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Norberto Fuentes - Condenados de Condado

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Norberto Fuentes Condenados de Condado
  • Libro:
    Condenados de Condado
  • Autor:
  • Editor:
    Seix Barral
  • Genre:
  • Año:
    2000
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Condenados de Condado: resumen, descripción y anotación

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Este libro, que se publicó por primera vez en La Habana en 1968, fue censurado por petición de Fidel Castro bajo el pretexto de que daba una pésima imagen de la guerrilla de Cuba. Sin embargo, éstos son relatos verdaderos sobre la manera en que se desarrolló la Revolución de 1959, lo que Fidel llamaba «la lucha contra bandidos», es decir los contrarrevolucionarios: seis años de combates, miles de hombres luchando hermanos contra hermanos, bandas con trovadores que cantaban las hazañas de unos jefes que hasta el día anterior eran brutales campesinos de la cordillera y cuyos apodos eran Látigo Negro, Tita el Cagüero, El Mocho, Caralinda.
Estas son historias de hombres duros y valientes, de fusilados y de muertos en despiadados combates cuerpo a cuerpo, de viudas desconsoladas, de madres dolientes, y como en las tragedias clásicas, todo se desarrolla en un pequeño pueblo, Condado, «medio kilómetro de calle central, un cementerio y un campamento militar», en la Sierra del Escambray en el centro de Cuba, «un paraíso de sangre y de desmesura de la conducta humana».

Condenados de Condado
Norberto Fuentes
Diseño de portada: Germán Montalvo/Rogelio Rangel Saluzzo
Primera edición, 1991
ISBN: 968 - 36 - 1687 - 9
A Estrella y Norberto, esos viejos que me padecen.
A mi mujer; la tristeza.
Las narraciones que ahora vienen sólo se comprometen con mi imaginación aunque yo haya tocado esos hombres y esos muertos.
Durante siete años, desde 1960 hasta 1966, grupos de guerrillas contrarrevolucionarias se movieron y operaron en la Sierra de Escambray, región central de Cuba.

Al pie del Escambray, si se mira desde la costa sur, está el pueblo de Condado; mil habitantes, medio kilómetro de calle central, un cementerio y un campamento militar.
EL CAPITÁN DESCALZO
El campo labrado se hundía en un cañón de la montaña y lindaba con aquel maniguazo tupido donde el marabú se enlazaba con el limón y el limón con el almácigo y el almácigo con la enredadera y la enredadera con la marihuana y la marihuana con el cigüelón y el cigüelón con el cafeto y el cafeto con el marabú.
Un trillo roto a filo de machete, enlazaba el campo de labranza con la casa del Capitán Descalzo. Frente a la casa cruzaba el camino que topa en Condado. Descalzo detuvo los bueyes. Las bestias se liberaron por un instante del vocerío y el aguijón, pero ellas sabían que era sólo por un instante y por eso siguieron rumiando sus penas y sus hierbas.
Descalzo se sentó en el linde del maniguazo y la labranza. A su lado yacía el saco de la merienda, compuesta de una barra de pan criollo y el porrón de agua fresca. Descalzo comenzó a masticar el pan, empujando cada trozo con un sorbo de agua; él vestía una camisa de faena, un pantalón azul-brillo, amarrado a la cintura por una soga, y gorra de pelotero en la cabeza. Sus pies sobresalían más allá de los deshechos bajos del pantalón. Unos pies enormes, de plantas mugrientas y callosas.
—Me persiguen —dijo alguien. Descalzo echó mano por el machetín, se incorporó y le dio frente al dueño de esas palabras. Me persiguen, repitió el hombre, que sostenía un Garand y sobre la cadera derecha le pendía una pistolera.
—No soy ladrón —aseguró el hombre.
—No me gustan las cosas de gente que huye —dijo Descalzo. El hombre miró hacia atrás y arriba, hacia el lugar donde un tumulto de polvo rojo, arrancado a la tierra, se acercaba seguro, calmoso.
—Esa es la Milicia —dijo Descalzo.
—Ellos vienen por mí, pero ya no puedo más.
El hombre se sentó al lado del porrón y la barra de pan.
—¿Me regalas un pedazo de pan y un poco de agua?
—Sírvete —brindó Descalzo—. Y vete lo más rápido que puedas. No quiero perjudicar a mi familia.
El hombre vació el porrón de tres pasadas, ahogando la sed que tenía prendida en el encuentro de la lengua y la garganta. Descalzo le preguntó:
—¿Qué arma es esa?
—Una Luguer —dijo el hombre.
—¿Es buena?
—Buena cantidá.
—Pero luce un poco vieja, ¿eh?
—La manigua me la oxidó —explicó el hombre—. Así y todo me dispara bien. Es una pistola muy noble.
—Esta es el arma que a mí me gusta —dijo Descalzo, blandiendo su machete.
—¿Es un Collin?
—Sí —respondió Descalzo—, un Collin que lleva conmigo más de diez años.
—Déjeme ver la marca de fábrica —pidió el hombre. Descalzo le entregó el machete y él revisó abajo de la empuñadura, en el lugar que grabaron el gallo y las siglas del industrial: COLLIN.
—No cabe duda, es un Collin —y le devolvió el machete a Descalzo—. Cuide ese machete, que es el de mejor calidad, el de mejor acero.
—¡No digo yo! —exclamó Descalzo.
El hombre dividió la barra de pan y Descalzo le recorrió el filo sobre las venas de la muñeca, abriéndole el paso a la sangre, que fue arrastrándose hasta la palma de la mano y enchumbando la masa de pan.
—Oiga, ¿por qué usté me hace esto? —preguntó el hombre.
Descalzo dio un golpe preciso y el machete se encajó en la culata del Garand que el hombre sostenía sobre los muslos. La mano cayó sobre la tierra, sujetando el pedazo de pan. El hombre quiso recoger su mano, pero un nuevo machetazo, esta vez en la nuca, hizo que el grito del hombre se ahogara en borbotones de sangre que se coagularon en la boca.
Descalzo recogió el Garand y la Luguer, llegó a su casa, entrando por la puerta de la cocina, regañando a los hijos que correteaban por la casa, dejando las armas sobre su cama y saliendo al portal en el momento en que la caravana se detenía frente a sus ojos.
Del primer jeep se apeó Bunder Pacheco. Los soldados esperaron sentados en sus vehículos.
—¿Cómo anda ese Capitán Descalzo? —saludó Bunder Pacheco.
—Ahí me ve, comandante. —Descalzo se consiguió dos taburetes y los trajo hasta el portal. Se sentaron.
—¿Qué cosas tiene que contarme, Capitán?
—Ando muy mal en estos días, muy triste —respondió—. La mujer se fue y me dejó con esta docena de muchachos.
—Eso me dijeron, Capitán.
—Yo le pedí a la muerte que no lo hiciera, pero ya usted sabe lo terca que es ella.
—No me gusta verlo así, Capitán.
—Se la llevó de todas maneras.
—Ahora yo también me pongo triste, Capitán.
—No se preocupe por mí, comandante. ¿Quiere una taza de café?
—Si me la brindara...
Descalzo llamó a uno de los muchachos y le dijo que hiciera calé.
—¿Y cómo anda en el trabajo?
—No se anda muy bien, ¿sabe? El maíz ha venido malo con esta seca y el café tiene el precio muy bajo. No, no ando muy bien. Además, ya estoy viejo y los surcos no me salen rectos.
—Oiga, Capitán, ¿por qué no se va para la Baña? Usted sabe que allá tiene casa, automóvil y sueldo.
—No puedo, comandante, no puedo. Ya usted sabe como son las cosas. El reglamento dice que el uso de las botas es obligatorio. Y así yo no puedo estar en ningún lado. Espéreme un momento para que vea —y se levantó del taburete, entró en la casa, y al rato regresó con un par de botas en la mano.
—¿No las ve? Están nuevas de paquete, iguales que cuando me las dieron hace seis años. Pero por mucho que intento, no puedo andar con zapatos. No sé, me sucede algo así como si me faltara la respiración.
Bunder Pacheco sonrió.
—No se ría, no se ría. Yo le aseguro a usted que estos son los mejores zapatos que existen —y mostró sus enormes pies—. El día que se me rompan éstos, ya no voy a necesitar más.
El muchacho trajo un café recalentado; después de apurarlo, Bunder Pacheco se levantó y fue a despedirse.
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