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Azorín - La amada España

Aquí puedes leer online Azorín - La amada España texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1967, Editor: ePubLibre, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Azorín La amada España
  • Libro:
    La amada España
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1967
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La amada España: resumen, descripción y anotación

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La amada España, publicado en 1967, reúne un conjunto de artículos escritos entre 1927 y 1935 para el diario argentino La Prensa. Se podría decir que el resultado es un libro de viajes con la poética del autor: frase breve, sencilla, precisa; amor por lo humilde y pequeño; descripción e introspección concertadas para captar la esencia de los pueblos y las ciudades; misticismo estético que combate la fugacidad del tiempo con la exaltación del paisaje y la intuición de lo eterno; un subjetivismo extremo que se camufla bajo un yo lejano y difuso.

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Título original: La amada España

Azorín, 1967

Colección: Áncora & Delfín, 289

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1

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Nota del editor digital

[1] Falta texto entre las páginas 121 y 122 de la edición original en papel de 1967.

La amada España, publicado en 1967, reúne un conjunto de artículos escritos entre 1927 y 1935 para el diario argentino La Prensa. Se podría decir que el resultado es un libro de viajes con la poética del autor: frase breve, sencilla, precisa; amor por lo humilde y pequeño; descripción e introspección concertadas para captar la esencia de los pueblos y las ciudades; misticismo estético que combate la fugacidad del tiempo con la exaltación del paisaje y la intuición de lo eterno; un subjetivismo extremo que se camufla bajo un yo lejano y difuso.

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Azorín

La amada España

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Titivillus 15.10.2022

LA AMADA ESPAÑA

Estoy en Biarritz, desde hace tres días: la distancia que separa este elegante aldeorrio de España es poca. Y, sin embargo, tan poco espacio, tan poco tiempo han puesto ya, delante de mis ojos, como una sutil neblina de fervor y de amor. Con los ojos del espíritu, veo —⁠con fervor, con amor⁠— en la cercana España, por encima de los Bajos Pirineos, los paisajes, las cosas, las personas que me son dilectos. Ahora, en lo que toca a España, todo nos es grato. Después volveremos a establecer distingos, salvedades, reservas. Ahora solo lo que, partiendo de las sombras, resalta luminosamente. ¡Qué bonita es España! Tiene toda la variedad de paisajes de Europa. Tiene el paisaje romántico, el clásico —⁠el de Grecia⁠— y el intermedio. Tiene montañas abruptas; llanuras —⁠de las que gustaban a Rainer María Rilke⁠—; bosques, valles, ríos, ciudades viejas, pueblecitos. Lo tiene todo disperso, un poco confundido, en contrastes pintorescos y gratos. A veces, en el espacio de pocos kilómetros, encontramos toda la variedad de flora de la botánica; desde la tropical hasta la septentrional. Abajo los naranjos y las palmeras, y arriba, árboles ratizos, casi sin hojas, batidos por el cierzo, ateridos por las nieves.

EL LABRADOR ESPAÑOL

Sobre la mesa en que escribo estas líneas de cara al mar, solo tengo un libro español: en él se encuentra para mí en estos momentos, todo el espíritu de España. Y es un libro típico; lo he encuadernado de tafilete rojo; lleva en lo exterior unos filetes de oro; los cantos son dorados, también. De cuando en cuando —⁠al sentirme cansado de tanta lectura extranjera⁠— lo tomo entre mis manos y leo unas páginas. Es este librito a modo de un devocionario; posee la virtualidad de evocar el paisaje y la tierra de España. Abrámoslo: leamos la portada. Dice así: El buen Sancho de España. Y luego añade: «Colección metódica de máximas, proverbios, sentencias y refranes, acerca de la agricultura, la ganadería y la economía rural, escritos y anotados por un espíritu apasionado de las gentes del campo».

El volumen está impreso en Madrid, en 1862, y editado por la librería de don León Pablo Villaverde, en la calle de Carretas número 4. No lo busque el lector —⁠si le interesara⁠— en las librerías de Madrid; no lo encargue a su librero habitual. De este volumen solo existen muy pocos ejemplares. La librería de Villaverde se quemó en cierta ocasión; perecieron en el incendio muchos libros; desapareció casi toda la edición del Buen Sancho de España. Algún ejemplar, devuelto de provincias al librero —⁠como este que yo tengo, devuelto de Olot⁠—, es lo que queda de la edición. Y el libro es curioso, sumamente curioso. No sé el nombre del autor, escondido detrás del seudónimo citado; pero debió de ser algún labrador entendido, práctico. Los libros de agricultura, como los de todos los oficios, sirven al escritor para conocer los nombres de las cosas. ¡Cuántas cosas que se nombran con rodeos y perífrasis, tienen sus nombres propios, exactos, pintorescos! Y no conocemos esos vocablos precisos y exactos. Y vamos dando vueltas para nombrar las cosas de la tierra, de la calle y de la casa. ¿Quién conoce todas las partes de una llave, por ejemplo? Pero el librito El buen Sancho de España nos espera. Al repasar sus páginas todo el paisaje de España, la amada España, surge ante nuestros ojos. Hace poco realizaba yo un viaje por Levante; ahora, con el librito de que hablo en la mano, con su envoltura de piel roja con filete de oro, voy viendo pasar otra vez —⁠y al presente mejor⁠—, todos los tonos que antes vi con los ojos naturales. «El buen Sancho de España» está dividido en meses; cada mes se halla compuesto de una colección de máximas referentes a la meteorognosis, la zootecnia, la moral, la economía, la higiene. Todo ello, naturalmente, atañedero a la vida del campo. En la Argentina las estaciones no corresponden, en su rotación, a las de España; las máximas agrícolas que yo citara, copiándolas del librito de referencia, serían inútiles para los labriegos de esa tierra. Tampoco los ganaderos encontrarían en ellas seguramente su remembranza de sus días en la tierra nativa. Por ejemplo, para el mes de agosto —⁠pues poco más o menos cuando se publicará en La Prensa esta crónica⁠— el autor del libro tiene sentencias lapidarias.

Todas son maravillosas —¡ya lo creo!⁠— en esta obrita. El buen labrador que las lea y las practique, no perderá su tiempo. Dice el autor en la parte dedicada a la labranza, en el citado mes de agosto:

Cuando más tardar, para la Asunción,

Concluida ten la recolección.

Y comenta este proloquio diciendo: «Desde el quince de agosto en adelante, un cambio de temperatura es inminente, y como suelen ser diluvios tormentosos los que sobrevienen, se está expuesto a perder o ver averiada una parte de la cosecha». Más adelante, el autor dice también —⁠perdonémosle lo ramplón de la expresión poética; ello importa poco tratándose de un libro de este género, en que lo principal es la experiencia, la doctrina⁠—:

Ingerta por agosto sus frutales

quien desease hacerlos garrafales.

De faltas garrafales sabíamos; los políticos las suelen cometer a menudo; pero pocos estarían enterados del origen de esa traslación ideológica. Y el autor comenta: «Ingerto de “ojo al dormir”, de “asta” o “pendón”, porque se toma una yema de axibar con la hoja que le ha producido, la cual se corta de la mitad o dos tercios de su limbo, para que continúe funcionando y asegure el prendimiento». Todo un tratado de injertar está resumido en esas palabras.

¿Nos permitirá el lector que copiemos algo referente a la higiene, a la higiene en el mes de agosto? Seguramente que este precepto que va a continuación conviene a todos los parajes del planeta, hágase cuando se haga la recolección del trigo,

Ni aun por probar es bueno

hacer pan de trigo nuevo.

Y el comentario: «Los granos nuevos, por buenos que sean, hacen un pan indigesto y de uso peligroso; y mucho más en una época en que debe evitarse cuidadosamente toda ocasión de enfermar».

ADIÓS A UN PAISAJE

He dicho más arriba que recientemente he realizado un viaje por Levante. Sentado aquí, frente al Atlántico, con el librito del Buen Sancho en la mano, voy viendo otra vez los paisajes antes contemplados. ¿Qué misterio es este que hace que no sintamos toda la emoción de las cosas sino en determinados momentos, independientemente de nuestro deseo, de nuestro vehemente deseo? Nos ponemos en camino; con ansiedad, con íntimo, profundo anhelo, nos dirigimos a un país que deseamos volver a contemplar. El tren o el automóvil comienza a entrar por las tierras amadas; nos faltan ojos para mirar, observar, registrar todo el paisaje, todas las cosas. Sí, sí; esto es lo que deseamos ver. No habíamos contemplado este panorama y ahora vamos comprobando que todos los detalles, los accidentes, las particularidades que hacía diez, quince, veinte años no veíamos, están aquí inmutables, como antes. Pero ¡cosa rara! Todo se desliza, resbala, huye por nuestro cerebro sin dejar huella; no nos sentimos estremecidos; no experimentamos en nuestro ser la vibración especial que anuncia la comunidad íntima, honda, con las cosas. Lo atribuimos acaso a cansancio del viaje; vamos más lejos todavía —⁠más lejos⁠— y nos confesamos a nosotros mismos que la edad, el hastío de haber visto tantas cosas, na embotado en nosotros la capacidad para la emoción, divina y profunda. El torbellino del viaje nos envuelve; amigos, conocidos, lectores de nuestros libros forman en nuestro alrededor una atmósfera de cordialidad, de entusiasmo y de simpatía; no disponemos de tiempo para entregarnos —⁠durante un minuto⁠— a nosotros mismos. No podemos gozar de la naturaleza y de las cosas; pero este ambiente humano de simpatía, nos compensa de la ausencia de emoción. Pasan los días; la vorágine de los hechos, el torbellino de la acción, hace que el tiempo se deslice rápido, vertiginoso. Y un día ya en el tren o el automóvil, al regresar, solos ya, desprendidos —⁠con tristeza⁠— de las manos, manos cordiales, de tantos amigos, echamos una mirada por el paisaje. Y en este momento, momento de tristeza, de angustia acaso —⁠la tristeza y la angustia de despedirnos quizá para siempre de una tierra⁠—; en este momento es cuando, de pronto, impensadamente, inesperadamente, nos sentimos conmovidos, emocionados, ante el paisaje que estamos contemplando. Desde el fondo de nuestro espíritu, desde lo más hondo y lejano, suben a nuestra conciencia recuerdos, sensaciones, ideas que sentíamos y experimentábamos durante la niñez, durante la adolescencia, ante este mismo paisaje que contemplamos ahora. Y anhelantes, como si estuviéramos al borde de un abismo, vamos viendo otra vez, al cabo de veinte, de treinta años, las mismas cosas que entonces habíamos visto, no con el ambiente de ahora, sino con el de antaño. ¿Hemos vivido realmente esos treinta años que nos separan de la antigua visión? ¿Se ha anulado el tiempo? El tren o el automóvil corren; en un vallecito verde, cubierto de frondas en su fondo, un acueducto lleva el agua de una ladera a otra, de una colina a otra. La canal se halla agrietada; el agua, en hilillos de cristal transparentes va cayendo, con un ruido leve, sobre el espeso cañaveral. Y el cielo —⁠el cielo de Levante⁠— es de un azul límpido, de porcelana. El agua se desprende en franjas de cristal sobre las verdes cañas… Y caía del mismo hace cuarenta años, casi diríamos más, caía del mismo modo. Todo esto es lo mismo que entonces. El tren o el automóvil corren. ¡Adiós, hilitos de cristal, que en lo verde y silencioso del valle, caéis sobre el espeso cañaveral! Dentro de cuarenta años, yo no os podré ya ver. Caeréis, caeréis, incesantes, cristalinos, pero yo no podré ya contemplaros…

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