Richard Ford - Manual para viajeros por Castilla y lectores en casa. Castilla la Vieja
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- Libro:Manual para viajeros por Castilla y lectores en casa. Castilla la Vieja
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1845
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Manual para viajeros por Castilla y lectores en casa. Castilla la Vieja: resumen, descripción y anotación
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Los que lleguen procedentes de Francia harían bien en ir a Madrid por Valladolid, Segovia y El Escorial (véanse las rutas LXXIII y LXXV), y de esta manera evitarán el trayecto pesadísimo (ruta CXIII) que va por Aranda. Como Burgos es ciudad de paso y encrucijada, tiene muchas comunicaciones de diligencia con Madrid, Valladolid, Santander, Vitoria y Logroño y desde allí con Tudela, Zaragoza y Barcelona.
Antes de salir de la capital recuérdese que hay que poner el pasaporte en regle y que no hay que dejar todos los visés necesarios para el último momento. Los funcionarios subalternos de la «única corte» no son más fáciles de apresurar en sus gestiones que los de nuestros tribunales, y enseguida se pierde un día en hacer antesalas, que es donde realmente el asunto festinat lente avanza con pies de plomo.
Madrid, que es un lugar situado como una araña, en el centro de la tela de araña peninsular, podría ser calificado también como el corazón en que se centran las principales arterias circulatorias. En este preciso momento se habla mucho de ferrocarriles y se publican magníficos documentos oficiales y de otros tipos, por medio de los cuales «el país entero quedará surcado [en el papel] por una red de comunicaciones rápidas», las cuales crearán una «perfecta homogeneidad entre los españoles», y es que, por grandes que hayan sido los trabajos del Hércules llamado vapor, esta amalgama que es la península Ibérica ha sido reservada con razón como número fuerte.
Las siguientes son las principales líneas ferroviarias que se piensan trazar: de Madrid a Bilbao, de Madrid a Avilés por Valladolid y León, que construirá una empresa inglesa; de Madrid a Barcelona por Zaragoza y Lérida, también obra de una empresa inglesa; de Madrid a Alicante, por una empresa española; de Madrid a Badajoz, por una empresa inglesa. Se plantean también líneas menores y secundarias, que irán de Mérida a Lisboa y Sevilla, de Barcelona a Tortosa y Mataró, de Reinosa a Santander y de Madrid a Aranjuez; la mayor parte de estas obras serán efectuadas gracias al hierro y al oro de Inglaterra, ese aliado entrañable y tonto que lucha por todos y lo paga todo. Como esta Guía tiene únicamente por objeto ser usada por ingleses, nuestros especuladores harían bien en meditar que España es un país que nunca ha sido capaz de construir o mantener siquiera un número suficiente de carreteras o canales comunes para sus pobres y pasivos comercio y circulación. Las distancias son, con mucho, demasiado grandes y el tráfico demasiado débil todavía para justificar el ferrocarril, mientras que la formación geológica del país presenta dificultades que, incluso en Inglaterra, plantearían problemas hasta a la colosal ciencia y los grandes recursos de nuestros principales ingenieros. España es una tierra de montañas, que se levantan por todas partes a manera de barreras alpinas, separando a unas provincias de otras y a unos distritos de otros. Estas grandes sierras coronadas de nieve son masas de pura piedra dura, y cualesquiera túneles que jamás lleguen a perforar sus entrañas dejarían reducido, por comparación, al de Box a la pequeña madriguera de un pobre topo. Sería igual que cubrir Suiza y el Tirol con una red de líneas de superficie, y todos los tontos cogidos en la red ferroviaria arriba mencionada no tardarán en descubrir esto a sus expensas. La inversión irá en proporción inversa a la remuneración, porque la primera será enorme y la segunda exigua. Las montañas parturientas parirán sin duda poco más que un interés ratonil.
España, como dijimos, es tierra de dehesas y despoblados y en estas extensiones silvestres y desiertas lo más escaso, después de los viajeros, es sin duda el dinero, mientras que, incluso Madrid, la capital, es ciudad sin industria ni recursos propios y más pobre que muchas de nuestras ciudades industriales. El español, que es persona de rutinas y enemigo de las innovaciones, no es animal locomotor; por ser local y sedentario por naturaleza odia los viajes como un turco y tiene un horror particular a que le metan prisa; durante largo tiempo, por lo tanto, la mula pachorrenta ha bastado para sus necesidades de transporte al hombre y a sus mercancías. Y, repetimos, ¿quién hará el trabajo, aunque Inglaterra pague los jornales? Lo que más odia el nativo, después de su propio trabajo es ver trabajar al extranjero, aunque sea a su servicio, y desperdiciar su oro y su músculo en la ingrata tarea. Los campesinos, como han hecho siempre, se levantarán contra el extranjero y el hereje que venga a «chupar la riqueza de España»; supongamos, a pesar de todo, que, con ayuda de Santiago y de Brunel, acabase esa obra, llegando a ser posible terminarse: el problema entonces sería cómo protegerla de la fiera batida al sol y de la más fiera violencia de la ignorancia popular. La primera epidemia de cólera que caiga sobre España pasará por ser un pasajero llegado por ferrocarril a ojos del desposeído mulero, que ahora hace el papel de vagón y locomotora. Él, el arriero, constituye una de las clases más numerosas y selectas de España. Es el instrumento legítimo del semioriental sistema de caravanas y nunca permitirá que su pan le sea quitado de la boca por esta locomotora luterana; privado de su medio de vida, el arriero, como un contrabandista, se lanzará a la carretera en otra dirección, y ambos se convertirán en ladrones o patriotas. Muchas, largas y solitarias son las leguas que separan a una ciudad de otra en los vastos desiertos de la poco poblada España, y ningún servicio preventivo bastará para guardar el raíl contra la guerrilla que se organizará sin duda. Un puñado de enemigos en cualquier páramo crecido de cistos bastará, en todo momento, para cortar en cinco minutos la carretera, parar el tren, secuestrar al fogonero, quemar las máquinas en su propio fuego y, sobre todo, hacer pedazos el tren de mercancías. Y, repetimos, ¿cuál ha sido la recompensa que ha recibido siempre el extranjero en España, aparte de promesas incumplidas e ingratitud? Será utilizado, como en Oriente, hasta que el indígena piense que ha aprendido sus artes, y entonces será arrojado del país y pisoteado, y ¿quién mantendrá y reparará entonces la costosa obra?; ciertamente, no el español, en cuyo pericráneo no se han desarrollado todavía las protuberancias de la eficacia y la construcción mecánica.
Las líneas que menos seguras estarán de fracasar serán las más cortas y que pasen por una comarca llana y con productos naturales, tales como la de Cádiz a Sevilla, o las zonas de vino y aceite, o bien de Barcelona a Mataró, de Reinosa a Santander y de Oviedo a Avilés, cruzando la comarca carbonífera; ciertamente, si el ferrocarril puede acabar siendo instalado en España gracias al oro y la ciencia de Inglaterra, este don, como el del vapor, será digno de la reina del océano y del verdadero campeón mundial de la paz, el orden, la libertad, la buena fe, el comercio y la civilización, y ¡qué cambio se efectuará entonces en el espíritu de la península!, ¡cómo se verá turbada la siesta de esa entorpecida vegetación humana por el agudo silbido y el jadeante resoplido de la monstruosa máquina!, ¡cómo se romperán los sellos de esta tierra, durante tan largo tiempo herméticamente cerradas!, ¡cómo se iluminarán las oscuridades claustrales y los sueños de tesoros celestiales gracias a este relampagueante demonio del fuego del despierto adorador del dinero!, ¡y qué lechuzas se sentirán irritadas, qué murciélagos desposeídos, qué moscones, Maragatos, mulas, Hojalateros y asnos se sentirán asustados, atropellados y aniquilados! Los que amen a España y recen, como el autor, todos los días por su prosperidad tienen, ciertamente, que abrigar la esperanza de ver esta «red de raíles» terminada, pero deberán también tener un cuidado especial al mismo tiempo en no invertir un
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