Sergio C. Fanjul - La ciudad infinita
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- Libro:La ciudad infinita
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2019
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La ciudad infinita: resumen, descripción y anotación
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SERGIO C. FANJUL: (Oviedo, 1980) es periodista y poeta. Colabora, escribiendo sobre cultura y ciencia, en El País, Play Ground y Vice. Es autor de varios poemarios premiados y libros de relatos. Su libro más reciente es La vida instantánea (2018).
El distrito Centro del Universo entero
Durante algunos años, al poco de instalarme en Madrid, viví muy cerca de la plaza de Callao, en unas calles cercanas al Senado que, a pesar de estar en mitad de toda la pomada centralina, ofrecían la tranquilidad de una aldea. Algunas tardes me asomaba al balcón y observaba cómo el viento mecía suavemente las ramas de los árboles y casi podía oír el roce de las hojas; a veces pasaban los señores senadores, nunca demasiado ajetreados, qué delicia. En la esquina de abajo había un famoso restaurante de buey a la piedra, y en la otra esquina otro célebre por su cocido de tres vuelcos, delante del cual los fines de semana se formaban colas de turistas y gentes de buen comer.
Al anochecer, algunas veces, bajaba a la plaza de Oriente, donde alguien dejó caer desde el espacio exterior el Palacio Real como un mastodóntico ladrillo (más que real, hiperreal), y miraba, sentado en la hierba del parque, rodeado de turistas y parejas acarameladas, el sol ya domesticado poniéndose al oeste por la Casa de Campo. El cielo vespertino se teñía de esos tonos anaranjados y violáceos que solo adopta con esa intensidad en Madrid: el cielo de Madrid es un monumento más o, tal vez, el monumento mayor, igual que la piel es el mayor órgano del cuerpo humano. Descubrí la palabra «arrebol», caída en desuso, que denota precisamente ese color rojizo que adquieren las nubes del oeste al atardecer. Mi corazón estaba herido de tanta belleza.
En aquel piso de la calle Guillermo Rolland éramos tres habitantes fijos, los que serían mis primeros amigos en la ciudad, y una habitación rotante por la que pasaron decenas de personas de toda clase, raza, condición, género y nacionalidad: el mundo de los pisos compartidos tenía su gracia, porque tenían algo de Organización de las Naciones Unidas o, mejor dicho, de albergue internacional (yo cogí fluidez en mi inglés sin salir de la cocina de mi propia casa).
Ahora, sin embargo, la cosa está complicada porque algunos pretenden que compartamos piso hasta que seamos ancianos: lo llaman coliving, para darle la habitual pátina de coolness a lo precario. Lo que experimenté al vivir en un lugar tan céntrico de la capital fue, primero, cierta fascinación, porque todo lo que ocurría en el mundo ocurría allí (las noticias en el Congreso, los anuncios por la Gran Vía, las películas españolas por el Madrid de los Austrias, las encuestas callejeras de la tele por la calle Preciados, las últimas transformaciones culturales y urbanas por Lavapiés o Malasaña). Luego, cierta sensación de claustrofobia precisamente por la misma razón: porque parecía no haber un afuera.
Entonces los distritos aún no estaban de moda, como luego los puso el Ayuntamiento de Ahora Madrid, y el resto del Universo constituía la Provincia: Callao era el eje central desde el que todo se irradiaba. Tanto es así que cuando se iba celebrar la boda real entre Felipe & Letizia vinieron unos agentes policiales casa por casa a pedirnos la documentación y a comprobar nuestro pelaje. Se empezaron a ver armas largas por las calles, como si fuéramos los rehenes de un ejército de ocupación, mirando los fusiles mientras lamíamos helado de chocolate.
El día del fasto, 22 de mayo de 2004, no pude regresar a mi hogar desde un after hours malasañero porque tenían las calles cortadas para que pasaran los novios. Cuando intenté cruzar la Gran Vía, con los ojos enrojecidos y el paso errático del hardnighter, un agente de la Policía Nacional me echó el alto y me hizo dar media vuelta: por allí iba a pasar la comitiva nupcial y, de hecho, los monárquicos y los curiosos ya empezaban a coger los mejores sitios junto a las vallas. Nadie podía pasar. Si no podía ir a mi casa, ¿dónde demonios se supone que tenía que ir? ¿Por qué la dinastía borbónica me obligaba a seguir de fiesta? Tranquis: me volví a reenganchar en el after con unos desconocidos y pasamos juntos a una nueva dimensión. En casa de una tal Andrea Julia, joven de nombre novelesco, vimos el evento por la tele. Son cosas que pasan en el distrito Centro de Madrid.
Ahora sobrevivo en Lavapiés, que, estrictamente, es distrito Centro, pero que tiene un carácter mucho más barrial y menos céntrico, o eso se pretende. Desde aquí comienzo a pasear, y es un buen comienzo para cada itinerario porque, dada su situación geográfica, equidista de todas las esquinas del centro y de todas las periferias; su comunicación es muy buena porque Madrid es radial, como las ruedas y como el sol.
Nada más salir de casa veo el Carrefour de Lavapiés, el primer supermercado de España en abrir las veinticuatro horas y que considero también uno de los centros del Universo conocido. Sus horarios, tan amplios que no pueden serlo más, nos dicen mucho de los estilos de vida que se van imponiendo: jornadas laborales interminables o desestructuradas y una sociedad siempre encendida, siempre online, a cualquier hora del día o de la noche. Aunque una de las grandes ventajas de estos horarios sería comprar cerveza a cualquier hora, por las noches está prohibido, con lo cual tampoco el bienestar social crece en demasía. Una vez me levanté, me asomé al balcón, y vi que la verja del Carrefour de Lavapiés estaba cerrada, cosa extrañísima en un sitio famoso por abrir siempre. Inferí que nos encontrábamos amenazados por una guerra nuclear o una invasión extraterrestre, y sentí miedo, como cuando derribaron las Torres Gemelas con aviones. Eso no era normal: estaba acostumbrado a acostarme con el Carrefour abierto y despertarme con el Carrefour abierto. Pero resulta que era Primero de Mayo, el Día del Trabajo. Todavía se respetan algunas cosas.
El Carrefour de Lavapiés es también un Gran Teatro del Mundo donde yo observo a la gente y me voy dando cuenta de cómo cambian las cosas en este planeta y en esta ciudad, hasta el absurdo. Cuando llegué a Lavapiés este era un supermercado normal, bastante feo, de azulejos blancos, como el vestuario de un presidio: en su enorme hilera de cajas estaba la gente aleatoria, el fruto de millones de años de evolución biológica, las señoras, la inmigración, etcétera. Ahora el Carrefour de Lavapiés está hiperdiseñado, como el mundo en general, y hay sección ecológica y cosmética, gran cuidado con el glutamato monosódico y los alérgenos, una pequeña cafetería y hasta una barra de sushi hecho allí mismo por un sushiman oriental, preciso como un ninja. Por supuesto, hay wifi gratis.
En la composición social de la clientela del Carrefour de Lavapiés, abierto las veinticuatro horas, se observa la composición social de la ciudad: los turistas que compran pizza congelada y cereales para el desayuno, los hipsters recién aterrizados en este barrio que la revista internacional Time Out considera el más cool del mundo, los restos de la población anterior (las señoras que, como digo, son las que dan legitimidad a un barrio), los jóvenes profesionales urbanos que se han acercado a la zona al calor de su nueva molonitud, más usuarios que vecinos. En el supermercado, en cualquier supermercado, se experimenta lo que Marx llamó el fetichismo de la mercancía, eso de admirar un objeto sin pensar ni por un solo momento quién lo ha fabricado, ni cómo, ni dónde, ni de qué manera ha llegado hasta aquí, hasta nuestras manos. Ahora a eso lo llaman «trazabilidad», que suena menos misterioso y atávico.
En el supermercado se ve plástico y cartón coloreado, y ya plastifican hasta los trozos de sandía cortada, y buena parte de ese plástico, después de usado un instante, se va al mar y forma enormes islas en la mitad más desierta de los océanos y se lo comen las tortugas o se lo come usted cuando se come un pescado al horno plagado de microplásticos. En el Carrefour de Lavapiés se ve la furia inmobiliaria y los problemas ecológicos y sociales, por eso yo voy al Carrefour a Lavapiés a mirar la realidad en estado puro, y después a pasar por caja. Hay una cajera de aspecto punk, con media cabeza rapada y
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