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Robert P. Crease - El prisma y el péndulo

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Robert P. Crease El prisma y el péndulo
  • Libro:
    El prisma y el péndulo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2003
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AGRADECIMIENTOS

Este libro surgió de un artículo que escribí para Physics World, y estoy en deuda con sus editores, especialmente con Martin Durrani y Peter Rodgers, por darme la oportunidad de escribir una columna para esa revista, así como con los centenares de personas que respondieron a mi encuesta original. Escribí este libro (al tiempo que perseguía otros proyectos) durante un aparte de un período sabático fuera de la Universidad Stony Brook que realicé en el Instituto Dibner de Historia de la Ciencia y la Tecnología en el MIT; estoy en deuda con su director, George E. Smith, y con otros miembros del instituto —Carla Chrisfield, Rita Dempsey, Bonnie Edwards y Trudy Kontoff—, así como con el personal de la biblioteca Burndy: Anne Battis, Howard Kennet, David McGee, Judith Nelson y Ben Weiss. Estoy en deuda con mi agente literario, John Michel, que me guió con imaginación en la dirección correcta, así como con mi editor, William Murphy. Como todos los columnistas, busco en otros inspiración, ideas e información. Entre los que me proporcionaron sugerencias, comentarios e información útiles o que me ayudaron de algún otro modo se encuentran: Philip Bradfield, Edward Casey, Elizabeth Cavicchi, Stephanie Crease, Robert DiSalle, Patrick Heelan, Jeff Horn, Thomas Humphrey, Don Ihde, Claus Jönsson, Kate de South Country, Jean-Marc Lévy Leblond, Gerald Lucas, Peter Manchester, Alberto Martínez, Pier Giorgio Merli, Lee Miller, Arthur Molella, Giulio Pozzi, Patri Pugliese, Evan Selinger, Thomas Settle, Steve Snyder, Bob Street, Clifford Swartz, Akira Tonomura, Jeb Weisman, Evan Welsh, Donn Welton y muchos otros. Como siempre, me han dado energía los sonidos de la sorpresa. Por último, quiero agradecer a Jack Train, Jr., su innovadora divulgación científica, sus brillantes dotes de corrector y su generosidad que han sido para mí fuente de inspiración durante décadas.

ROBERT P CREASE Philadelphia Pennsylvania 22 de Octubre de 1953 Es un - photo 1

ROBERT P CREASE Philadelphia Pennsylvania 22 de Octubre de 1953 Es un - photo 2

ROBERT P. CREASE (Philadelphia, Pennsylvania, 22 de Octubre de 1953). Es un filósofo y el historiador de la ciencia. Es co-editor de la revista académica Física en Perspectiva y escribe una columna mensual, «Puntos Críticos», para la revista de física internacional Physics World.

Es Presidente del Departamento de Filosofía de la Universidad de Stony Brook, donde ha sido profesor desde 1987. En la filosofía de sus intereses se encuentran en la teoría desempeño, experiencia y confianza. En la historia de la ciencia su interés se centra en la historia del Laboratorio Nacional de Brookhaven, uno de los tres primeros laboratorios nacionales de Estados Unidos; es co-fundador de las conferencias de historia laboratorio que se han celebrado cada dos años desde 1999. En 2007 fue elegido miembro de la Sociedad Física Americana (APS) en los Estados Unidos, y el Instituto de Física (IOP) en Londres.

Ha escrito, co-escrito, traducido o editado más de una docena de libros. Sus artículos han aparecido en el Atlántico, el New York Times, el Wall Street Journal, y otros lugares.

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LA MEDIDA DEL MUNDO
Eratóstenes y la circunferencia
de la Tierra

En el siglo III a. C. un académico griego llamado Eratóstenes (c. 276-c. 195 a. C.) realizó la primera medición conocida del tamaño de la Tierra. Sus herramientas eran simples: la sombra proyectada por el indicador de un reloj de sol y una serie de mediciones y suposiciones. Pero la medición fue tan ingeniosa que sería citada con autoridad durante cientos de años. Y tan sencilla e instructiva que, casi 2.500 años más tarde, la reproducen cada año escolares de todo el mundo. Se basa en un principio tan elegante que al comprenderlo uno se siente impulsado a salir afuera y medir la longitud de una sombra.

El experimento de Eratóstenes combina dos ideas de enorme trascendencia. La primera era concebir el cosmos como un conjunto de objetos (la Tierra, el Sol, los planetas y las estrellas) dispuestos en el espacio corriente de tres dimensiones. Esto puede parecernos obvio hoy, pero no era una creencia común por aquel entonces. Una de las contribuciones de la Grecia clásica a la ciencia fue insistir en que tras la multitud de movimientos cambiantes del mundo y de la bóveda celeste se encuentra un orden impersonal e inmutable, una arquitectura cósmica que se puede describir y explicar con la ayuda de la geometría. La segunda idea consistía en realizar mediciones corrientes para comprender el ámbito y dimensiones de esta arquitectura cósmica. Al combinar estas dos concepciones, a Eratóstenes se le ocurrió la audaz idea de que las mismas técnicas que se aplicaban a la construcción de casas y puentes, a la ordenación de campos y carreteras y a la predicción de las inundaciones y los monzones podían proporcionarnos información sobre las dimensiones de la Tierra y otros cuerpos celestes.

Eratóstenes partió de la suposición de que la Tierra era aproximadamente esférica. Aunque hoy suele creerse que Colón pretendía demostrar con su viaje que el mundo no era plano, muchos de los griegos antiguos que habían reflexionado sobre el cosmos ya habían llegado a la conclusión de que la Tierra no sólo tenía que ser esférica, sino que además tenía que ser diminuta en comparación con el resto del universo. Así lo creía Aristóteles, quien en su obra Acerca del cielo, escrita aproximadamente un siglo antes de Eratóstenes, proponía varios argumentos, algunos lógicos y otros empíricos, para explicar por qué la Tierra tenía que ser esférica. Aristóteles señalaba, por ejemplo, que durante los eclipses la sombra proyectada por la Tierra sobre la Luna siempre es curva, algo que sólo puede suceder si la Tierra es redonda. También se percató de que los viajeros ven estrellas distintas cuando van al norte o al sur (improbable si el mundo fuera plano), que ciertas estrellas visibles en Egipto y en Chipre no se ven en tierras más septentrionales mientras que otras estrellas que son siempre visibles en el norte salen y se ponen en el sur, como si se vieran en la lejanía desde la superficie de un objeto redondo. «Esto no sólo indica que la masa de la Tierra es de forma esférica», escribió Aristóteles, «sino también que, en comparación con las estrellas, no es de gran tamaño».

Nunca falto de recursos, el pensador presentaba también otros argumentos más creativos. Gracias a los relatos de viajeros extranjeros y expediciones militares sabía que los elefantes se hallaban en tierras distantes tanto al este (África) como al oeste (Asia). Por lo tanto, decía, estas tierras probablemente se encuentren unidas, una conjetura ingeniosa pero incorrecta. Otros filósofos griegos propusieron argumentos adicionales a favor de la forma esférica de la Tierra, entre ellos la diferencia en el momento de la salida y la puesta del Sol en distintos países o el hecho de que los barcos se pierden en el horizonte desde el casco hacia arriba.

Nada de esto, sin embargo, daba respuesta a una pregunta básica: ¿qué tamaño tiene esta Tierra redonda? ¿Acaso es posible llegar a conocer su tamaño sin necesidad de enviar topógrafos a recorrer toda su circunferencia?

De los tiempos anteriores a Eratóstenes no nos han llegado más que estimaciones del tamaño de la Tierra. De la más antigua nos informa Aristóteles, según el cual «los matemáticos que intentan calcular la circunferencia de la Tierra llegan a la cifra de 400.000 estadios», pero no nos dice ni sus fuentes ni sus razonamientos. Además, es imposible convertir esta cifra a unidades modernas con precisión. Un estadio corresponde a la longitud de un estadio de carreras griego, que variaba de una ciudad a otra. Con una estimación aproximada de la longitud del estadio, los investigadores actuales convierten la cifra que da Aristóteles en algo más de 64.000 kilómetros (el número real es de unos 40.000 kilómetros). Arquímedes, quien construyó modelos del cosmos en los que los cuerpos celestes rotaban unos alrededor de otros, propuso una estimación ligeramente menor que la de Aristóteles: 300.000 estadios, o algo más de 48.000 kilómetros. Pero tampoco él nos ha dejado pistas sobre sus fuentes o su razonamiento.

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