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Pío Baroja - Desde el exilio

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Pío Baroja Desde el exilio
  • Libro:
    Desde el exilio
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1999
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Desde el exilio: resumen, descripción y anotación

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ANCHOCA, EL AFILADOR
(7 de septiembre de 1941)

Hace ya muchos años —me dijo el médico— había venido yo a establecerme a este pueblo. Después de pasar seis meses en casa de la sacristana cerca de la iglesia, la deje con intención de establecerme y de casarme. Tenía novia en Madrid.

La casa que elegí era grande y hermosa, aunque un poco destartalada que estaba entre la carretera y el río. Había sido de un político del país de cierta fama. Era un edificio construido en la primera mitad del siglo XIX, edificio que ya no existe porque lo derribaron hace poco para construir en su lugar un chalet. Tenía dos pisos, un jardín delante y una huerta con una avenida de perales que bajaba al río. Había una sala con un papel rojo y dorado, habitación muy elegante y muy inútil para mí, un comedor con un papel americano que representaba un paisaje caprichoso, en el que aparecían un parque, las cataratas del Niágara y en los paseos próximos carruajes al descubierto elegantes, con damas de pamela, miriñaque y crinolina, jinetes de sombrero de copa, redingote y pantalón collant y lacayos negros con casaca de solapas y de puños rojos.

El despacho del viejo político, dueño de la antigua casa, tenía un armario con algunos libros mohosos. La cocina era amplia, con una chimenea de hogar bajo, incómoda, quizá para guisar, pero muy buena para calentarse los pies los días de frío.

En invierno había mucho trabajo, pero cuando llegaba la buena estación, apenas había que hacer y me pasaba la vida visitando a algunos amigos, cuidando de la huerta y pescando en el río desde un árbol que inclinaba su tronco hacia la superficie del agua. Hacía también excursiones a pie y a caballo.

Cuando me casé y vino mi mujer, durante mucho tiempo hice una vida sedentaria. Nos encontrábamos muy bien en nuestra casa y salíamos poco.

Conocíamos a los que pasaban por la carretera a pie, en carro o en coche; desde el que iba repartiendo el pan por las mañanas, hasta el cochero de la diligencia que llegaba entrada la noche con los faroles encendidos.

Una de las personas que nos llamaba la atención a mi mujer y a mí, era una vieja flaca, de negro, con la cabeza de cabello muy blanco, la cara aguileña y sombría. Solía ir acompañada de un muchacho de catorce o quince años, muy esbelto y gallardo y bastante parecido a ella. Casi siempre la vieja y el chico llevaban manojos de hierbas en la mano.

Pregunté quién era la vieja, y supe que era una curandera del pueblo. Hacía emplastos con hierbas y mezclaba a veces con éstas sangre de lagarto o de alacranes. La vieja vivía en un molino medio arruinado. Por lo que me dijeron, tenía mucho odio a los médicos, que al parecer le habían denunciado por ejercicio ilegal de la medicina y en este odio comprendía al aguacil.

—A este médico viejo y al tonto del aguacil —había dicho muchas veces— los metería en una barrica y desde el alto de monte los tiraría abajo.

El médico a quien se refería era el compañero mío.

La vieja se mostraba huraña y poco comunicativa. Crucé con ella alguna vez en el monte y aunque quise pararme y entrar en conversación, fué imposible. Huía siempre al verme. Sin embargo, una vez, hablé con ella.

Un día que llovía a chaparrón y que pasaba delante de una cueva llamada Erroicha, para preservarme del agua me cobijé en la gruta. Tenía ésta una especie de vestíbulo bastante espacioso. Como ví que dentro de la caverna había fuego, me acerqué llevado por la curiosidad. Estaban la vieja y el chico. Habían hecho una hoguera. Las paredes y el techo se hallaban llenos de murciélagos que se sostenían con las uñas de las alas en los resquicios de las piedras. Cuando la vieja echaba helechos secos a la hoguera, las llamas subían y los murciélagos al sentir el calor comenzaban a lanzar gemidos agudos.

—Abuela, abuela —gritaba el chico—, que se queman.

—Que se quemen —decía la vieja—, esos también son malos.

Al verme, la anciana quedó sorprendida. Cuando supo que yo era el médico nuevo, se alarmó, pero yo la tranquilicé diciéndole que no estaba en mi ánimo el denunciarla ni perjudicarla en nada. Me aseguró que en sus emplastos no empleaba más que hierbas y que no era verdad que usara sangre de sapo, ni de escorpión, ni de serpiente. Esto para ella debía de tener mucha importancia.

Desde entonces, cuando pasaba por delante de mi casa y me veía, mostraba el manojo de hierbas que solía llevar en la mano, como muestra de su inocencia.

Mi mujer le daba alguna cosa para el chico, galletas, ciruelas o nueces que él tomaba muy tímidamente.

La vieja tenía algunas personas que la protegían en el pueblo; entre ellas unas señoras de la aristocracia, dos hermanas solteras, dueñas de una antigua casa torre gótica, cerca del río, ya medio derruida y convertida en finca de labriegos, con pesebres para los bueyes y desvanes llenos de heno.

Estas dos hermanas nos hablaron a mi mujer y a mí de la vieja, a quien llamaban la señora Magdalena, andre Madalen, en vasco. Quizá este título de señora se lo daba la gente en broma.

La andre Madalen vivía en un molino abandonado, cerca de un arroyo. Era viuda. Su marido había sido un hombre venido de Arizcun y jornalero. Por su tipo era un agote. Le llamaban de apodo Trucuman, palabra que ni en español ni en vasco quiere decir nada, a no ser que sea una transformación de la palabra truchiman, que significa en castellano hombre osado y poco escrupuloso.

Estos agotes forman una raza misteriosa y despreciada que vive en los alrededores de Arizcun en un valle o, más exactamente, pequeña aldea colocada en un cerro y que se llama Bozate.

Los agotes que en Francia llaman “cagots” son unos parias a quienes durante siglos se les ha impuesto un régimen de vida aislada.

No se conoce a punto fijo su origen; lo que se sabe es que la población vasca y gascona los recibió de tal manera que formó entre ellos y los agotes una barrera infranqueable.

En la edad Media y después, durante mucho tiempo, allí donde existía poblado de estos parias había para ellos entrada aparte en las iglesias, sitio aparte y pila de agua bendita especial.

Tenían como distintivo una pata de pato cortada en paño rojo y cosida en la espalda, para que se les distinguiera desde lejos.

En las proximidades de Arizcun y en tres o cuatro leguas a la redonda, los chicos se insultaban y se acusaban de agotes. Los que eran de familia señalada de estos parias llamaban a los demás perlutas, o sea peludos, porque antiguamente los vascos usaban el pelo largo.

Trucuman, el agote y la Andre Madalen tuvieron tres hijos, el mayor que se casó y murió poco después dejando un chico, el segundo Blas y el tercero una hija llamada Mari Bautista.

Blas, el afilador, a quien algunos llamaban Trucuman, con el apodo familiar, y otros, Anchoca, no se sabía por qué, era un tipo que había salido a su padre, porque a su madre no se parecía nada. Era entonces hombre de unos treinta años, rechoncho, de cara cuadrada y pelirroja, un poco chato, zambo y zurdo. Tenía expresión de socarrón y de ladino. Usaba anteojos de plata. Vestía, al menos el verano, cuando yo lo conocí, un traje de percal azul, gorra gris y llevaba una caja grande de metal, casi cilíndrica, en bandolera, donde guardaba hierbas. No tenía tipo de vasco. Parecía que le gustaba no tenerlo. El uso de la gorra en vez de la boina del país, le daba aire de extranjero. Hablaba el castellano mejor que la gente del pueblo.

Anchoca, el afilador, había vivido algún tiempo en Francia. Había sido cantero, pescador y fabricante de zuecos. Tenía fama de conocer las plantas medicinales y de que cogía las víboras con los dedos, agarrándolas por el cuello y estrujándolas hasta ahogarlas. Las víboras le servían para sus emplastos.

En el buen tiempo, Anchoca salía del pueblo con una máquina de afilar cuchillos y tijeras, pero no llevaba la máquina al hombro como otros del oficio, sino en un carrito de ruedas tirado por un caballo pequeño. Según se aseguraba, el afilador tenía fama de hombre de intenciones aviesas que escribía anónimos y denuncias. La familia de la Andre Madalen gozaba de pocas simpatías en el pueblo.

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