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Rosario de la Torre del Río - Las frágiles fronteras de Europa

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Rosario de la Torre del Río Las frágiles fronteras de Europa

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Título original: Las frágiles fronteras de Europa

Rosario de la Torre del Río, 1993

En portada: militar bosnio patrullando por las calles de Sarajevo en los primeros días de la guerra yugoslava

Editor digital: Titivillus

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Entrega n.º 2 de la colección Cuadernos del Mundo Actual: Las frágiles fronteras de Europa.

Rosario de la Torre del Río Las frágiles fronteras de Europa Cuadernos del - photo 2

Rosario de la Torre del Río

Las frágiles fronteras de Europa

Cuadernos del Mundo Actual - 2

ePub r1.0

Titivillus 08.10.2022

Las frágiles fronteras de Europa

Por Rosario de la Torre del Río

Profesora titular de Historia Contemporánea. Universidad Complutense de Madrid

P ara un historiador, escribir sobre las fronteras de la Europa de 1993 es escribir sobre una realidad histórica que, sin dejar de ser nueva, encuentra muchas claves de su explicación en un pasado que se hace presente en los conflictos que estamos viviendo en nuestros días.

En medio de una situación bastante confusa, una cosa parece clara: la ramificación de Alemania y la desintegración de la Unión Soviética, y de su amplia zona de seguridad, han afectado, de manera directa o indirecta, a todas las fronteras de Europa; en el oeste, paralizando un proceso de integración que buscaba difuminarlas: en el centro y en el este, multiplicándolas con la ruptura de los grandes equilibrios sobre los que reposaba el continente desde la Segunda Guerra Mundial.

Pero si la recuperada independencia de Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia, Ucrania y Moldova, empujando hacia el Este al Estado ruso, puede querer decir que la disolución de la Unión Soviética ha retrotraído estas regiones a la situación de después de la Primera Guerra Mundial, la desaparición de Checoslovaquia y de Yugoslavia, dos Estados creados ex novo por la conferencia de paz que puso fin a esa guerra, nos obliga a buscar en un pasado más lejano otras explicaciones de un proceso que puede extenderse a cualquier región europea en la que un solo Estado reúna a pueblos que se consideran distintos.

Si bien la separación de Chequia y Eslovaquia ha seguido un proceso racional que ha evitado el recurso a la violencia, la desintegración de Yugoslavia está siguiendo una espiral terrorífica en la que el choque salvaje entre la voluntad de independencia de eslovenos y croatas y la determinación serbia de no permanecer como minoría en ningún Estado, está produciendo una guerra irregular que no busca otra cosa que la limpieza étnico-cultural de unos territorios sobre los que se desea extender un Estado que no se quiere compartir: una guerra que no sólo está destrozando a los posibles Estados de serbios y croatas, sino que además está triturando a los musulmanes bosnios y herzegovinos mientras la amenaza del uso de la más feroz violencia para dirimir viejos conflictos se extiende sobre Voivodina, Kosovo, Macedonia y todos aquellos territorios de la desaparecida Unión Soviética donde la historia ha mezclado a grupos culturales distintos.

Las fronteras que en este final del siglo XX vemos aparecer y desaparecer en Europa son, para empezar, fronteras políticas que señalan el confín de los Estados reconocidos. Si en tiempos muy antiguos el Estado existía desde el momento en que un jefe establecía su autoridad en el interior de una región no demasiado determinada, con el desarrollo de las ciudades-Estado apareció la noción del limes, es decir, de la frontera. Desde entonces, los criterios constitutivos de un Estado se establecieron sobre la coincidencia de un poder político, un territorio determinado y una población. El Estado moderno articulará estos tres elementos alrededor del concepto de soberanía. El Estado contemporáneo completará el proceso convirtiendo la soberanía hasta entonces principesca en nacional.

Si definimos un Estado-nación como una organización política de población homogénea que comparte lengua y cultura, gobernada por individuos que pertenecen a dicha población y que sirven a los intereses de ésta, empezaremos a comprender la profunda dificultad del problema que abordamos: ni la geografía, ni el poblamiento, ni la historia de Europa permiten en la época contemporánea el trazado de unas fronteras estatales que coincidan con las otras fronteras que atraviesan el viejo continente. Las fronteras lingüísticas, las fronteras religiosas, las otras fronteras culturales y las fronteras históricas se superponen en el espacio europeo con tal complejidad que ha resultado siempre muy doloroso hacerlas coincidir estrictamente con las que separan a los Estados.

Hasta el siglo XIX los Estados europeos modificaron sus fronteras en la dinámica de la lucha por la hegemonía. Sobre la base del equilibrio de 1815, el nacionalismo unificó y fragmentó algunos Estados preexistentes. El resultado de la Primera Guerra Mundial, con la derrota de los Imperios Alemán, Ruso, Austrohúngaro y Otomano, permitió a los vencedores un nuevo diseño de una Europa fragmentada en Estados que, aunque se quisieron nacionales, no lo fueron. En cualquier caso, en aquel momento, las fronteras políticas buscaron, aunque no lo consiguiesen, una mejor adecuación a las fronteras nacionales, sin mover a los pueblos.

El siglo XX será desgraciadamente más brutal; el intento hegemónico de la Alemania nacionalsocialista irá acompañado no sólo de un nuevo cambio de las fronteras políticas, sino también de la remodelación de la composición étnica y cultural de Europa que supuso el exterminio de los judíos. Tras la Segunda Guerra Mundial, los vencedores acometerán un nuevo plan de remodelación del mapa de Europa; pero ahora el traslado de las fronteras irá acompañado de un brutal traslado de poblaciones que se ven obligadas a dejar sus casas, sus tierras y sus ciudades para forzar el acomodo entre las fronteras políticas y las fronteras nacionales. A pesar de la amplitud de los traslados forzosos de poblaciones, muchas regiones de Europa siguen siendo un mosaico cultural en el que la búsqueda obsesiva de Estados estrictamente nacionales está conduciendo en nuestros días a los desastres de unas guerras que aplican la limpieza étnico-cultural a los territorios sobre los que se quiere edificar el sueño estatal de un nacionalismo excluyente.

Cambios de las fronteras interestatales, intentos de adecuación de éstas a las fronteras culturales, traslados de poblaciones para forzar la homogeneidad cultural de los Estados, problemas muy graves planteados a lo largo de la época contemporánea que se siguen planteando en nuestros días. Pues bien, para conocer las fronteras reales de la Europa de 1993 debemos ser capaces de dar cuenta de su antigüedad, de su multiplicidad y de su posible coincidencia, porque, no lo olvidemos, las fronteras que atraviesan Europa, que compartimentan su espacio, que unen y separan a sus pueblos, son el legado del movimiento de pueblos distintos sobre una geografía muy especial a lo largo de una historia dramática que se dilata mucho en el tiempo.

Una geografía muy especial

Contemplada en el mapa del mundo, Europa se nos aparece como una península que, adelgazándose desde los Urales al océano, prolonga por occidente el continente asiático. Pero Europa es mucho más que una simple península asiática: sus diez millones y medo de kilómetros cuadrados, una catorceava parte de las tierras que no cubren los mares, forman el continente que siempre ha estado más densa y uniformemente poblado del mundo. Esa extensión está situada en la zona templada, en el centro del hemisferio de las tierras emergidas, abierta a la penetración gracias al predominio de sus llanuras y a la articulación interior que permiten unos ríos de modesta longitud, curso regular y cuencas comunicadas, con un contorno animado y quebrado por penínsulas, islas, archipiélagos, golfos, istmos y manes interiores que reducen la anchura del continente, facilitando la penetración marina y la relación entre los países de las orillas opuestas.

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