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Werner Heisenberg - La parte y el todo

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Werner Heisenberg La parte y el todo

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WERNER KARL HEISENBERG Wurzburgo Alemania 5 de diciembre de 1901 Múnich 1 - photo 1

WERNER KARL HEISENBERG (Wurzburgo, Alemania, 5 de diciembre de 1901 – Múnich, 1 de febrero de 1976) fue un físico alemán. Es conocido sobre todo por formular el principio de incertidumbre, una contribución fundamental al desarrollo de la teoría cuántica. Este principio afirma que es imposible medir simultáneamente de forma precisa la posición y el momento lineal de una partícula. Heisenberg fue galardonado con el Premio Nobel de Física en 1932. El principio de incertidumbre ejerció una profunda influencia en la física y en la filosofía del siglo XX.

Primeros contactos con la teoría atómica (1919-1920)

Puede que fuera en la primavera de 1920. El fin de la Primera Guerra Mundial había puesto a la juventud inquieta de nuestro país en movimiento. A las viejas generaciones, profundamente desencantadas, se les habían ido las riendas de las manos. Los jóvenes se juntaban en grupos grandes y pequeños intentando encontrar, si no un nuevo camino, por lo menos una nueva brújula que les guiara, puesto que la vieja parecía haber saltado en pedazos. En esa situación me encontraba yo mismo mientras paseaba un claro día de primavera junto a un grupo de unos diez o veinte colegas, la mayoría de ellos más jóvenes que yo. Si mal no recuerdo, el paseo nos condujo por las lomas situadas en la orilla occidental del lago de Starnberg, el cual podíamos ver, cuando se abría un claro en el verde luminoso de los hayedos, yaciendo a nuestros pies a la izquierda; el lago parecía querer extenderse casi hasta las montañas que se alzaban al fondo. En este camino, curiosamente, tuvo lugar aquella primera conversación sobre el mundo de los átomos que tanto significado tendría en mi posterior desarrollo científico. Para comprender cómo podían surgir tales temas de conversación en un grupo de jóvenes alegres y despreocupados, abiertos a la belleza de una naturaleza exuberante, hay que tener en cuenta la confusión de aquellos años, que había dado al traste con la protección de padres y maestros de la que suelen gozar los muchachos en tiempos de paz. Para sustituir estas carencias, había surgido una independencia de pensamiento que se permitía emitir juicios incluso allí donde se carecía de fundamentos.

Unos pasos por delante de mí caminaba un muchacho rubio de buen aspecto, cuyos padres me habían confiado en alguna ocasión la supervisión de sus deberes. Un año atrás, en los días de la República Soviética de Múnich, siendo sólo un quinceañero, había participado en los motines acarreando cajas de municiones mientras su padre combatía apostado con una ametralladora detrás de la Fuente de Wittelsbach. Otros, entre ellos yo mismo, habíamos trabajado dos años atrás como mozos de labranza en las granjas de la Alta Baviera. En fin, sabíamos lo gélido que podía llegar a ser el viento y no temíamos enfrentarnos a los problemas más difíciles.

La conversación comenzó porque me estaba preparando por entonces para los exámenes de bachillerato, que tendrían lugar en verano, y me gustaba hablar sobre temas de ciencia con mi amigo Kurt, el cual compartía mis intereses y más tarde quería llegar a ser ingeniero. Mi amigo provenía de una familia de militares protestantes, era un buen deportista y un compañero en el que se podía confiar. El año anterior, mientras las tropas del Gobierno sitiaban Múnich y en casa ya nos habíamos comido las últimas migas de pan, Kurt, mi hermano y yo emprendimos un viaje a Garching a través de la línea de fuego para volver a casa con una mochila llena de comida: pan, mantequilla y tocino. Como es lógico, tales vivencias compartidas constituyen la base óptima para lograr tanto una confianza sin reservas como la complicidad de unos verdaderos camaradas. En el presente caso se trataba del interés que ambos compartíamos por las ciencias experimentales. Le comentaba a Kurt que había encontrado una lámina en un libro de física que no tenía, a mi modo de ver, ni pies ni cabeza. Se trataba de una ilustración del fenómeno básico de la química mediante el cual dos sustancias homogéneas se fusionan y se convierten en una nueva sustancia igualmente homogénea, en un compuesto químico. De la fusión entre el carbono y el oxígeno surge el dióxido de carbono. Según enseñaba el libro, se podían entender las leyes de los procesos observados al asumir que las partes más pequeñas de cada elemento, los átomos, se fusionan en pequeños grupos llamados moléculas. Así, una molécula de dióxido de carbono se compone de un átomo de carbono y dos de oxígeno. El libro contaba con ilustraciones explicativas. Para mostrar mejor cómo un átomo de carbono y dos de oxígeno podían formar una molécula de dióxido de carbono, el dibujante había provisto los átomos con ganchos y hembrillas. A mí eso me pareció un auténtico disparate. Desde mi punto de vista, ganchos y hembrillas son objetos absolutamente arbitrarios, objetos que pueden adoptar formas de lo más variado según el uso que se quiera hacer de ellos. Pero los átomos debían ser una consecuencia de las leyes de la naturaleza, y merced a dichas leyes se fusionan en moléculas. Aquí no puede haber arbitrariedad alguna, pensaba yo, ni formas tan arbitrarias como ganchos y hembrillas.

Kurt replicó: «Si desconfías de los ganchos y las hembrillas —la verdad es que a mí también me parecen raros—, antes que nada, tendrías que conocer qué experiencias han motivado al dibujante a colocarlos en el dibujo, pues la ciencia actual se basa en experiencias y no en conjeturas filosóficas, y uno tiene que ajustarse a estas experiencias siempre y cuando se hayan obtenido de una forma segura, es decir, con suficiente cuidado. Por lo que yo sé, los químicos sostienen que las partes elementales de un compuesto siempre aparecen en unas relaciones de peso muy determinadas. Esto ya es extraño de por sí. Incluso si se cree en la existencia de los átomos, es decir, de las características partículas de cada elemento químico, ninguna fuerza conocida de la naturaleza bastaría para explicar por qué siempre se sienten atraídos y se unen sólo dos átomos de oxígeno a uno de carbono. ¿Por qué, si existe una fuerza de atracción entre ambos tipos de átomos, no se pueden unir tres átomos de oxígeno?».

«Quizás los átomos de carbono o de oxígeno tienen una forma tal, que resulta imposible una ligazón entre tres átomos por razones de disposición espacial».

«Si admites esa hipótesis, que, la verdad, no me parece descabellada, entonces casi vuelves a una situación similar a la de los ganchos y las hembrillas. Quizás el dibujante quiso expresar exactamente lo mismo que tú acabas de decir, pero tuvo que ilustrarlo de esa manera porque no se puede saber la forma exacta del átomo. Ha dibujado ganchos y hembrillas para mostrar de manera drástica que hay unas formas que pueden conducir a ligar dos, pero no tres, átomos de oxígeno a uno de carbono».

«Bien, ganchos y hembrillas son una tontería. Pero dices que los átomos, sobre la base de las leyes naturales responsables de su existencia, también tienen una forma que garantiza la correcta ligazón. Pero, por ahora, ni tú ni yo ni, aparentemente, el ilustrador, conocemos esta forma. Lo único que creemos saber de esta forma es que es precisamente la responsable de que se le liguen dos y no tres átomos de oxígeno. En el libro se dice que los químicos aplican a esto el concepto de valencia química. Con todo, queda aún por averiguar si se trata del concepto adecuado o de una mera palabra».

«Quizás sea algo más que una mera palabra. Las cuatro valencias que se le atribuyen al átomo de carbono —de las cuales cada dos de ellas deben saturar las dos valencias de cada átomo de oxígeno— podrían tener algo que ver con la forma de tetraedro que posee el átomo. Detrás de todo esto se esconde aparentemente un conocimiento empírico más determinante al que, por ahora, no tenemos acceso».

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