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Marc Augé - El viajero subterráneo

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  • Libro:
    El viajero subterráneo
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    Gedisa
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    1998
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El viajero subterráneo: resumen, descripción y anotación

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EL VIAJERO SUBTERRÁNEO
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RECUERDOS
EL primer soldado alemán que recuerdo haber visto apareció en Maubert- - photo 3

EL primer soldado alemán que recuerdo haber visto apareció en Maubert- Mutualité, en el año cuarenta, al regresar del éxodo. Hasta entonces los alemanes sólo habían sido una amenaza inmaterial y difusa que se imponía a nuestro itinerario de incesantes arrepentimientos; nosotros no cesábamos de huir y ellos siempre nos sobrepasaban. Fuera de un avión, del cual recuerdo sobre todo el miedo mezclado con curiosidad que me inspiró su vuelo rasante y atronador sobre las landas de Champagne, no lejos del Mans, no se manifestaba ninguna señal de un avance del que sin embargo todo el mundo hablaba, acariciadora ausencia, abstracción siempre cerca de concretarse; y se concretó sólo aquella mañana del regreso, a la salida de la estación Maubert, en la plaza por la que cruzaba (por lo menos siempre creí conservar intacto este recuerdo en la memoria) la silueta presurosa de un hombre de gorro gris.

Es ciertamente un privilegio parisiense poder utilizar el plano del metro como un ayuda-memoria, como un desencadenador de recuerdos, espejo de bolsillo en el cual van a reflejarse y a agolparse en un instante las alondras del pasado. Pero semejante convocatoria no siempre es tan deliberada —lujo de intelectual que tiene más tiempo libre que los demás—: basta a veces el azar de un itinerario (de un nombre, de una sensación) para que el viajero distraído descubra repentinamente que su geología interior y la geografía subterránea de la capital se encuentran en ciertos puntos, descubrimiento fulgurante de una coincidencia capaz de desencadenar pequeños sismos íntimos en los sedimentos de su memoria. Algunas estaciones de metro están suficientemente asociadas a períodos precisos de mi vida, de suerte que pensar en su nombre o encontrarlo puede darme ocasión de hojear mis recuerdos como si fueran un álbum de fotografías: en un cierto orden, con mayor o menor serenidad, complacencia o fastidio y a veces ternura, lo cierto es que el secreto de estas variaciones depende tanto del momento de la consulta como de su objeto. Por ejemplo, rara vez me ocurre que, yendo a Vaneau o a Sevres-Babylone, no me acuerde de mis abuelos, que durante la guerra vivían a una distancia más o menos igual de una y otra estación, en una vivienda cuya modestia adquirió para mi luego una aureola de prestigio, cuando vine a saber que André Gide vivía en la misma calle que ellos, la calle Vaneau, mucho después de haberla abandonado mis abuelos y cuando su apartamento ya no era para mí más que un recuerdo; sus ventanas se abrían al patio y más allá de éste al parque del Hotel Matignon, protegido de las miradas curiosas por una especie de reja verde con una malla tupida que, sin embargo, no impedía a un observación atenta el espectáculo de los guardias que con paso pesado patrullaban por sus senderos. De Maubert a Vaneau las idas y venidas regulares de mi niñez dibujaron mi territorio propio, y los azares de la existencia (o alguna secreta pesantez personal) quisieron que la línea Gare d'Orléans-Austerlitz-Auteuil, hoy prolongada hasta Boulogne, desempeñara en mi vida siempre un papel en cierto modo axial.

Durante largo tiempo, lo desconocido para mí había comenzado en Duroc, principio de una serie de nombres de los que yo sólo retenía la palabra misma, Porte d'Auteuil, porque hasta allí llegábamos a veces los domingos para ir al bosque o al césped del hipódromo. En sentido inverso Cardinal-Lemoine (¿de qué cardenal podría tratarse?) y Jussieu, cuya situación y aspecto exteriores conocía yo dada su proximidad a nuestro domicilio, no eran sino nombres sin contenido real, puntos de paso obligados para llegar a la estación de Austerlitz, en la que habíamos bajado en el año cuarenta y de la cual soñaba yo con partir algún día. Más adelante, en esa línea que bien podría yo llamar una línea de vida (aunque en el plano del metro sólo leo el pasado) otras estaciones desempeñaron un papel importante por razones vinculadas con la edad, con el trabajo y con mi domicilio: Odéon, Mabillon, Ségur fueron relevándose así, y complicando pero extendiendo también el territorio de mi niñez.

Si reflexiono un poco, ese territorio no es la simple suma de mis divagaciones y de mis recuerdos personales: es un recorrido social más bien, en gran medida determinado al principio por la voluntad de mis padres que procedía ella misma de otra historia, la de ellos, si puedo decirlo así, pues es también un poco la mía y, por lo demás, se escapaba bastante a las decisiones que mis padres se esforzaban por tomar libremente; historia, como siempre, negada de otra parte, marcada por sucesos que se llaman históricos (porque quienes los viven están seguros de no ser los amos de ellos), y cuyo sabor sin embargo parece a cada uno de nosotros irremediablemente singular, a pesar de la trivialidad de las palabras con que se la cuenta, de las situaciones en que se enraíza y de los dramas que constituyen su trama, los cuales sin cesar amenazan con deshacerla (así es la vida…). En suma, siempre hubo estaciones de metro en mi vida escolar, profesional y familiar; puedo dar cuenta de este "estado civil" con palabras precisas, un poco desencarnadas, de ésas que se utilizan en un curriculum vitae. En esto, mis itinerarios son semejantes a los de los demás, con quienes me codeo cotidianamente en el metro sin saber a qué colegio han ido, dónde vivieron y trabajaron, quiénes son y adonde van, siendo así que en el momento mismo en que nuestras miradas se encuentran y se apartan, después de haberse demorado a veces un instante, esas personas están tal vez, también, ellas tratando de establecer un balance, de recapitular una situación o ¿quién sabe? de abordar un cambio de vida y, accesoriamente, un cambio de línea de metro.

Pues las líneas de metro, como las de la mano, se cruzan; no sólo en el plano donde se despliega y se ordena la urdimbre de sus recorridos multicolores, sino también en la vida y en la cabeza de cada cual. Por lo demás, ocurre que esas líneas se cruzan sin cruzarse, a la manera de las líneas de la mano justamente: afectan ignorarse, soberbias y monocromas, rasgos que unen de una vez por todas un punto con otro sin preocuparse de las ramificaciones más discretas que permiten a quien las sigue cambiar radicalmente de orientación. En la terminología del usuario del metro, para hacerlo conviene "cambiar dos veces". De esta manera bastará (a quien habiendo partido de Ranelagh o de la Muette y se sienta fastidiado de viajar hacia Strasbourg-Saint- Denis) con cambiar sucesivamente en Trocadéro o en Charles de Gaulle-Etoile para volver a barrios más adecuados a sus orígenes, por ejemplo, por el lado de la Porte Dauphine o, a la inversa, si el hombre cede a la llamada de algún demonio tunante u obrerista, podrá tomar un tren en sentido inverso, hacia Pigalle o Jaures.

Por mi parte sé muy bien que habría cierta ilusión en imaginarme mi vida como un recorrido rectilíneo a causa de mi fidelidad a la línea Auteuil-Gare d'Orléans-Austerlitz. Pues, si bien nunca la abandoné del todo, en el curso de mis años parisienses conocí otros itinerarios regulares, otras rutinas, otras letanías (Pasteur, Volontaires, Vaugirard, Convention; Chaussée d'Antin, Havre-Caumartin, Saint-Augustin, Miromesnil…) cuya rememoración incesante y cotidiana, como la de un rezo o la de un rosario, borraba por un tiempo los anteriores automatismos. Cada uno de esos itinerarios, en una época dada, articuló diariamente los diferentes aspectos de mi vida profesional y familiar, y me impuso sus puntos de referencia y sus ritmos. El viajero asiduo de una línea de metro se reconoce fácilmente por la economía elegante y natural de su modo de proceder; como un viejo lobo de mar que con paso calmo, al amanecer, se dirige hacia su bote y de una mirada aprecia el cabrilleo de las olas a la salida del puerto, mide la fuerza del viento sin aparentar hacerlo, tan farsante como un degustador de vino, pero menos aplicado que éste, y escucha sin parecer prestar atención el chapoteo del agua contra el muelle y el clamor de las gaviotas todavía reunidas en las orilla o ya diseminadas sobre el mar, en pequeñas bandadas ávidas, el viajero veterano, sobre todo si está en la flor de la edad y no cede fácilmente al deseo de soltar de pronto las amarras en la escalera, se reconoce por el perfecto dominio de sus movimientos: en el corredor que lo conduce al andén avanza sin pereza pero sin prisa; sin que nada lo deje ver, sus sentidos están despiertos. Cuando, como surgido desde las paredes de azulejos, se hace oír un tren, lo cual determina que la mayoría de los pasajeros de ocasión se precipiten, él sabe si debe apresurar el paso o no, ya sea que aprecie con pleno conocimiento de causa la distancia que lo separa del andén y decida probar o no su suerte, ya sea que haya identificado el origen del estruendo provocador y reconocido en esa añagaza (específica de las estaciones en las que pasan muchas líneas y que el francés por esta razón llama correspondencias, cuando el italiano, más preciso y más evocador, habla en este caso de coincidencias) una señal venida de otro lugar, el eco engañoso de otro tren, la tentación del error y la promesa del vagabundeo. Una vez llegado al andén, el hombre sabe dónde detener sus pasos y determinar el lugar que, permitiéndole llegar sin esfuerzo a la puerta de un vagón, corresponda además exactamente al punto más cercano de "su" salida en el andén de llegada. Y así puede verse a los pasajeros veteranos elegir con minuciosidad su lugar de partida, hacer sus cálculos de alguna manera, como los haría un saltarín en altura, antes de lanzarse hacia su destino. Los más escrupulosos llevan su celo hasta el punto de elegir el mejor lugar del vagón, aquel que podrán abandonar lo más rápidamente posible una vez llegados a la estación. Más fatigados o más avejentados, algunos tratan de conciliar este imperativo táctico con la necesidad de descansar y se apoderan con gusto del último asiento que quedó libre, con una mezcla de discreción y de celeridad que traduce también al hombre de experiencia.

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