E. L. Doctorow - Poetas y presidentes
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- Libro:Poetas y presidentes
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1993
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Poetas y presidentes: resumen, descripción y anotación
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Los siglos no comienzan ni terminan nítidamente al cumplir una centuria. Por el contrario, lo hacen a mitad de camino, en los años fortuitos de su profecía espiritual. Ésta es la idea central que alimenta los ensayos de E.L. Doctorow reunidos en este volumen, los cuales intentan esclarecer las oscuras fuerzas que actúan en su país poderoso y conflictivo, esa América que se ha transformado en el Extremo Occidente: expresión radical de la modernidad decimonónica europea y, a la vez, partida de defunción de todos los valores occidentales, cuna donde se mece el nihilismo perpetuo e infantil de Charlot y Peter Pan.
En este viaje iniciático para comprender el «siglo americano» que, según el autor, comienza con el asesinato de Lincoln, Doctorow nos lleva con mano maestra por los territorios dispares de Jack London, Theodore Dreiser o Ernest Hemingway. Poetas y presidentes se mezclan en la búsqueda de una clave reveladora, y así asistimos a la evaluación de personajes como George Washington o Ronald Reagan.
Punto de partida de una reflexión sobre los fantasmas del capitalismo del XIX que se ciernen sobre este fin de milenio, un capitalismo sin capital y con desinversión —es decir, sin reglas— servido hoy a los nuevos ciudadanos del mundo, «obedientes y oliendo a limpio como un coche último modelo».
Una nación trágica retratada por uno de sus más talentosos testigos.
E. L. Doctorow
ePub r1.0
IbnKhaldun, armauirumque 19.10.15
Título original: Jack London, Hemingway, and the Constitution
E. L. Doctorow, 1993
Traducción: Jordi Arbonès
Diseño de cubierta: Bengt Oldenburg
Ilustración de cubierta: Composición con el detalle de una foto de Alfred Stieglitz
Editor digital: IbnKhaldun
Digitalización mecánica: armauirumque
ePub base r1.2
Le estoy reconocido a Sam Cohn por haber insistido en que preparara este libro…
… y a mis asistentes Nathaniel Penn y Jane Malmo, que recuperaron los textos originales y prepararon un manuscrito que me permitió trabajar…
… y a Helen Henslee por su amor por la obra de Jack London y Ernest Hemingway, y su alta consideración por la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica.
Con una excepción, los ensayos de este libro fueron escritos porque alguien me pidió que lo hiciese. Si me dejan librado a mi voluntad, escribiré literatura de ficción. Elegiré la voz adecuada y todos sus tropos. Pero, de tanto en tanto, cuando me invitan a escribir con mi propia voz, en ocasiones que no dependen de mi voluntad, por una razón u otra, buena o innoble, lo hago.
Los primeros ensayos fueron escritos en 1977, y el más reciente, en 1992. Me sorprende descubrir que tienen en común una suerte de presunto nacionalismo. Parecen estar relacionados con textos norteamericanos: impresos o estampados de otra forma, algunos los reconocemos como nuestros, y otros, no. Los he ordenado, espero, siguiendo un proceso mental que va desde la biografía de algunos autores norteamericanos clásicos, hasta el espacio que ocupa su obra en la composición de nuestro carácter nacional, hasta las ideas que podemos extraer de ellos para adaptarlas a nosotros mismos y a nuestro tiempo, hasta nuestro tiempo en la medida en que es creado por políticos, hasta los estados anímicos en que vivimos inmersos en eso que llamamos nuestra cultura.
No puedo tener la certeza de que otra elección, en un orden distinto, no pondría de relieve la misma presunción subyacente. Los escritores de quienes hablo (blancos del sexo masculino) se convirtieron a sí mismos en depositarios del mito norteamericano, y los presidentes de quienes me ocupo (también blancos del sexo masculino) encierran valores míticos no menos ostentosos. Por último, lo que los políticos hacen se convierte en otra suerte de escritura; quizá como el escarificador de Kafka, clavando sus lancetas en la piel. Pero existe un continuo auténtico en tanto y en cuanto los que hacen la historia, la escriben, del mismo modo que quienes la escriben, la hacen, idea que desarrollé plenamente en el ensayo «Documentos falsos», y, asimismo, la reconozco en una reflexión sobre la mítica obra de George Orwell, 1984, un texto norteamericano superpolítico, debido a su pesadillesca imaginería europea.
Sin embargo, no existe otro texto que sea más central para nuestra existencia que la Constitución, que trato aquí como las Escrituras, en el sentido de un texto que se lee, estudia e interpreta como ley estatuida, del mismo modo que se leen, estudian e interpretan las escrituras del judaísmo, la cristiandad o el islam.
Y finalmente, por lo que a textos norteamericanos se refiere, tenemos el de nuestros sueños despreciados, nuestra cultura de la canción popular, las canciones estándar, como las llamamos, que resuenan en nuestra mente generación tras generación, como una especie de texto primordial del inconsciente colectivo.
Donde los escritores no se encuentran encerrados en la historia es el Paraíso, un Paraíso sin acontecimientos. Por la variedad de temas que tratan, estos ensayos son necesariamente fruto del ambiente cultural de la pasada y larga Guerra Fría, que, de una manera u otra, enmarcó la vida intelectual norteamericana durante casi medio siglo. Yo era estudiante de secundaria en 1946, cuando Winston Churchill hizo su discurso sobre la Cortina de Hierro en Fulton, Missouri. Publiqué mi primera novela el año en que John F. Kennedy fue elegido presidente. Eso no quiere decir que esté solo: casi todos los escritores que publican en la actualidad surgieron durante la guerra fría. De hecho, puede determinarse cuánto duró ésta teniendo en cuenta que, por lo que a nuestra literatura se refiere, sólo existe aún una generación —constituida por autores que cumplieron o están por cumplir los setenta años— cuya vida activa como escritores no ha quedado enteramente circunscrita por ella.
Con la caída del Muro de Berlín en 1989, y el desmembramiento de la Unión Soviética, se declaró terminada la guerra, pero sin la correspondiente sensación nacional de júbilo. Si estuviera dando un discurso sobre el estado espiritual de la Unión, describiría a los norteamericanos de hoy como convalecientes. «La realidad supera lo que se teme», dice Melville, hablando de la ballena blanca, y así en espíritu, como en el cuerpo, todavía estamos sufriendo la guerra fría. Esto tal vez guarde relación con los años en que nos negábamos a ver la realidad. Ha habido épocas en que hemos estado tan habituados a los peligros de la guerra, que vivimos y trabajamos como si no existiera. Nacían niños, iban a la escuela, se casaban y tenían hijos. La gente se embarcaba en sus empresas, y los ritmos de la vida privada iban marcando el paso de los años. En cambio, la guerra fría constituyó un estado de alerta nuclear durante cincuenta años, con dos contiendas en toda la regla sin que se emplease en ellas armas nucleares, Corea y Vietnam, libradas a su sombra, así como innumerables guerras sustituías, subversiones encubiertas de gobiernos extranjeros, golpes de Estado, incursiones, escaramuzas, saqueos, incidentes internacionales y pruebas con armas nucleares efectuadas en su respaldo. Más aún: a pesar de que el enemigo que tenía que ser contenido era la Unión Soviética, el ánimo creativo de nuestro espíritu guerrero se desencadenó, hasta un grado sorprendente, sobre nosotros mismos.
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