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Reza Aslan - Dios: Una historia humana

Aquí puedes leer online Reza Aslan - Dios: Una historia humana texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2019, Editor: Penguin Random House Grupo Editorial España, Género: Política. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Reza Aslan Dios: Una historia humana
  • Libro:
    Dios: Una historia humana
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House Grupo Editorial España
  • Genre:
  • Año:
    2019
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Dios: Una historia humana: resumen, descripción y anotación

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Cómo el hombre creó a Dios a su propia imagen: una visión original, abierta y contemporánea de la religión.

«Fascinante. Tratándose de la biografía introductoria de la que a todas luces puede considerarse la figura más influyente de todos los tiempos, resulta sin duda interesante.»
Catherine Nixey, TheSunday Times

Con la habilidad a la que nos tiene acostumbrados, Reza Aslan nos narra la historia de la religión para mostrarnos cómo esta ha estado marcada por nuestra insistencia en darle a Dios rasgos y emociones humanos. Según Aslan, esta tendencia a crear una versión divina de nosotros mismos es innata: está programada en nuestro cerebro, de ahí que sea una característica central de casi todas las tradiciones religiosas. Y esta proyección tiene consecuencias, pues le otorgamos a Dios no solo todo lo bueno de la naturaleza humana -nuestra compasión, nuestro afán de justicia - , sino también todo lo malo: nuestra avaricia, nuestro fanatismo, nuestra inclinación a la violencia. Todas estas cualidades informan nuestras religiones, culturas y gobiernos.

Este libro es mucho más que una historia sobre la comprensión de Dios: es un intento de llegar a la raíz de este impulso humanizador para desarrollar una espiritualidad más universal. Creamos en un Dios, en muchos o en ninguno, este libro valiente, ambicioso y provocador transforma el modo en que pensamos en la religión, así como nuestra relación con la vida, la muerte, lo espiritual y, en definitiva, la esencia misma de la existencia humana.

La crítica ha dicho...
«Oportuno, fascinante, esclarecedor y necesario.»
Huffington Post

«Irresistible. Con la gracia y la curiosidad que caracterizan a Reza Aslan, Dios nos ofrece una salida a estos tiempos difíciles, mientras nos pide que consideremos una visión más amplia de lo divino en la vida contemporánea.»
TheSeattle Times

«Una exploración fascinante de la interacción de nuestra humanidad y Dios.»
Pittsburgh Post-Gazette

«El delgado pero ambicioso libro de Aslan es la historia de cómo los humanos han creado a Dios con una G mayúscula, y es completamente alucinante.»
LosAngelesReview ofBooks

«Aslan es un narrador nato, y hay mucho que disfrutar en esta inteligente investigación.»
San FranciscoChronicle

«Extraordinario. Claro, conciso y ameno.»
TheSpectator

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A mis hijos Cyrus Jaspar y Asa que están a punto de emprender sus - photo 7

A mis hijos, Cyrus, Jaspar y Asa,

que están a punto de emprender

sus propios viajes espirituales

INTRODUCCIÓN

A NUESTRA IMAGEN Y SEMEJANZA

De niño, creía que Dios era un anciano corpulento y poderoso que vivía en el cielo; una versión más grande y más fuerte de mi padre, y con poderes mágicos. Me lo imaginaba apuesto y canoso, con una larga cabellera gris que le cubría los anchos hombros, sentado en un trono forrado de nubes, y cuando hablaba, su voz retumbaba por el cielo, sobre todo cuando estaba enfadado, como solía ser el caso. Pero también era tierno y amoroso, clemente y amable. Se reía cuando estaba alegre y lloraba cuando estaba triste.

No estoy seguro de dónde saqué esta imagen de Dios. Quizá la viera en algún lugar, pintada en una vidriera o impresa en un libro. También es posible que naciera ya con ella. Hay estudios que demuestran que a los niños pequeños, con independencia de su lugar de origen o de su religiosidad personal, les cuesta distinguir entre los seres humanos y Dios en cuanto a sus actos o modo de actuar. Cuando se les pide que imaginen a Dios, siempre describen a un humano con poderes sobrehumanos.

A medida que fui creciendo, dejé atrás la mayoría de mis ideas infantiles, pero conservé la imagen de Dios. Aunque no crecí en una familia demasiado religiosa, siempre me fascinaron la religión y la espiritualidad. Tenía la cabeza llena de vagas ideas sobre qué era, de dónde venía y qué aspecto tenía Dios (curiosamente, seguía pareciéndose a mi padre). No quería saber cosas acerca de él, y punto: quería experimentarlo, sentir su presencia en mi vida. Pero cuando lo intentaba, no podía evitar imaginarme que nos separaba un gran abismo, con Dios a un lado y yo al otro, sin que hubiera forma de que uno de los dos lo cruzara.

Durante la adolescencia, me convertí del islam tibio de mis padres iraníes al cristianismo ardiente de mis amigos estadounidenses. De pronto, mi afán infantil de ver en Dios a un ser humano poderoso cristalizó en el culto a Jesucristo como «Dios hecho carne», literalmente. Al principio, la experiencia fue como si me rascara en un lugar que llevara picándome toda la vida. Hacía años que buscaba una manera de superar el abismo que me separaba de Dios, y ahora una religión me decía que tal impedimento no existía. Si quería saber cómo era él, todo lo que tenía que hacer era imaginar al ser humano más perfecto.

Tenía cierto sentido. ¿Qué mejor manera de eliminar la barrera entre los seres humanos y Dios convirtiéndolo a él también en un ser humano? Como dijo el célebre filósofo alemán Ludwig Feuerbach para explicar el enorme éxito de la idea cristiana de Dios, «solo un ser que comprende en sí a todo el hombre puede satisfacer a todo hombre».

La primera vez que leí esa cita fue en la universidad, más o menos en la época que decidí dedicar mi vida al estudio de las religiones. Lo que parecía decir Feuerbach es que el atractivo casi universal de un Dios que piensa, siente y actúa como nosotros radica en nuestra profunda necesidad de experimentar lo divino como un reflejo de nosotros mismos. Esa verdad me golpeó como un rayo. ¿Por eso de adolescente me atraía el cristianismo? ¿Había estado construyendo mi imagen de Dios todo este tiempo como un reflejo de mis propios rasgos y emociones?

La posibilidad me dejó resentido y desilusionado. Buscando una concepción más amplia de Dios, abandoné el cristianismo y volví al islam, atraído por la iconoclasia radical de la religión: la creencia de que Dios no puede quedar limitado por ninguna imagen, humana o de otra índole. Reconocí rápidamente, sin embargo, que el rechazo del islam a la representación de Dios en forma humana no se traduce en un rechazo a pensar en Dios en términos humanos. Los musulmanes son tan propensos como las demás personas religiosas a atribuirle sus propias virtudes y vicios, sus propios sentimientos y defectos. No es algo que puedan escoger. Ni ellos ni nosotros.

Resulta que esta compulsión por humanizar lo divino es algo para lo que está programado nuestro cerebro, y por eso se ha convertido en un rasgo fundamental de casi todas las tradiciones religiosas que el mundo ha conocido. El mismo proceso mediante el cual surgió el concepto de Dios en la evolución humana nos obliga, conscientemente o no, a formarlo a nuestra propia imagen. De hecho, la historia de la espiritualidad humana en su conjunto puede verse como un esfuerzo constante, interconectado, en permanente evolución y con una notable capacidad cohesionadora para dar sentido a la divinidad otorgándole nuestras emociones y personalidades, atribuyéndole nuestros rasgos y nuestros deseos, proporcionándole nuestras fortalezas y nuestras debilidades, incluso nuestro propio cuerpo; en resumen, haciendo que Dios seamos nosotros. Lo que quiero decir es que muy a menudo, aunque no nos demos cuenta, y con independencia de si somos creyentes o no, lo que la gran mayoría imagina cuando piensa en Dios es una versión divina de nosotros mismos: un ser humano con poderes sobrehumanos.

Esto no equivale a afirmar que Dios no existe, o que lo que llamamos Dios sea por completo una invención humana. Ambas afirmaciones pueden ser ciertas, pero ese no es el tema de este libro. No tengo ningún interés en tratar de probar la existencia o la inexistencia de Dios por la simple razón de que no puede probarse ni lo uno ni lo otro. La fe es algo que se elige; quien diga lo contrario intenta convertirte. Eliges creer que hay (o no) algo más allá del ámbito material; algo real, algo conocible. Si, como en mi caso, optas por lo primero, entonces debes hacerte otra pregunta: ¿quieres experimentarlo? ¿Quieres estar en comunión con eso? ¿Conocerlo? Si es así, puede que te sea útil contar con un lenguaje que te permita expresar lo que es fundamentalmente una experiencia inexpresable.

Ahí es donde entra la religión. Más allá de los mitos y los rituales, los templos y las catedrales, los mandamientos y las prohibiciones que han dividido a la humanidad en bandos de creencias distintas y a menudo enfrentadas durante milenios, la religión es poco más que un «lenguaje» compuesto de símbolos y metáforas que permite a los creyentes comunicar unos a otros y a sí mismos la experiencia inefable de la fe. Lo que pasa es que, a lo largo de la historia de las religiones, ha habido un símbolo que destaca como algo universal y supremo, una gran metáfora de Dios, de la que derivan casi todos los demás símbolos y metáforas de casi todas las religiones del mundo: nosotros, los seres humanos.

Este concepto, que yo llamo «el Dios humanizado», estaba clavado en nuestra conciencia cuando se nos ocurrió por primera vez la idea de Dios. Nos llevó a formular nuestras primeras teorías sobre la naturaleza del universo y nuestro papel en él. Dio forma a nuestras primeras representaciones físicas del mundo más allá de nuestro entorno. La creencia en dioses humanizados nos sirvió de guía como cazadores-recolectores, y luego, al cabo de decenas de miles de años, hizo que sustituyéramos nuestras lanzas por arados y nos pusiéramos a sembrar. Nuestros primeros templos, así como nuestras primeras religiones, los construyeron personas que consideraban a los dioses seres sobrehumanos. Los mesopotámicos, los egipcios, los griegos, los romanos, los indios, los persas, los hebreos, los árabes, todos idearon sus sistemas teístas en términos humanos y con imágenes humanas. Pasa lo mismo con las tradiciones no teístas, como el jainismo o el budismo, que conciben a los espíritus y devas que encontramos en sus teologías como seres superiores que, al igual que sus homólogos humanos, están sujetos a las leyes del karma.

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