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Peter Fürst - Don Quijote en el exilio

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Peter Fürst Don Quijote en el exilio
  • Libro:
    Don Quijote en el exilio
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1994
  • Índice:
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Don Quijote en el exilio: resumen, descripción y anotación

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Fui concebido en el Café Románico de Berlín y luego me criaron en sus mesas - photo 1

«Fui “concebido” en el Café Románico de Berlín, y luego me criaron en sus mesas de mármol, donde tras cada café se le servía un aguardiente a Pegaso y un joven periodista de nombre Joseph Goebbels se postraba a los pies de la elite intelectual berlinesa, memorizando chistes judíos para poder contárselos un día a otros intelectuales», dice un párrafo del libro.

En ese mismo café se sentó a menudo Peter Fürst, cuando era un joven reportero deportivo del Berliner Tageblatt. Hasta que, durante los horribles meses del año 1934, un caballero le rogó que abandonara Alemania.

El «exitoso periodista deportivo con dos abuelas judías», como él mismo se llamaba, trabaja en España como profesor de tenis en un club alemán, hasta que lo insultan tachándolo de nazi y le arrojan piedras; luego escribe en el Café Arkaden, de Viena, «reportajes en vivo y en directo» sobre el frente español durante la Guerra civil. Finalmente termina huyendo a París, tras un accidentado viaje por toda Europa.

En la capital francesa se casa con su amiga vienesa y en 1939 entra, con visado falso, en la República Dominicana («donde aún admiten a los judíos»), a donde llega a bordo del Bretagne, no sin antes ser paseado por todo el Caribe. Allí, Peter Fürst, que pasa a llamarse don Pedro, trabaja durante siete años en los arrozales, armado y a caballo, antes de recibir la noticia, en 1946, de que se le concede el visado para entrar en Estados Unidos.

En la gran enciclopedia de aquellos que «fueron honrosamente expulsados de Alemania» figurarán sin duda las ilustrativas memorias de don Pedro. Dotado de una profunda vena humorística, este periodista deportivo nacido en Berlín en 1910 escribe un libro de memorias, provisto del más punzante humor berlinés, sobre un tiempo que no se destacó precisamente por los blancos tonos del atuendo del tenista.

Peter Fürst Don Quijote en el exilio ePub r10 Titivillus 061216 Título - photo 2

Peter Fürst

Don Quijote en el exilio

ePub r1.0

Titivillus 06.12.16

Título original: Der Zigarrentötter. Don Quixote in Exil

Peter Fürst, 1994

Traducción: Helga Pawlowsky

Traducido del inglés

En cubierta: Archivo personal del autor

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

El humor no es más que una modalidad amable de la desesperación Hans Behrendt - photo 3

El humor no es más que una modalidad amable de la desesperación.

Hans Behrendt

Dedicado a mis padres, a Renée y a mi hijo Pedro.

Dedico este libro a don César García, padre, de Santo Domingo, República Dominicana, y a todos los miembros de su familia.

Un lustre perfecto

Mi primer paseo por las calles de Madrid lo realicé calzado con un zapato de color negro y otro de color lila. Por aquella época se anunciaba ya la catástrofe que más adelante se desencadenaría sobre España, y que siempre he relacionado con el lustre de mis zapatos. La ciudad cayó cuatro años después, y he de confesar que el horror indescriptible de sus últimas horas no me conmovió tanto como en su día el hecho de haberme paseado con un par de zapatos de distinto color por sus espléndidas calles, aún intactas.

Corría el verano de 1934. Yo acababa de llegar de Monte Carlo, primera estación de un viaje que merecería sin duda el calificativo de odisea si, al concluir, mi perro hubiese reconocido al viajero, como le sucedió a Ulises con su fiel amigo. Pero Rex, que en su día custodió mi cuna en Berlín, hacía tiempo que había muerto…

Me senté en un banco del parque del Retiro. Entre un grupo de árboles que se apartaban respetuosos refulgía el palacio, una especie de pabellón construido totalmente de cristal y al parecer liberado del peso de seres humanos u objetos. A través de su sorprendente y pura ingravidez brillaba un lago sembrado de patos blancos. En ese parque hay numerosos bancos, y en cada banco había varios hombres deseosos de que les limpiaran los zapatos. Uno de ellos, tras dejar caer unas monedas en una mano extendida, se miró los pies, ensayó unos cuantos pasos y regresó a su sitio, señalando los zapatos. Aquel gesto no expresaba ni el más leve asomo de disgusto: era una simple constatación. El pequeño limpiabotas, que acababa de guardar sus útiles, volvió a sacarlos de una preciosa caja adornada, dirigió el movimiento de las piernas de su cliente una vez más hacia el apoyo elegantemente formado, y observó su obra con mirada crítica. Después levantó los ojos hacia el hombre y le dedicó un gesto de afirmación. Mientras volvía a lustrar los zapatos con un fervor que podría calificarse de religioso, el cliente y el muchacho sonreían: se sabían unidos en el deseo de mantener la tradición española de unos zapatos perfectamente lustrados, y que deben satisfacer no sólo al que los limpia, sino también al limpiado.

El muchacho y su caja me gustaron. De modo que tras haber estado un tiempo atento a los sonidos que me llegaban desde los demás bancos, seguí el ejemplo de otros y lancé un leve silbido para llamar la atención del chico. Llamar a otra persona con un silbido, por mucho que esté situada en un escalón bajo de la escala social, habría llevado a mi madre a reprenderme con un severo chasquido de la lengua. Pero desde aquel día de febrero de 1934 en que hice mis maletas y cerré de golpe la puerta de mi vivienda en Berlín (guardándome la llave por si acaso), las voces que guiaron mi juventud se habían alejado a una distancia considerable.

Una vez el muchacho se hubo instalado a mis pies, me espetó con entonación amable unas cuantas palabras que, a juzgar por la mirada inquisidora que me dirigieron sus ojos oscuros, interpreté como una pregunta. Aunque no había entendido nada le respondí con un «sí», lo que en aquel entonces constituía la mitad de mi acervo en castellano. La otra mitad, un «no», me habría permitido salir airoso del embrollo, pero aquel día, mi primero en Madrid, y a la vista del lago que fulgía a través de las prístinas paredes del Palacio de Cristal, rodeado del olor a bistec frito de un toro recién sacrificado y teniendo a mis pies al pequeño limpiabotas que se dirigía a mí en el idioma de Unamuno y García Lorca, me fue imposible negarme. Por lo tanto dije: «¡Sí!» y recalqué: «¡Sí!».

Mientras mi pequeño amigo empezaba a lustrarme los zapatos y a eliminar de ellos las últimas motas de polvo berlinés, me entretuve en observar a los paseantes, personas extrañas que me negaban el consuelo del más leve parecido con alguno de los rostros familiares que desde sus marcos ovalados adornaban las paredes del comedor en casa de mis padres. En aquellos momentos habría saludado con alegría incluso a tío Max, ese millonario miserable que, cuando su hijo mayor marchó a la guerra y pidió a su padre que le prestara cinco marcos, había extendido ambos brazos mientras sus ojos se iluminaban con una mirada radiante:

—Lo siento, hijo mío, me gustaría hacerlo, pero en este momento no tengo liquidez…

Mi primo murió en su primer día de combate en las trincheras de Flandes, de una bala que le alcanzó en el pecho. De modo que los cinco marcos tampoco le habrían servido de mucho. Y ahí estaba yo, un ser trasplantado que agachaba la cabeza de vergüenza disfrazada de nostalgia, bajo una carga tan pesada que no dejaba de empujarla hacia abajo, hasta que mi mirada recayó sobre los zapatos: el deseo de hacerme con un calzado perfectamente lustrado a la española había dado lugar a un zapato derecho teñido de color lila, mientras el izquierdo estaba a punto de ser objeto del mismo tratamiento. Me levanté de un salto. ¡Ni Unamuno ni García Lorca me impedían pensar que un zapato teñido de color lila era más que suficiente! Arrojé unas monedas hacia la pequeña y sucia mano tendida y abandoné el primer banco público que había ocupado en Madrid, perseguido por la abrumadora certeza de haber perdido un idioma, el mío propio, sin haber conseguido hacerme con otro nuevo, y de tener que moverme por una ciudad extraña como un sordomudo que depende sólo de sus voces interiores. Como mi estrafalaria apariencia no mereciera ni una sola mirada de la muchedumbre que fluía a mi alrededor, me imaginé por añadidura que me había vuelto invisible.

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