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Charles Fort - El libro de los condenados

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Charles Fort El libro de los condenados
  • Libro:
    El libro de los condenados
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    1919
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El libro de los condenados: resumen, descripción y anotación

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ALGUNAS OPINIONES SOBRE EL AUTOR Y SU OBRA

«Charles Fort ha llevado a cabo un terrible ataque contra la locura acumulada durante cincuenta siglos… Ha hecho unos enormes y feos agujeros en la base científica de los conocimientos modernos».

—Ben Hecht.

«Charles Fort fue el Colón de lo desconocido, el arquitecto de los OVNIS y el padre fundador de todo lo que hay de fabuloso en los confines inexplorados del Universo. El leer su obra es algo necesario para toda mente inquisitiva».

—Donald Wollheim.

«Sugiero que todo aquel que piense que el nuestro es el único mundo posible se pase un fin de semana leyendo la obra de Charles Fort».

—Arch Oboler.

«Charles Fort es el apóstol de la excepción y el sacerdote engañador de lo improbable».

—Ben Hetch

«Sus sarcasmos están en armonía con las críticas más admisibles de Einstein y de Surrell».

—Martin Gardner

«Leer a Charles Fort es como cabalgar en un cometa».

—Maynard Shipley

«Es la mayor figura literaria desde Edgar Allan Poe».

—Theodore Dreisler

«Una de las monstruosidades de la literatura».

—Edmund Pearson

«Un ramo de oro para los flagelados por la crítica».

—John Winterich

«En el Libro de los condenados hay, como mínimo, el germen de seis nuevas ciencias».

—John W. Campbell

INTRODUCCIÓN

Para presentar un libro hay que hablar primero de su autor. Pero ¿cómo hablar de Charles Fort? ¿Cómo presentar una personalidad como la suya? Por otra parte, no creo que a él le gustara tampoco. Diría: «escribir que soy un hombre de edad indefinible, bajo, regordete, con bigotes de morsa y gafas de montura metálica, rostro bonachón y mirada perdida en el infinito, no conduce, en nuestro estado intermediario, absolutamente a nada. Decir que nací en Albany, estado de Nueva York, el 9 de agosto de 1874, que mis padres poseían una pequeña tienda de ultramarinos en la que trabajé durante varios años, que ejercí simultáneamente el periodismo y la taxidermia, y que lo abandoné todo para dedicarme a coleccionar hechos extraños arrojados del seno de la ciencia por unas mentes encallecidas, es reunir una serie de datos positivistas que pueden ser aplicados a cualquiera; ya que cualquier persona es continua con todos sus semejantes, y todos los datos correspondientes a un ser determinado son hechos de una historia común a toda la humanidad, puesto que en nuestra cuasi-existencia cualquier persona puede ser baja, regordeta, con bigotes de morsa y gafas de montura metálica, tener rostro bonachón y mirada perdida en el infinito, cualquier persona puede haber nacido en Albany en 1874 y descender de los propietarios de una tienda de ultramarinos».

Porque este es el espíritu que animaba a Charles Hoy Fort, inconformista, iconoclasta, destructor de mitos y leyendas científicas, contemporáneo del futuro, y autor de uno de los libros más discutidos de nuestro siglo. «El libro de los condenados» aparecía por primera vez en Nueva York, en 1919, editado por Boni and Liveright Inc; y su aparición causaba un verdadero escándalo, siendo al mismo tiempo alabado como uno de los libros más lúcidos de los últimos tiempos e insultado como una de las aberraciones más monstruosas de toda la historia de las pseudociencias. Y así, en la polémica, el libro obtenía un éxito extraordinario: algunos lo comparaban a «The Golden Bough», la monumental y famosa obra de Frazer, otros lo equiparaban a un moderno Apocalipsis, los más calificaban a Charles Fort como «la mayor figura literaria después de Edgar Allan Poe».

Pero ¿qué es «El libro de los condenados», cómo nació, qué espíritu lo anima? Más que cualquier digresión que pueda hacer yo al respecto, creo que es el propio Charles Fort quien mejor puede definírnoslo.

«Comencé a escribir “El libro de los condenados” —dice Charles Fort— cuando era un niño. Estaba determinado a ser un naturalista. Leía con voracidad, cazaba pájaros y los disecaba, coleccionaba sellos, clasificaba minerales, clavaba insectos con agujas y les ponía etiquetas como las que veía en los museos. Luego me convertí en un periodista y, en su lugar, coleccioné cuerpos de idealistas en las morgues, escolares desfilando por Brooklin y presos en las cárceles, arreglé mis experiencias y las examiné como había examinado los huevos de los pájaros, los minerales y los insectos.

»Me asombra cada vez que oigo a alguien decir que no puede comprender los sueños o, mejor, que no ve nada especialmente místico en ellos. Que cada cual contemple su vida. No hay fenómenos de los sueños que no sean característicos para todas las vidas: la desaparición, el disolverse de nuevo de algo que uno había supuesto que seria el final, era algo tan excitante como podían serlo los fragmentos de cadáveres en las morgues, el crimen y el altruismo. Así nació el monismo que aparece a todo lo largo de “El libro de los condenados”: la fusión de todas las cosas en las demás, la imposibilidad de distinguir cualquier cosa de cualquier otra en un sentido positivo, o específicamente de discernir la vida de cada día de la existencia en los sueños.

»Tomé la determinación de escribir un libro. Comencé escribiendo novelas: cada año hacia, más o menos, tres millones y medio de palabras, aunque esto sólo sea una estimación. Pensé que, excepto en la escritura de novelas, que probablemente parecían crías de canguro, no podía hallar ningún otro incentivo por el que seguir viviendo. Abogados, naturalistas, senadores de Estados Unidos… ¡vaya conjunto de aburridos! Pero no escribía lo que deseaba. Comencé de nuevo, y me convertí en un realista ultracientífico.

»Así que tomé una enorme cantidad de notas. Tenía una pared cubierta por pequeños departamentos destinados a ellas. Tenía veinticinco mil notas. Me preocupaba la posibilidad de un incendio. Pensé en tomar las notas en un material ignífugo. Pero no era lo que quería y, finalmente, las destruí. Esto es algo que Theodore Dreiser no me perdonará jamás.

»Mi primer interés había sido científico, pero el realismo me hizo retroceder. Entonces, durante ocho años, estudié todas las artes y ciencias de que había oído hablar, e inventé media docena más de otras artes y ciencias. Me maravillé de que alguien pudiera contentarse con ser un novelista o el director de una compañía acerera, o un sastre, o gobernador, o barrendero. Entonces se me ocurrió un plan para coleccionar notas sobre todos los temas de la investigación humana acerca de todos los fenómenos conocidos, para entonces tratar de hallar la mayor diversidad posible de datos, de concordancias, que significaran algo de orden cósmico o ley o fórmula… algo que pudiera ser generalizado. Coleccioné notas sobre los principios y fenómenos de la astronomía, sociología, psicología, buceo a grandes profundidades, navegación, exploraciones, volcanes, religiones, sexos, gusanos… eso es, buscando siempre similitudes en las diferencias más aparentes, tal y como cuantivalencias astronómicas, químicas y sociológicas, o perturbaciones astronómicas, químicas y sociológicas, combinaciones químicas y musicales, fenómenos morfológicos de magnetismo, química y atracciones sexuales.

»Acabé por tener cuarenta mil notas, repartidas en mil trescientos temas tales como: “armonía”, «equilibrio», «catalizadores», «saturación», «oferta» y «metabolismo». Eran mil trescientos demonios aullando con mil trescientas voces a mi intento de hallar una finalidad. Escribí un libro que expresaba muy poco de lo que estaba tratando de conseguir. Lo recorté, de quinientas o seiscientas páginas, a noventa. Entonces lo tiré: no era lo que quería.

»Pero la fuerza de las cuarenta mil notas había sido modificada por este libro. No obstante, el poder o la hipnosis de todas ellas, de las notas ortodoxas, del materialismo ortodoxo, del Tyndall dice esto o del Darwin dice aquello, la autoridad, la positividad, de los químicos y astrónomos y geólogos que habían probado eso o aquello, el monismo y la nausea, me estaban haciendo escribir sobre el hecho de que ni siquiera dos veces dos son cuatro, excepto en una forma arbitraria y convencional; o sea, que no existe nada positivo, que hasta el sujeto más profundamente hipnotizado tiene alguna débil consciencia de su estado, y que con una duda aquí y una insatisfacción allá, jamás ha sido totalmente fiel a la ortodoxia científica, como nunca lo fue un monje medieval o un miembro del Ejército de Salvación aunque ellos no se hicieran preguntas. La unicidad de la totalidad. Que en mi tentativa de hallar lo que se esconde tras los fenómenos me había equivocado en las dos clasificaciones con las que había terminado: que esos dos órdenes de lo aparente representan extremos ideales que no tienen existencia en nuestro estado de simulación, que nosotros y todas las demás apariencias o fantasmas de un supersueño somos expresiones de un flujo cósmico o una graduación entre ellos; uno llamado desorden, falta de realidad, inexistencia, equilibrio, fealdad, discordancia, inconsistencia; y el otro llamado orden, realidad, equilibrio, belleza, armonía, justicia, verdad. Este es el tema que se esconde bajo “El libro de los condenados”. Es algo que muchas personas no han querido».

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