parte de las colecciones de libros antiguos de las bibliotecas, donde fueron descubiertos con el tiempo en los siglos XVIII, XIX y XX. Desde el principio, los investigadores se refirieron a esos textos como «anales históricos», porque se parecían a un género medieval europeo de ese nombre. Eran difíciles de entender y no siempre eran directamente pertinentes para las preguntas que interesaban a los extranjeros, por lo que los investigadores rara vez trabajaban con ellos. En el mundo multicultural de finales del siglo XX y principios del siglo XXI, uno podría haber esperado que esas fuentes fueran tomadas en cuenta, leídas en voz alta y traducidas rápidamente, y que de esa manera revelaran sus secretos al mundo en general, pero eso no sucedió pronto. En primer lugar, se necesitaba que los extranjeros hicieran un gran avance en la comprensión de la relación entre las cláusulas en ese lenguaje que estaba lejos de ser bien conocido.