Thomas Levenson - Newton y el falsificador
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- Libro:Newton y el falsificador
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2009
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Thomas Levenson
La desconocida carrera como detective del fundador de la ciencia moderna
ePub r1.1
Titivillus 03.04.17
Título original: Newton and the Counterfeiter
Thomas Levenson, 2009
Traducción: Pablo Sauras
Diseño de cubierta: Alba Editorial
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A principios del mes de febrero de 1699, un funcionario de rango medio se sentó en un rincón tranquilo del pub Dogg. Vestía a tono con aquel ambiente. Después de casi tres años de trabajo en la Royal Society, sabía bien que el atuendo que uno se ponía para esta institución impedía, sin embargo, pasar inadvertido en Holborn o en Westminster.
Confiaba en que el pub fuese uno de esos sitios en los que se podía hablar discretamente. Londres era una ciudad grande, pero en ciertos aspectos parecía un pueblo. Quienes ejercían el mismo oficio —lícito o no— solían conocerse.
El hombre al que aguardaba entró en el pub. Los tipos que lo custodiaban seguramente se quedaron atrás, vigilándolo a cierta distancia. El recién llegado conocía las reglas, como era su deber: estaba preso en la cárcel de Newgate.
El recluso tomó asiento y empezó a hablar.
Había entablado amistad, según contó, con un tipo locuaz, y a la vez lo bastante cauto y astuto para no fiarse por completo de la gente con la que conversaba. Su discreción era lógica, dada la índole de sus interlocutores, que estaban, como él, pendientes de juicio. Sin embargo, tras semanas y meses de reclusión, de ver los mismos rostros, la monotonía de la vida carcelaria había terminado por deprimirlo; apenas tenía nada que hacer aparte de hablar.
El funcionario escuchaba con impaciencia creciente. ¿Qué le había dicho el compañero de celda? ¿Tenía el confidente algo interesante que contarle?
No, en realidad no… o tal vez sí. Hay un utensilio, una plancha grabada, ¿me entiende?
El funcionario entendía.
Está escondida, dijo el confidente. Naturalmente, cómo no iba a estarlo; pero si le habían metido en aquella celda era justamente para que averiguara dónde estaba escondida.
No hacía falta advertir al presidiario de que su vida estaba en manos del funcionario.
La plancha estaba oculta en una pared o en una cavidad en una de las casas que William Chaloner había utilizado últimamente para fabricar moneda falsa.
¿Cuál de ellas?
El confidente lo ignoraba; pero en todo caso Chaloner había comentado ufano que «nadie había buscado la plancha en uno de esos lugares desocupados».
El detective contuvo su irritación. Ya sabía que Chaloner no era ningún lerdo, pero lo que necesitaba ahora era alguna pista aprovechable.
Los carceleros lo comprendieron: ya era hora de llevarse de nuevo a Newgate al recluso al que custodiaban, y éste tenía que ser más hábil en su cometido.
Apenas se hubieron marchado, el funcionario abandonó el pub por su cuenta, y se dirigió al centro de la ciudad. Al cabo entró en la Torre de Londres por la puerta occidental.
Tras doblar a la izquierda accedió al recinto de la Real Casa de la Moneda, donde reanudó su rutina consistente en interrogar a testigos, leer declaraciones y revisar confesiones antes de que fueran firmadas.
Todo ello formaba parte de su trabajo: reunir pruebas sólidas que permitiesen ahorcar a William Chaloner o a cualquier falsificador que Isaac Newton, intendente de la Real Casa de la Moneda, consiguiera desenmascarar.
¿Se trataba en verdad de Isaac Newton? ¿El fundador de la ciencia moderna, el hombre reconocido en su época —y hasta hoy— como el mayor filósofo natural que jamás haya existido? El científico que había puesto orden en el universo, ¿qué tenía que ver con los delitos y las penas, con el ambiente turbio de los pubs y los antros londinenses, con el dinero falso y la trapacería?
La primera profesión que ejerció Newton, y la única por la que la mayoría de la gente lo recuerda, ocupó treinta y cinco años de su vida. En todo este período no abandonó el Trinity College de la Universidad de Cambridge, donde fue primero estudiante, después becario y finalmente titular de la cátedra Lucasiana de Matemáticas. En 1696 llegó a Londres para ocupar el puesto de intendente de la Real Casa de la Moneda. Según la ley y la costumbre, el cargo le exigía salvaguardar la moneda, es decir, apresar —o disuadir— a todo aquel que se atreviese a falsificarla o a trampear con ella: Newton se convertía así en policía o, para ser exactos, asumía la triple función de policía judicial, interrogador y fiscal.
Es difícil pensar en un candidato más inverosímil para un empleo así. De acuerdo con el imaginario popular y con las descripciones hagiográficas que de él hacían sus contemporáneos, Newton no era, en efecto, un hombre que se manchara las manos; lo suyo no era la acción, sino el pensamiento, que en su caso discurría, por lo demás, en un ámbito del todo inaccesible a una inteligencia común. El poeta Alexander Pope expresó muy bien la opinión de su época sobre el personaje en el famoso dístico:
La naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche.
Dijo Dios: «¡Sea Newton!», y se hizo la luz.
Newton vivía —o al menos así lo creía la gente— al margen de las pasiones y la vorágine de la vida diaria. Sus sucesores intelectuales no tardarían en declararlo santo de la iglesia transformadora de la razón. No es por ello casual que, en la visita que hizo a Londres en 1766, Benjamin Franklin se retratara sentado a su mesa, absorto en el estudio y con un busto de Newton observándolo.
Pese a carecer de la preparación y la experiencia necesarias para gestionar los asuntos humanos, y pese a que esta tarea no parecía interesarle en principio, Newton desempeñó, sin embargo, una labor extraordinaria como intendente de la Casa de la Moneda. En los cuatro años que estuvo en el cargo siguió la pista, detuvo y procesó a docenas de falsificadores y traficantes de dinero falso. Y es que tenía la habilidad —o más bien la adquirió rápidamente— de atrapar a sus adversarios en una red intrincada de pruebas, delaciones y conversaciones imprudentes. El hampa londinense no se había enfrentado nunca con alguien como él: la mayoría de sus miembros no estaban ni por asomo preparados para combatir contra la mente mejor organizada de Europa.
La mayoría, pero no todos. En William Chaloner encontró Newton un adversario capaz de desafiar su excepcional inteligencia. No se trataba de un delincuente de poca monta; de él se aseguraba, en efecto, que había conseguido fabricar treinta mil libras en moneda falsa, cantidad que equivalía a cuatro millones de libras actuales: una auténtica fortuna. Chaloner era, por lo demás, lo bastante instruido para remitir al Parlamento tratados sobre finanzas y sobre el arte de fabricar moneda, y su astucia le había permitido burlar a la justicia en el curso de una ambiciosa carrera criminal iniciada más de seis años antes. De su brutalidad desmedida daban idea los dos asesinatos que había cometido y con los cuales se había lucrado. Ante todo era audaz: acusaba al intendente de la Casa de la Moneda de incompetencia y hasta de fraude. En cualquier caso, el combate entre los dos personajes duró más de dos años y, antes de que terminara, Newton ya había hecho de la persecución de Chaloner un modelo de investigación empírica. Al mismo tiempo había dado muestras de una personalidad menos reconocible, pero también más coherente, más cabalmente humana que la descrita por sus hagiógrafos: un hombre no solo capaz de impulsar la transformación de las ideas que conocemos como revolución científica, sino también, junto a sus coetáneos, de vivir, pensar y actuar siempre de acuerdo con esas ideas.
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