Diplomacia
Henry Kissinger
Título original: Diplomacy
Traducción: Mónica Utrilla
1.ª edición: enero 1996
© 1994 by Henry A. Kissinger
© Ediciones B, S.A., 1996
Bailén, 84 ? 08009 Barcelona (España)
Printed in Spain
ISBN: 84-406-6137-1
Depósito legal: B. 48.592-1995
Impreso por Talleres Gráficos «Dúplex, S.A.»
Ciudad de Asunción, 26-D
08030 Barcelona
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
A los hombres y mujeres del Servicio Exterior
de los Estados Unidos de América, cuya profesionalidad
y dedicación sostienen la diplomacia norteamericana
CAPÍTULO UNO
El nuevo orden mundial
Casi como por efecto de alguna ley natural, en cada siglo parece surgir un país con el poderío, la voluntad y el ímpetu intelectual y moral necesarios para modificar, según sus propios valores, todo el sistema internacional. En el siglo XVII, Francia, encabezada por el cardenal Richelieu, dio un enfoque moderno a las relaciones internacionales, basado en la nación-Estado y motivado por intereses nacionales como su propósito supremo. En el siglo XVIII, Gran Bretaña introdujo el concepto de equilibrio del poder, que dominó la diplomacia europea durante los siguientes doscientos años. En el siglo XIX, la Austria de Metternich reconstruyó el Concierto de Europa, y la Alemania de Bismarck lo desmanteló, convirtiendo la diplomacia europea en un frío juego de política del poder.
En el siglo XX, ningún país ha influido tan decisivamente, y al mismo tiempo con tanta ambivalencia, en las relaciones internacionales como los Estados Unidos. Ninguna sociedad ha insistido con mayor firmeza en lo inadmisible de la intervención en los asuntos internos de otros Estados, ni ha afirmado más apasionadamente que sus propios valores tenían aplicación universal. Ninguna nación ha sido más pragmática en la conducción cotidiana de su diplomacia, ni más ideológica en la búsqueda de sus convicciones morales históricas. Ningún país se ha mostrado más renuente a aventurarse en el extranjero, mientras formaba alianzas y compromisos de alcance y dimensiones sin precedente.
Las singularidades que los Estados Unidos se han atribuido durante toda su historia han dado origen a dos actitudes contradictorias hacia la política exterior. La primera es que la mejor forma en que los Estados Unidos sirven a sus valores es perfeccionando la democracia del propio país, actuando así como faro para el resto de la humanidad; la segunda, que los valores de la nación le imponen la obligación de defenderlos en todo el mundo, como si de una cruzada se tratara. Desgarrado entre la nostalgia de un pasado prístino y el anhelo de un futuro perfecto, el pensamiento norteamericano ha oscilado entre el aislacionismo y el compromiso, aunque desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hayan predominado las realidades de la interdependencia.
Ambas escuelas de pensamiento, la de los Estados Unidos como faro y la de los Estados Unidos como cruzado, consideran normal un orden global internacional fundamentado en la democracia, el libre comercio y el derecho internacional. Sin embargo, como tal sistema no ha existido nunca, a menudo esta evocación les parece utópica, por no decir ingenua, a otras sociedades. El escepticismo extranjero, no obstante, nunca hizo mella en el idealismo de Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt o Ronald Reagan ni tampoco en el de ningún otro presidente norteamericano del siglo XX. Si algo ha hecho, ha sido intensificar la fe del país en que es posible superar la historia, y en el razonamiento de que si el mundo realmente desea la paz, tendrá que aplicar las prescripciones morales que defienden los Estados Unidos.
Ambas escuelas de pensamiento son producto de la experiencia norteamericana. Aunque han existido otras repúblicas, ninguna fue creada conscientemente para encarnar la idea de libertad. Sólo la población de este país decidió encabezar un nuevo continente y civilizar sus regiones despobladas en nombre de una libertad y prosperidad comunes para todos. Así, ambos enfoques, el aislacionista y el misionero, tan contradictorios en apariencia, reflejaron una creencia común subyacente: que los Estados Unidos poseían el mejor sistema de gobierno del mundo, y que el resto de la humanidad podría alcanzar la paz y la prosperidad si abandonaba la diplomacia tradicional y reverenciaba el derecho internacional y la democracia como lo hacían los norteamericanos.
El paso de los Estados Unidos por la política internacional ha representado el triunfo de la fe en sus valores sobre la experiencia. Desde que entraron en la escena de la política mundial, en 1917, han sido tan predominantes en su fuerza, y por ello han estado tan convencidos de lo justo de sus ideales, que los principales acuerdos internacionales de este siglo han sido encarnaciones de los valores norteamericanos: desde la Sociedad de Naciones y el Pacto Kellogg-Briand hasta la Carta de las Naciones Unidas y el Acta Final de Helsinki. El desplome del comunismo soviético fue la confirmación intelectual de los ideales norteamericanos, e irónicamente puso a los Estados Unidos ante el tipo de mundo del que habían estado tratando de escapar a lo largo de su historia. En el orden internacional naciente, ha resurgido el nacionalismo. Las naciones han buscado con mayor frecuencia su propio interés y no los principios elevados, y han competido más que cooperado. Nada nos indica que esta antiquísima conducta haya cambiado, ni que probablemente cambie en los decenios que se avecinan.
Lo que sí es nuevo en el naciente orden mundial es que, por primera vez, los Estados Unidos no pueden retirarse del mundo ni tampoco dominarlo. Esta nación no puede modificar la forma en que ha concebido su papel a lo largo de su historia, ni lo desea. Cuando los Estados Unidos entraron en la escena internacional era un país joven y robusto, y tenían la fuerza necesaria para hacer que el mundo adoptara su visión de las relaciones internacionales. En efecto, al término de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, los Estados Unidos eran tan poderosos (en cierto momento, casi el 35 % de la producción económica mundial era norteamericana), que pareció que este país estaba destinado a modelar el mundo de acuerdo con sus preferencias.
En 1961, John F. Kennedy declaró confiado que los Estados Unidos eran tan fuertes que «pagarían cualquier precio y soportarían cualquier carga» por asegurar el triunfo de la libertad. Tres decenios después, no se encuentran en la misma posición para poder insistir en la realización inmediata de todos sus deseos. Otros países han llegado a la categoría de grandes potencias. Hoy, los Estados Unidos se enfrentan al desafío de alcanzar sus metas por etapas, cada una de las cuales es una amalgama de valores norteamericanos y necesidades geopolíticas. Una de las nuevas necesidades es que un mundo que abarca varios Estados de fuerzas comparables debe fundamentar su orden en algún tipo de concepto del equilibrio..., idea con la que nunca se han sentido cómodos los Estados Unidos.
Cuando la concepción norteamericana de la política exterior y las tradiciones diplomáticas europeas se encontraron en la Conferencia de Paz de París, en 1919, saltaron a la vista sus diferencias en experiencia histórica. Los dirigentes europeos intentaron renovar el sistema existente, según los métodos ya familiares, y los pacificadores norteamericanos creyeron que la Gran Guerra no era el resultado de intratables conflictos geopolíticos sino de las deficientes prácticas europeas. En sus célebres Catorce Puntos, Woodrow Wilson les dijo a los europeos que en lo sucesivo el sistema internacional no debía basarse en el equilibrio del poder, sino en la autodeterminación étnica; que su seguridad no debía depender de alianzas militares, sino de una seguridad colectiva, y que su diplomacia ya no debía ser dirigida en secreto por expertos sino con «acuerdos abiertos, a los que se haya llegado sin reserva». Evidentemente, si Wilson había llegado a discutir tanto no fue por las condiciones necesarias para poner fin a una guerra ni para restaurar el orden internacional, sino para reformar todo el sistema de relaciones internacionales que se había practicado durante casi los últimos tres siglos.
Página siguiente