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Doug Stanton - Soldados a caballo

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Doug Stanton Soldados a caballo
  • Libro:
    Soldados a caballo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2009
  • Índice:
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Soldados a caballo: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Minutos después, Tatum y Winehouse aterrizaron en la posición de Nelson. Nelson examinó sus pertrechos, negando con la cabeza. Les habían dado instrucciones de entrar con lo indispensable, pero cada hombre iba cargado con una enorme mochila y con bolsas de nailon negro que contenían artículos diversos. Eran demasiados pertrechos para que los llevaran por sí mismos y no había suficientes caballos ni mulas para hacerlo.

—Tendréis que deshaceros de algunas de esas cosas —les dijo Nelson. Les indicó que tendrían que repartirlo todo en una única mochila por persona.

—¿Habéis traído algo de comida o agua? —preguntó.

No lo habían hecho.

Más tarde, cuando uno de ellos preguntó a Essex dónde podrían encontrar un poco de agua, Essex señaló enojadamente hacia un charco de barro.

—Eso es lo que vais a beber, como todos los demás —dijo.

Durante los dos días siguientes, Winehouse y Tatum se dedicaron a deshacer el equipaje (y a bombearse su propia agua) y a integrarse en el equipo. El 30 de octubre, un camión alto y pesado con lados de madera entró retumbando en el campamento. Tras el bombardeo de Nelson, los hombres de Dostum habían tomado la aldea de Chapchal. A continuación atacarían Baluch, que se hallaba a unos once kilómetros al norte. Nelson y sus hombres iban a trasladar su zona de aterrizaje y su base río arriba, para estar más cerca de las tropas de Dostum, que estaban avanzando.

Cargaron sus pertrechos en el camión, salieron del valle subiendo por una carretera de tierra y se desplazaron al norte siguiendo el borde del valle. Dieciséis kilómetros después se detuvieron; por debajo de ellos, a unos 300 metros, se hallaba el emplazamiento de su nuevo campamento base. Cargaron los pertrechos en las mulas y comenzaron a descender por el valle a través de caminos zigzagueantes.

La llanura del río era amplia y el calor del sol había endurecido la tierra. Bosquecillos de acacias y álamos crecían en oscuras franjas verdes contra la pared de la montaña. Montaron el campamento cerca de los árboles. La tienda de Dostum era una cosa grande de tela blanca, dura como lona, clavada con estacas en la tierra y atada con soga de cáñamo de manila. Cerca de allí ardía una hoguera para cocinar, sobre la que había agua para el té bullendo en una tetera. Los norteamericanos bautizaron el lugar como «Zona de Aterrizaje de Helicópteros Madriguera».

Essex y Nelson y el resto del equipo vivían en cuevas que dominaban la llanura del río, el cual se hallaba a ochocientos metros de distancia. Desde aquí, el equipo se dividiría y saldría cabalgando hacia el combate que se libraría en lo alto del valle, desplegándose en un arco de dieciséis kilómetros de ancho.

Essex, Milo y Winehouse cabalgarían hacia el este y el norte, para impedir que los talibanes rodearan el flanco oriental de Dostum. Él y Nelson formarían la parte inferior del arco, situándose en el centro del campo de batalla, y Diller, Bennett y Coffers se emplazarían en el extremo occidental.

Spencer y sus hombres se unirían y se separarían intermitentemente de las distintas células, mientras la fuerza atacaba a los aproximadamente 10 000 soldados talibanes que se hallaban acampados en los alrededores de Baluch.

Nelson y Spencer se quedaron de pie a la entrada de la cueva y se maravillaron de su situación, que parecía increíble. Estaban allí tratando de quitarse, quién lo habría imaginado, las lentillas de sus ojos cansados y enrojecidos. A Spencer le parecía muy extraño estar haciendo esto en una cueva.

La movilización a Afganistán había sido tan rápida que ninguno de ellos se había hecho la cirugía láser que necesitaban para corregir la miopía y que llevaban tanto tiempo postergando. Y como a veces llevaban gafas de visión nocturna, no podían usar gafas normales. Les preocupaba pensar cuánto tiempo les durarían las botellas de solución para las lentillas.

En caso de que ésta se les acabara no podrían llevar las lentillas, lo que les impediría ver. Y no poder ver equivalía a recibir balazos.

Spencer llamó a casa desde la cueva usando un teléfono vía satélite. Llevaba tres semanas sin hablar con Marcha. Spencer iba a intentar que aquello fuera lo más sencillo posible. No había suficiente tiempo para expresar la experiencia de lo que había vivido. O el absurdo de cambiarse las lentillas en una cueva mientras se libraba una guerra.

Allá en el Fuerte Campbell, Marcha y sus tres hijos habían continuado con sus vidas suponiendo que el hecho de no tener noticias de Spencer era una buena señal.

Ella se alegraba de que una furgoneta blanca del gobierno no se hubiera detenido delante de la casa para comunicarle la noticia de que Cal había muerto. Siempre que oía pasar un coche por delante de la casa se quedaba paralizada y se asomaba a la ventana, y se sentía aliviada cuando se trataba de un vecino que pasaba lentamente de largo. Tenía pavor a la posibilidad cotidiana de ver la furgoneta.

Recordaba cómo había entrado caminando en la cafetería del instituto de secundaria y había visto a Cal sentado a la mesa de fórmica, vestido con una chaqueta de los excedentes del Ejército, con su cabello rubio y greñudo. Él levantó la vista y sonrió de oreja a oreja. No se conocían el uno al otro. Marcha se dijo a sí misma: «Voy a casarme con ese tipo».

Sonó el timbre, y Cal se levantó y se fue a clase. No se hablaron hasta dos años después, en una fiesta de Navidad, durante el año de graduación de Marcha. Se enamoraron locamente el uno del otro.

Los padres de Marcha le estaban dando la lata para que fuera a la universidad. Brunswick, en Georgia, era el lugar más aburrido que uno se pudiera imaginar. Un día pasó con el coche por delante de la oficina de reclutamiento del Ejército.

Entró y el caballero que había detrás del mostrador le preguntó si podía ayudarla en algo. Sin pensárselo, se alistó.

Cuando llegó a casa llamó a Cal.

—Jamás adivinarías lo que acabo de hacer.

—No sé, ¿qué has hecho?

—Me he alistado en el Ejército.

—¿Que has hecho qué?

—Me he alistado en el Ejército.

—Ni siquiera sabía que te gustara el Ejército.

—Bueno, supongo que sí que me gusta.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Cal.

—No sé.

Y después colgó.

Cal fue en coche con sus padres a la estación de autobuses. Ella se dirigía a alguna base del Ejército en Texas. Nunca en la vida se había sentido tan solo como cuando la vio irse.

Unas tres semanas después, la llamó.

—Marcha —dijo—, quiero que te cases conmigo.

—¡Sí! —dijo ella—. ¡Sí! Pero ¿por qué no me lo pediste antes de que me alistara en el Ejército? —añadió.

Vivieron en un diminuto apartamento del Fuerte Bliss, en El Paso, mientras Marcha trabajaba en sistemas de defensa de misiles. Cuatro años después, al expirar el período de alistamiento de Marcha, ella decidió quedarse en casa con sus hijos (para entonces ya tenían dos). Cal se alistó como soldado raso, sin pensar en ningún momento que haría carrera profesional como tal. Al llegar a la marca de los diez años, estaba listo para retirarse. Pero entonces decidió presentarse a las pruebas de selección para algo llamado Fuerzas Especiales. Un par de tipos de su unidad estaban hablando sobre ello. Cal descubrió que aquello le encantaba. Y así era como, quince años después, había llegado a estar de pie en una cueva en Afganistán, telefoneando a Marcha a Estados Unidos.

Eran las tres de la mañana cuando el teléfono sonó sobre la mesita de noche de ella.

—Eh, ¿qué haces?

—¿Cal? —dijo Marcha incorporándose.

—Te quiero.

—Oh, cariño. Te echo de menos.

—Bueno, ¿qué estás haciendo?

—Dormir. Siempre me preguntas eso.

La pregunta era una broma entre ellos. Spencer estaba movilizado en algún lugar secreto de alguna parte del mundo, y él llamaba inesperadamente como si estuviera fuera en un viaje de negocios de fin de semana.

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