Medicamentos psiquiátricos
y el asombroso aumento de las
enfermedades mentales
Robert Whitaker
Traducido por J. Manuel Álvarez
Título original: Anatomy of an Epidemic: Magic Bullets, Psychiatric Drugs, and the Astonishing Rise of Mental Illness in America (2011)
© Del libro: Robert Whitaker
© De la traducción: Jose Manuel Álvarez flórez
Edición en ebook: febrero de 2017
© De esta edición:
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Robert Whitaker
Estados Unidos
Periodista y escritor estadounidense, Whitaker escribe principalmente sobre medicina, ciencia e historia. Whitaker fue escritor médico en el Albany Times Union de 1989 a 1994. En 1992 trabajó como periodista científico en el MIT, y después como director de publicaciones en la Escuela de Medicina de Harvard. En 1994 fue cofundador de una empresa editorial, CenterWatch , que cubría la industria de los ensayos clínicos farmacéuticos. CenterWatch fue posteriormente adquirida por Medical Economics, una división de The Thomson Corporation, en 1998.
Ha recibido numerosos premios, como el Polk George por redacción médica o el premio de la Asociación Nacional de Ciencia al mejor artículo. En 1998 co-escribió una serie de artículos de investigación sobre psiquiatría para el Boston Globe que le hicieron ser finalista del premio Pulitzer de Servicio Público. Anatomía de una epidemia ganó el premio al mejor libro de 2011 de la Asociación de Reporteros y Editores de Investigación. Whitaker se ha ganado la fama de ser unos de los mayores y más incisivos críticos contra la sabiduría convencional de los tratamientos sobre la enfermedad mental con drogas farmacéuticas.
Prólogo
L a historia de la psiquiatría y de sus tratamientos puede ser un asunto polémico en nuestra sociedad, tanto que cuando se escribe sobre él, como lo hice yo en un libro anterior, Mad in America , la gente te suele preguntar cómo es que te interesaste por el tema. Se supone que tiene que haber una razón personal para hacerlo porque si no, preferirías mantenerte alejado de un campo de minas político como ese. La persona que hace la pregunta suele intentar determinar además si tienes algún prejuicio personal que condicione lo que escribes.
Yo no tenía ningún interés personal por el tema. Llegué hasta él de una forma muy indirecta.
En 1994, tras haber trabajado varios años como reportero, dejé el periodismo diario para cofundar CenterWatch, una empresa editorial que informaba sobre los aspectos comerciales de los ensayos clínicos de los nuevos fármacos. Nuestros lectores procedían de empresas farmacéuticas, facultades de medicina, consultorios médicos privados y de Wall Street; y escribíamos, en general, sobre ese campo en un tono amistoso con la industria. Considerábamos los ensayos clínicos parte de un proceso que sacaba tratamientos médicos mejorados al mercado, e informábamos sobre los aspectos económicos de esa industria en expansión. Después, a primeros de 1998, me tropecé con una historia que explicaba el trato abusivo al que se sometía a los pacientes psiquiátricos en los centros de investigación. Incluso mientras era copropietario de CenterWatch, escribía de vez en cuando artículos para revistas y periódicos, y aquel otoño escribí en colaboración una serie de ellos sobre ese problema para el Boston Globe .
En esos artículos Dolores Kong y yo nos concentramos en varios tipos de «abusos». Consideramos los ensayos financiados por el Instituto Nacional de Salud Mental que consistían en administrar a los pacientes de esquizofrenia un fármaco desarrollado para exacerbar sus síntomas (en los ensayos se pretendían determinar las bases biológicas de la psicosis). Investigamos las muertes que se habían producido durante la prueba de los nuevos antipsicóticos atípicos. Informamos, finalmente, sobre otros ensayos en los que se retiraba la medicación antipsicótica a los pacientes de esquizofrenia, una medida que nos parecía poco ética. Nos parecía, en realidad, indignante.
Era fácil de entender que pensáramos eso. Se decía que aquellos fármacos eran como la «insulina para la diabetes». Hacía tiempo que yo sabía que esto era así, desde que había cubierto la sección de medicina del periódico Albany Times Union . Así que parecía a todas luces abusivo que los investigadores psiquiátricos hubieran dirigido docenas de estudios en los que llevaban cuidadosamente la cuenta del porcentaje de pacientes de esquizofrenia que recaían y tenían que ser rehospitalizados al interrumpirse la medicación. ¿Haría alguien un ensayo que supusiera retirar la insulina a los diabéticos para comprobar cuánto tardaban en volver a enfermar?
Así interpretamos nosotros los estudios sobre la retirada de la medicación en nuestra serie de artículos, y no habría escrito más sobre psiquiatría, si no hubiese sido porque me quedé con una duda por aclarar, con algo que me corroía. Mientras investigaba para los artículos, me había encontrado con dos cosas que sencillamente no tenían sentido. La primera, que investigadores de la Facultad de Medicina de Harvard habían proclamado, en 1994, que la evolución de los enfermos de esquizofrenia en Estados Unidos había empeorado en las dos últimas décadas, y que no era mejor ahora de lo que lo había sido un siglo antes. La segunda, que dos estudios de la Organización Mundial de la Salud habían demostrado que la evolución de la esquizofrenia era mucho mejor en países pobres como India y Nigeria que en Estados Unidos y otros países ricos. Pedi a varios expertos su opinión sobre esos dos estudios de la OMS, y me explicaron que los malos resultados en Estados Unidos se debían a las políticas sociales y a valores culturales. Dijeron que en los países pobres las familias apoyaban más a las personas con esquizofrenia. Aunque esto parecía plausible, no era una explicación plenamente satisfactoria, y después de que se publicara la serie en el Boston Globe , volví atrás y leí todos los artículos científicos relacionados con el estudio de la OMS sobre resultados en la esquizofrenia. Me enteré así de este dato asombroso: en los países pobres, sólo se sometía a tratamientos regulares con antipsicóticos al 16% de los pacientes.
Ésa es la historia de mi entrada en el «campo de minas» de la psiquiatría. Yo sólo había escrito en colaboración una serie de artículos centrados en una de sus partes: en lo poco ético que era retirar la medicación a los pacientes con esquizofrenia, y me encontré de pronto con que un estudio de la OMS parecía haber descubierto una relación entre los buenos resultados en la evolución de la enfermedad y el no seguir medicándose de forma continuada. Escribí Mad in America , que se convirtió en una historia del tratamiento que siguen en nuestro país los enfermos mentales graves, para intentar aclarar cómo podía suceder eso.
Confieso todo esto por una simple razón. Dado que la psiquiatría es un tema tan polémico, considero importante que los lectores sepan que cuando inicié este largo recorrido intelectual creía en la opinión general aceptada. Creía que los investigadores psiquiátricos estaban descubriendo las causas biológicas de las enfermedades mentales y que este conocimiento había llevado al desarrollo de una nueva generación de fármacos psiquiátricos que ayudaban a «equilibrar» la química cerebral. Esta medicación era como «la insulina para la diabetes». Lo creía porque así me lo habían dicho los psiquiatras cuando escribía para los periódicos. Pero me encontré luego por casualidad con el estudio de Harvard y los descubrimientos de la Organización Mundial de la Salud, que me impulsaron a emprender una investigación intelectual que acabó convirtiéndose en este libro, Anatomía de una epidemia .