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Cristina Peri Rossi - Fantasías eróticas

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Cristina Peri Rossi Fantasías eróticas

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Preámbulo
Nochevieja en el Daniel’s

La noche de Fin de Año de 1989 (detesto llamarla Nochevieja, me pone triste), decidí pasar a tomar una copa en el Da niel’s . El Daniel’s es uno de los locales de «ambiente» más antiguos de Barcelona, y uno de los pocos para mujeres solas. Para mujeres que aman a mujeres. Es inútil que lo busque en los periódicos o en las guías exclusivas: Daniela, la dueña, se precia de no anunciar su club en ninguna parte. Cree que, de ese modo, selecciona mejor la concurrencia. Porque el Daniel’s es un bar de exiguas dimensiones, con una pequeña pista de baile y una mesa de billar, en la segunda planta, que casi nadie usa. Quizás por eso tiene una atmósfera íntima y cálida, acogedora. La dueña conoce a la mayoría de las mujeres que van allí, solas, o con otra mujer. Es más: conoce sus historias personales, sus amores, sus duelos, sus alegrías y frustraciones, los problemas con padres, maridos o hijos. A veces aconseja a alguna que se lo pide, pero, en general, se mantiene reservada: ama la discreción más que cualquier cosa en este mundo. Parte de esa discreción es no anunciar el club en los periódicos o revistas. De este modo asegura a las clientas el anonimato, si es necesario.

El Daniel’s nunca tiene la puerta abierta. Para entrar hay que llamar al timbre (al lado de una placa de metal que dice: «Se reserva el derecho de admisión») y esperar que Daniela, o alguna de las chicas, observe por la mirilla, y luego, si la clienta es aceptada, por fin se abre la puerta. Siempre hay un par de chicas que ayudan a Daniela a atender la barra, servir las copas o pinchar los discos. Son muy jóvenes y tienen ese aspecto deliberadamente ambiguo que ha marcado el estilo de una época y de una alternativa sexual. En efecto: cualquiera podría confundirlas con un adolescente del sexo masculino. Usan los cabellos muy cortos y peinados hacia atrás, a veces con un toque de gomina; son muy delgadas, no tienen pechos y nunca se maquillan. Pero algo en sus gestos suaves, en sus movimientos de gacela, revela, en definitiva, que son chicas: adolescentes rebeldes que viven solas o comparten piso, emigrantes de oscuros pueblos alejados de la gran ciudad que un día huyeron del provincianismo y la rigidez de las costumbres. Daniela vela por ellas, como un padre o una madre protector/a.

Creo que el Daniel’s es el club privado de mujeres para mujeres más antiguo de Barcelona. Yo lo conocí en 1976, y desde entonces ha cambiado muy poco. Ahora tiene luces psicodélicas y billar americano, pero nada más.

He ido pocas veces al Daniel’s: tres o cuatro, a lo sumo, pese a lo cual, la última noche de 1989, cuando llamé a la puerta, Daniela me reconoció y se alegró de verme. Yo fui precisamente esa noche porque pensé que sería una noche muy especial. En efecto: Daniela me dijo, no bien entré: «Quédate hasta las tres de la mañana. A esa hora, apagaremos las luces, encenderemos velas y brindaremos con cava, gentileza de la casa».

Siento mucha simpatía por la gente que se refiere a su negocio como «la casa»: una prolongación del hogar materno, un útero protector que nos libera de la hostilidad exterior. Y me parece que Daniela es tan hogareña que el local se asemeja a una casa colectiva, para mujeres solas, sin hombres. (Daniela es rigurosa en eso: ni los gays son admitidos. «También son hombres —dice— y, a veces, de los peores»).

Esa noche, el local estaba muy concurrido. Ya habíamos entrado en el nuevo año, y a medida que las mujeres conseguían desprenderse de sus compromisos afluían al Daniel’s como a un territorio liberado: liberado de las formas sociales ortodoxas, de las obligaciones familiares, de los vínculos convencionales, sin fantasía ni pasión. Me pareció notar que una vez llegadas al Daniel’s , esas mujeres lanzaban un «¡ah!» de alivio y de satisfacción.

Por ser una noche muy especial, el Daniel’s, que normalmente cierra a las tres, iba a cerrar al alba o bien entrada la mañana.

Nunca vi tanta gente junta en un lugar tan pequeño. Las mujeres llegaban solas, en pareja o en grupo, se despojaban de sus abrigos, se saludaban (muchas parecían conocerse), empezaban a hablar o se echaban a la pista, a bailar. Yo no conocía a ninguna, y si alguna me conocía a mí (cosa muy probable) la discreción le impedía demostrármelo, con lo cual me sentía tranquila: me gusta observar sin que me observen.

En el local hacía mucho calor y el humo creaba una especie de velo evanescente, donde se diluían los rostros y las formas. Me pareció que todas aquellas mujeres estaban contentas, y eso me reconfortó, porque no soporto a la gente que se pone lúgubre con el Año Nuevo. Para observar mejor, me fui hacia un ángulo del salón, donde estaba la gente que no bailaba. Las parejas danzantes (dos rostros de mujeres, dos pares de senos, cuatro piernas bajo las curvas) se asemejaban a un tiovivo de Janos (el dios de la mitología griega provisto de dos cabezas; pero, en este caso, eran dos cabezas femeninas).

De pronto, en el local repleto de humo y de cuerpos agitados apareció una pareja extravagante. Eran el hombre y la mujer más bellos que había visto en muchos años, y su aparición inesperada elevó una serie de murmullos. Miré a Daniela y vi que los recibía con un saludo, por lo cual pensé que no se trataba de una pareja despistada, que había accedido por error al bar de ambiente. El aspecto y la vestimenta revelaban que no eran de la ciudad, ni posiblemente del Estado. Quiero decir: podían salir directamente de un fotograma de Visconti o de Bertolucci, pero jamás de una película de Buñuel o de Almodóvar. Eran italianas, seguramente, con esa belleza renacentista que solo se da en Roma o en Milán, en Génova o en Venecia. No eran muy jóvenes: quizás rozaban los cuarenta años, la edad de esplendor de la mujer. Ella (me refiero a la que vestía como mujer) era tan hermosa como Iva Zanicchi, Mina o Monica Vitti: esa belleza sensual y apasionada que se desprende de rasgos perfectamente clásicos; una combinación que no se da en otra parte. No podía decir exactamente que fuera elegante, a pesar de la ropa sofisticada, porque las grandes bellezas italianas (como Silvana Mangano) casi siempre tienen un ligero toque de vulgaridad que las hace más terrenales, más carnales, más accesibles. Pueden estar una noche en el palco de la Scala de Milán escuchando Un bailo in maschera y, al otro día, discutiendo apasionadamente con la verdulera del mercado, sin olvidar los tacos.

Pensé que muchas de las jovencitas que estaban en el Daniel’s y que reaccionaban con extrañeza ante esta aparición (ellas, que explotaban con tanta convicción el modelo lesbiano de la ambigüedad, de la incertidumbre o duplicidad sexual) no tenían, quizás, los mismos puntos de referencia que yo. No debían saber quién era Iva Zanicchi, ni Mina ni Silvana Mangano. Posiblemente tampoco estaban muy seguras de la estética romántica, del juego del blanco y del negro —como George Sand—, de la palidez de los amantes de Margarita Gautier. Pero yo, sí.

Me puse a mirar fijamente a la pareja, como una espectadora entendida: esa función merecía un público adicto, de connaisseurs, no de principiantes. Ella iba vestida con una amplia y larga falda negra, muy abundante, una blusa de seda blanca de volantes en el pecho y botas de cuero negro, muy ajustadas.

Tenía larguísimos pendientes (negros y blancos, haciendo juego) y, en el brazo, una ancha pulsera de oro, de la cual colgaban, como lágrimas, abalorios esmeraldas. Estaba muy maquillada, pero de una manera tan particular que la pintura y la piel parecían inseparables. El cuerpo era maduro, sensual: hombros bien torneados, boca ancha, ojos negros, profundos, senos casi opulentos y un buen par de caderas.

En cuanto a su acompañante (no estaba dispuesta a desnudarla para comprobar que efectivamente tenía un par de senos diminutos y una vagina oculta entre la mata de pelos), parecía un hombre alto, apuesto, pálido, perfectamente impasible y distante, pero atento con su dama. Vestía un traje ceñido de cuero negro, con una camisa muy blanca discretamente bordada en hilo y cerrada con gemelos de oro. Era un poco más alto que ella, y su figura, admirablemente estrecha, sin curvas ni ondulaciones, había limado esas protuberancias que delatan siempre a la mujer. El cabello, abundante, estaba muy bien cortado, hacia atrás, y era oscuro, contrastando con la enorme palidez del rostro.

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