Azorín - Castilla
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A
LA MEMORIA
DE
AURELIANO DE BERUETE
PINTOR MARAVILLOSO DE CASTILLA
SILENCIOSO EN SU ARTE
FÉRVIDO
Por su forma, su estética y su contenido Castilla (1912) representa la quintaesencia de la obra de Azorín: la contemplación del paisaje o del pueblo como «pequeña» historia transida por el tiempo, buscando, además, en la literatura una expresión del espíritu nacional. Supone Azorín, como explicó Ortega y Gasset, una «nueva manera de ver el mundo»: la que sabe captar «los primores de lo vulgar» y adivinar en ellos el alma de las cosas. Al paso de la lectura vamos descubriendo la resignación y el dolorido sentir de los españoles, la sumisión a la fuerza de los hechos y la idea abrumadora de la muerte. Pero todo lo redime una prosa genial que convierte al libro en uno de los más hermosos de nuestra literatura.
Azorín
ePub r1.3
mjge 23.09.14
Título original: Castilla
Azorín, 1912
Fotografía de portada: Santuario de Ntra. Sra. de los Reyes en Villaseco de los Reyes (Salamanca)
Autor: mjge
Diseño de portada: mjge
Editor digital: mjge
ePub base r1.1
¿Cómo han visto los españoles los primeros ferrocarriles europeos? En España los primeros ferrocarriles construidos fueron: el de Barcelona a Mataró, en 1848; el de Madrid a Aranjuez, en 1851. Años antes de inaugurarse esos nuevos y sorprendentes caminos habían viajado por Francia, Bélgica e Inglaterra algunos escritores españoles; en los relatos de sus viajes nos contaron sus impresiones respecto de los ferrocarriles. Publicó Mesonero Romanos sus Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica, en 1841; al año siguiente aparecía el segundo volumen de los Viajes de Fray Gerundio. Más detenida y sistemáticamente habla Lafuente que Mesonero de los ferrocarriles.
D. Modesto Lafuente fue periodista humorístico e historiador; nació en 1806 y murió en 1866. Compuso la Historia de España que todos conocemos; hizo largas y ruidosas campañas como escritor satírico. Acarreole una de sus sátiras, en 1814, una violenta agresión de D. Juan Prim —entonces Coronel—; vemos un caluroso aplauso a esa agresión en el número VI de la revista El Pensamiento. D. Miguel de los Santos Álvarez dirigía esa publicación; colaboraban en ella Espronceda, Enrique Gil, García y Tassara, Ros de Olano. Rehusó Lafuente batirse con Prim; negose a responder al sentimiento tradicional del honor. Las injurias personales —decía El Pensamiento—, en todos los países, personalmente se ventilan. España, esta tierra clásica del valor y de la hidalguía, «¿desmentiría con su fallo su noble carácter?». «¿Se asociaría —añade el anónimo articulista— al cobarde que acude a los Tribunales en lugar de acudir adonde le llama su honor?».
Un escritor que de tal modo rompía con uno de los más hondos y transcendentales aspectos de la tradición había de ser el primero que más por extenso y entusiastamente nos hablase de los ferrocarriles: es decir, de un medio de transporte que venía a revolucionar las relaciones humanas. Fray Gerundio viaja, brujulea, corretea por Francia, por Bélgica, por Holanda, por las orillas del Rhin; lo ve todo; quiere escudriñarlo y revolverlo todo. Observa las ciudades, los caminos, las viejas y pesadas diligencias, los Parlamentos, las tiendas, las calles, los yantares privativos de cada país. Su charla es ligera, aturdida, amena; aguda y exacta a trechos. Lafuente se reservó su llegada a Bélgica para tratar de los caminos de hierro, «por ser Bélgica el país en que los caminos de hierro están más generalizados y acondicionados». Minuciosamente va haciendo nuestro autor una descripción de los ferrocarriles.
«No todos los españoles —dice Lafuente—, por lo que en muchas conversaciones he oído y observado, tienen una idea exacta de la forma material de los caminos de hierro». De la construcción de la línea, de los túneles, de los viaductos, de las estaciones, de los coches, nos habla Fray Gerundio con toda clase de detalles. No nos detengamos en ellos; el tren va a partir; subamos a nuestro vagón. «El humo del carbón de piedra que saliendo del cañón de la máquina locomotora de bronce obscurece y se esparce por la atmósfera, anuncia la proximidad de la partida del convoy». Han unido ya a la máquina diez, quince, veinte coches.
Se clasifican los carruajes en tres categorías: las diligencias o berlinas, los coches o char-á-bancs y los vagones. Las berlinas constan de 26 o 28 asientos, cómodos, mullidos; divídense en tres departamentos que se comunican por puertecillas. Los char-á-bancs constan de una sola división y son de cabida de 30 personas. Los vagones van abiertos y sirven «para las gentes de menos fortuna y para las mercancías». Han sonado unos persistentes toques de campana. Suben los viajeros a sus respectivos coches. Un dependiente que va en el último vagón del tren toca una trompeta; contesta con otro trompetazo otro empleado situado a la cabeza del convoy. Y el tren se pone en marcha. Poco a poco el movimiento se va acelerando. «Los objetos desaparecen como por ensalmo». Conviene que el viajero no mire el paisaje que se desliza junto al vagón, sino a lo lejos. Si se mira a los lados no se verá «más que una cinta que forma, y se irá la cabeza fácilmente». Mesonero habla también de la rapidez con que desaparecen de la vista los objetos cercanos, y dice que por esto «es conveniente fijarla en la lontananza, o, por mejor decir, no fijarla en ninguna parte». La celeridad con que se marcha es de ocho a diez leguas por hora. «Recuerdo —escribe Mesonero— haber hecho en una hora y dos minutos la travesía desde Brujas a Gante, que son doce leguas». En 1840, cuando Lafuente y Mesonero observaban los ferrocarriles extranjeros, ya corría un tren en Cuba, entre la Habana y Güines. Nos habla de ese ferrocarril el desbaratado romántico don Jacinto de Salas y Quiroga, el amigo de Larra y de Espronceda, en el primer tomo de sus Viajes —dedicado a la Isla de Cuba— publicado en el citado año. Un solo viaje hacía diariamente ese tren de la Habana a Güines; cuarenta y cuatro millas era el recorrido. «Desde luego —dice Salas— noté menor velocidad que la que otras veces había experimentado en Inglaterra». «Apenas andábamos —añade— cuatro leguas españolas por hora». Al llegar Salas y Quiroga a Cuba, y al contemplar el destartalamiento de las fondas y la incomodidad de las ciudades, junto con el camino de hierro, en extraño y clamador contraste, recordó una frase de un famoso amigo suyo. «Vino naturalmente a la memoria —escribe— aquel célebre dicho de mi amigo Larra: “En esta casa se sirve el café antes que la sopa”».
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Pero continuemos nuestro viaje en el ferrocarril belga, acompañados de Fray Gerundio. Nada más cómodo que viajar en el tren. No hay temor, como algunos aseguran, de dificultad o ahogo en la respiración. El movimiento es suave: «una especie de movimiento trémulo y vibratorio». Se puede ir hablando, jugando o leyendo; algunas veces los empleados van escribiendo en un coche destinado a oficina. Una muchedumbre de viajeros llena los trenes y circula por todos los caminos. Las gentes se encuentran en los caminos con la misma frecuencia que en las calles de París, de Londres «y aún de Madrid». Toda Bélgica es una gran ciudad. Todo el mundo viaja con una facilidad extraordinaria. Frecuentemente se ve a una linda joven, «elegantemente vestida», penetrar en un coche del tren. Aun estando el carruaje lleno de hombres, no hay miedo de que nadie se desmande ni haga ni diga nada que pueda ofender o ruborizar a la viajera. «Lo que en un caso igual —escribe Lafuente— sucedería en España lo puede suponer el curioso lector». De pronto el tren entra en un largo y elevado viaducto. «Espectáculo raro» es entonces ver el rápido convoy marchar por encima de los carruajes que allá abajo pasan por los arcos del puente.
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