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Richard Henry Dana - Dos años al pie del mástil

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Richard Henry Dana Dos años al pie del mástil
  • Libro:
    Dos años al pie del mástil
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1840
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Dos años al pie del mástil: resumen, descripción y anotación

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VEINTICUATRO AÑOS DESPUÉS

Fue en el invierno de1835-1836 cuando el barco Alert, en prosecución de su viaje en busca de pieles a la remota y casi desconocida costa de California, entró en la inmensa soledad de la bahía de San Francisco. La quietud de la naturaleza se extendía a todo alrededor. Allí encontramos fondeado un único barco, ruso; pero durante toda nuestra estadía no llegó ni zarpó ninguna vela. Entramos en tratos con remotas misiones que nos enviaban pieles en lanchas tripuladas por sus indios. Nuestro fondeadero estaba entre una pequeña isla llamada Yerba Buena y la playa de grava de una ensenada o cala del mismo nombre, formada por dos puntas sobresalientes. Más lejos, al oeste del lugar de desembarco, había monótonas lomas de arena en las que se veía muy poca yerba y pocos árboles; y más lejos aún, montes más altos, abruptos y pelados, con los flancos surcados de barrancos excavados por las lluvias. A cinco o seis millas del lugar de desembarco, a la derecha, había un presidio ruinoso, y unas tres o cuatro millas a la izquierda estaba la misión de Dolores, igual de ruinosa que el presidio, casi desierta, con poquísimos indios adscritos a ella, y poquísimo ganado. En un círculo que abarcaba mucho más de lo que alcanzaba nuestra vista, no había otra morada humana que la de un yanqui emprendedor que, adelantándose muchos años a su tiempo, había construido en el terreno elevado sobre el embarcadero una cabaña de toscas tablas, donde llevaba un pequeñísimo comercio al por menor con los barcos y los indios. Nos envolvieron inmensos bancos de niebla procedentes del Pacífico Norte, se adentraron en la bahía y la cubrieron entera; y cuando desaparecieron, avistamos unas cuantas islas cubiertas de árboles, las colinas arenosas al oeste, las laderas herbosas al este, y la inmensa extensión de la bahía hacia el sur, donde nos habían dicho que estaban las misiones de Santa Clara y San José, y extensiones aún más grandes hacia el norte y el nordeste, donde divisábamos bahías más pequeñas y grandes ríos que vertían sus aguas en ellas. No había asentamientos en estas bahías ni en los ríos, y los pocos ranchos y misiones estaban lejísimos y enormemente distantes entre sí. No sólo la vecindad de nuestro fondeadero, sino la región entera de la bahía, era una completa soledad. En toda la costa de California no había un solo faro o boya, y las cartas estaban confeccionadas con mapas viejos e inconexos hechos por viajeros británicos, rusos y mexicanos. Las aves de presa y de paso sobrevolaban las aguas y se zambullían a nuestro alrededor, los animales salvajes recorrían los robledales, y cuando salíamos despacio del puerto con la marea, manadas de ciervos se acercaron hasta el borde del agua, en el lado norte de la entrada, a contemplar el extraño espectáculo.

La noche del sábado13 de agosto de1859, el soberbio vapor Golden Gate, animado con multitudes de pasajeros, y alumbrando la mar en varias millas a la redonda con el resplandor de sus luces de posición, roja, verde y blanca, y sus salones y camarotes esplendorosamente iluminados, procedente del istmo de Panamá, embocó la entrada de San Francisco, emporio del comercio mundial. Millas más allá, en las desoladas rocas de los Farallones, uno de los faros más costosos y eficaces del mundo lanzaba sus potentes destellos. Al cruzar la Golden Gate nos saludó otro faro, y gracias a la claridad de la luna del eterno verano californiano vimos, a la derecha, una gran fortificación que protegía la estrecha entrada; y justo delante de nosotros el islote de Alcatraz: una completa fortaleza. Rodeamos la punta y enfilamos hacia el antiguo fondeadero de los barcos de pieles; y allí, cubriendo las dunas y los valles, desde el borde del agua hasta el pie de las grandes montañas y desde el viejo presidio hasta la misión, toda la extensión parpadeando con las lámparas de sus calles y sus casas, se desplegaba la ciudad de unos cien mil habitantes. Los relojes daban las doce de la noche en lo alto de sus campanarios, aunque el centro de la ciudad bullía desde que nuestros cañonazos de saludo habían difundido la noticia de que había llegado el vapor que la visitaba cada quince días, trayéndole correo y pasajeros del mundo atlántico. Había clíperes de grandes dimensiones fondeados en el río o amarrados en los muelles; y vapores anchos, grandes y aparatosos como los del Hudson y el Misisipí, cuerpos de luz cegadora que esperaban la entrega de nuestra correspondencia para emprender sus rutas respectivas bahía arriba, tocando Benicia y el puerto militar de Estados Unidos, y remontar después los grandes ríos tributarios: el Sacramento, el San Joaquín y el Feather, hasta las lejanas ciudades interiores de Sacramento, Stockton y Marysville.

El muelle al que nos acercábamos y las calles adyacentes estaban atestados de furgones y carretillas para el transporte de equipajes, diligencias y coches de punto para viajeros, y personas —algunas buscando con los ojos a algún amigo entre los centenares de pasajeros que nos asomábamos en la cubierta—, informadores de prensa, y una muchedumbre aún más grande deseosa de periódicos y de noticias del gran mundo atlántico y europeo. Me abrí paso entre este gentío a lo largo de las calles bien trazadas e iluminadas, igual de animadas que si fuese de día, donde muchachos de voz atiplada pregonaban ya los periódicos más recientes de Nueva York; y entre la una y las dos de la madrugada me encontré cómodamente instalado en una espaciosa habitación del Oriental Hotel, situado, según pude averiguar, en la repleta ensenada, y no lejos del sitio donde solíamos varar nuestros botes del Alert.

Domingo, 14 de agosto. Cuando me desperté por la mañana y contemplé desde la ventana la ciudad de San Francisco —con sus almacenes, sus torres y campanarios; sus juzgados, teatros y hospitales; sus diarios; sus profesiones atendidas por gente competente; sus fortalezas y sus faros, sus muelles y su puerto con clíperes de mil toneladas, más numerosos que los que acogen hoy Londres o Liverpool—, convertida en una de las capitales de la República Americana, y en el único emporio de un nuevo mundo, el Pacífico recién despertado; cuando miré hacia el otro lado de la bahía, hacia el este, y descubrí una hermosa ciudad en el fértil y boscoso litoral de la Contra Costa, y vapores de todos los tamaños, transbordadores de la Contra Costa, y grandes cargueros y paquebotes dirigiéndose a todos los lugares de la gran bahía y de sus ríos tributarios dejando un largo penacho de humo en el horizonte; cuando vi todo esto, y pensé en lo que en otro tiempo había visto aquí, y en lo que me rodeaba ahora, no creía estar con los pies en la realidad, o que fuera verdad lo que veía, y me sentí como el que se mueve en «mundos no realizados».

No podía quejarme de falta de lugares de culto. Los católicos tienen un arzobispo, una catedral y cinco o seis iglesias: francesas, alemanas, españolas e inglesas; los episcopalianos un obispo, una catedral y tres iglesias; los metodistas y presbiterianos tienen tres o cuatro cada uno; además, están los congregacionistas, los anabaptistas y los unitarios, aparte de otros credos. De camino a mi iglesia me encontré con dos compañeros de estudios de Harvard que estaban en un portal, uno era abogado y el otro profesor, y quedamos en vernos más tarde. Poco más allá topé con otro de Harvard, un individuo listo y estudioso, dotado de talento y buen humor, que me invitó a desayunar con él en un restaurante francés: era soltero y de los que se levantan tarde los domingos. Le pedí que me indicara la dirección de la iglesia del Obispo Kip. Vaciló, me miró con embarazo, y me confesó que había cosas de las que no estaba al tanto, pero en un intento desesperado por ayudarme, me señaló un edificio de madera que había al principio de la calle, y que cualquiera podía ver que no era lo que yo le preguntaba, y que resultó ser una capilla anabaptista africana. Sin embargo conocía multitud de lugares interesantes, y buena parte de lo que disfruté en mi visita lo debo a sus atenciones.

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