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Peter Biskind - Mis almuerzos con Orson Welles

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Peter Biskind Mis almuerzos con Orson Welles
  • Libro:
    Mis almuerzos con Orson Welles
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2013
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Mis almuerzos con Orson Welles: resumen, descripción y anotación

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INTRODUCCIÓN:

HENRY CONOCE A ORSON

Desde hace mucho todo el mundo considera que Orson Welles es uno de los cineastas más grandes de todos los tiempos. Más concretamente, el director de más talento de un largo linaje de heterodoxos que se remonta a D. W. Griffith o quizá a Erich von Stroheim. Hoy, más de setenta años después de su estreno en 1941, Ciudadano Kane aún figura en todas las listas de las diez mejores películas de la historia. Fue la mejor para Sight & Sound, la revista del British Film Institute, durante cincuenta años consecutivos, y hasta 2012 ninguna la superó; lo logró finalmente Vértigo, de Hitchcock, filme que Welles despreciaba.

Pero ya sabemos todos lo que son las listas y cuán poco significan pese a vivir inmersos en una cultura obsesionada con los premios y las clasificaciones. Hay una manera mucho más sencilla e infinitamente más agradable de juzgar la estatura de Welles y sus películas: verlas. Y hay que empezar por Ciudadano Kane. Su inicio, con ese oscuro y ominoso plano de la alta y recia verja de Xanadú, coronada por una gigantesca «K», y de las siniestras ruinas del desvarío arquitectónico de Kane detrás y por encima de ella, capta nuestra atención y al mismo tiempo nos advierte de que allí ocurre más de lo que el ojo puede ver. Porque todo es excesivo en ese drama que funde a melodrama, y todo avanza hacia su decadencia con ironía y afectación.

Welles era un genio de lo dramático, un maestro de la sorpresa, el susto, la emoción y el asombro mucho antes de que el cine recurriera a esos elementos con fines mucho menos loables. Pero era también un hábil miniaturista capaz de trabajar un lienzo de pequeñas dimensiones con levedad y sutileza. No obstante, son por encima de todo su mágica capacidad para manejar el tiempo, el espacio y la luz, la exquisita tensión entre su furiosa y operística imaginación y su elegante y meticuloso diseño y ejecución de una película –la profundidad de campo, los picados y contrapicados, los fundidos chocantes, las ingeniosas transiciones– los que dotan a Ciudadano Kane de una cualidad eléctrica. Después de su estreno, el cine no volvió a ser el mismo. Cuando le preguntaron por la influencia de Welles, JeanLuc Godard contestó: «Todos le deberemos todo siempre.»

Orson Welles no sólo fue director de cine, fue también productor, actor y guionista de talento, y prolífico autor de ensayos, obras de teatro y relatos, y hasta columnista de prensa. Con mucha frecuencia se puso todos esos sombreros a la vez, como un auténtico Bartolomé Cubbins de las artes, por eso buscar los adjetivos más apropiados para describirle es tarea inútil. Sin embargo, por enormes que fueran sus cualidades, y lo eran, mucho mayor era la suma de sus partes. El mismo Welles fue en realidad su mejor película, la más grande. Un personaje imponente, mayor que la vida, de ecuatorial cintura y bíblica barba, al menos en sus últimos años, gracias a lo cual se convirtió en el preferido de todos los directores de casting para gurús y deidades de toda suerte como Jor-El, el padre de Superman (aunque el papel se lo llevara finalmente Marlon Brando), o el mismísimo Dios.

George Orson Welles nació el 6 de mayo de 1915 en Kenosha, Wisconsin. Sus padres, Richard Welles, inventor, y Beatrice Ives, pianista, actriz y sufragista, eran una pareja mal avenida y formaban un matrimonio tempestuoso. Así que terminaron por separarse. Beatrice, que crió a su hijo, murió relativamente joven. El doctor Maurice Bernstein, Dadda, su mejor amigo y, según algunos rumores, su amante, se convirtió a partir de entonces en el guardián custodio del joven Orson.

El niño, por su parte, fue furiosamente precoz. Ya de pequeño leía mucho y demostraba gran interés por la música y la magia. Terminó el instituto en dos años y le concedieron una beca para estudiar en Harvard. Tenía una mente prodigiosa, conocía bien la gran literatura del canon occidental y recitaba de memoria largos pasajes en verso y prosa. Pero prefería la vida a los libros, así que convenció a papá Bernstein y papá Bernstein lo mandó a conocer Irlanda, que recorrió a pie con sólo dieciséis años. Valiéndose de su talento natural y de su atractivo –era rubio y medía más de metro ochenta–, aunque de aspecto algo aniñado –tenía un rostro infantil con una nariz chata que siempre le avergonzó un poco–, consiguió un pequeño papel en una producción del Gate Theatre de Dublín, que dirigían Hilton Edwards y Micheál Mac Liammóir, e inició su andadura.

Volvió a Estados Unidos y se abrió paso en el mundo de la farándula de Nueva York: le llamaban «el niño prodigio» porque no pasaba de los veinte. En 1936 le contrató el Federal Theatre. Fascinado por figuras de la vanguardia teatral como Max Reinhardt y Bertolt Brecht, como director no tuvo ningún miedo a sorprender y ambientó a los clásicos en la actualidad, como hizo con Macbeth, que él convirtió, con gran éxito, en Voodoo Macbeth –lo dirigió con sólo veintiún años con un elenco de actores negros–. Aunque veneraba las grandes obras de la literatura dramática, no había texto intocable y en todos dejaba su sello. Al año siguiente montó un Julio César «de camisas negras» que parecía una alegoría del fascismo (él interpretaba a Bruto).

Si bien nunca aceptó la línea estalinista, Welles respiró el fervor estimulante de esos años del Frente Popular. Se consideraba a sí mismo un liberal del New Deal, y más tarde se relacionaría con el presidente Franklin D. Roosevelt, quien lo utilizó de distintas maneras, aprovechándose de su talento para la retórica y la oratoria, en particular de su retumbante voz, que sonaba como un trueno cercano.

También en 1937, entre Macbeth y Julio César organizó el escándalo de The Cradle Will Rock, la opereta de Marc Blitzstein. La policía federal cerró a cal y canto las puertas del teatro porque, según parece, el presidente Roosevelt y/o sus asesores temían que, por su encendida defensa de los sindicatos en general y de los trabajadores de Republic Steel en particular (diez habían muerto abatidos por la policía en la llamada masacre del Memorial Day), sus enemigos en el Congreso amenazaran con un drástico recorte para el Federal Theatre y el programa institucional del que dependía, la Works Progress Administration. El 16 de junio de 1937, entre un enjambre de reporteros de prensa, cientos de espectadores recorrieron veinte manzanas entrada en mano hasta el Venice Theatre de Nueva York, donde asistieron a un espectáculo sin decorados en el que el propio Blitzstein tocaba el piano mientras los actores, repartidos por el patio de butacas, interpretaban las canciones. Ese mismo año, Welles fundó el Mercury Theatre, y también tuvo éxito. Se diría que nada podía irle mal. A los tres días de su vigesimotercer cumpleaños, el 9 de mayo de 1938, apareció en la portada de la revista Time.

La controversia –que aceptaba bien... o mal– le pisaba siempre los talones. Tras hacerse un nombre en la radio, sobre todo por su interpretación de Lamont Cranston, también conocido como «la Sombra», en la serie del mismo nombre, la cadena CBS le ofreció la dirección de un programa. El 30 de octubre de 1938 su emisión por la festividad de Halloween de una adaptación de La guerra de los mundos, de H. G. Wells, sembró el pánico entre millones de norteamericanos porque imitaba la cobertura periodística de una invasión marciana, aunque el hecho de que los alienígenas no hubieran elegido como objetivo de su ataque Washington o Nueva York, sino la pequeña localidad de Grover’s Mill, Nueva Jersey, debió ser pista suficiente para despertar las sospechas de los oyentes.

Dos años más tarde, George Schaefer, nuevo director de la RKO, ofreció a Welles un contrato sin precedentes: la dirección de dos películas y la última palabra sobre el montaje definitivo. Muchos, en la industria, se sorprendieron y ofendieron. Welles se embarcó en

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