Stefan Bollmann - Las mujeres, que leen, son peligrosas
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- Libro:Las mujeres, que leen, son peligrosas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2005
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Las mujeres, que leen, son peligrosas: resumen, descripción y anotación
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Stefan Bollmann
Una historia ilustrada de la lectura desde el siglo XX hasta el siglo XXI
L eer nos proporciona placer y puede además transportarnos a otros mundos; nadie que haya vivido alguna vez la experiencia de perder la noción de espacio y de tiempo mientras estaba inmerso en un libro lo discutiría. Sin embargo, la idea de que la lectura pueda ser también una fuente de placer, o incluso de que su principal objetivo sea estimular el placer, es relativamente reciente: apareció tímidamente en el siglo XVII para imponerse luego con más fuerza en el siguiente durante la Ilustración.
Jean-Baptiste Siméon Chardin
Los placeres de la vida privada, 1746
A mediados del siglo XVIII, el francés Jean-Baptiste Siméon Chardin pinta el cuadro Los placeres de la vida privada, título que habla de las diversiones o la ociosidad de la vida cotidiana. Muestra a una mujer confortablemente sentada en un gran sillón rojo de alto respaldo y apoyabrazos acolchados, con un mullido almohadón en la espalda y los pies descansando sobre un taburete. Los contemporáneos de Chardin creían poder descubrir una cierta indolencia en la ropa de la mujer, vestida a la última moda de entonces, pero sobre todo en la manera en que sostiene el libro sobre sus rodillas con la mano izquierda.
En un segundo plano de la pintura observamos una rueca apoyada sobre una pequeña mesa, así como una sopera y un espejo dispuestos sobre una cómoda cuya puerta semiabierta permite adivinar la presencia de otros libros. Pero, comparados con la imagen expresiva y luminosa de la lectora en primer plano, estos objetos de la vida cotidiana pasan casi desapercibidos. Aunque esta mujer, que en otras ocasiones puede igualmente hilar o preparar una sopa, tenga el libro entreabierto para poder retomar su lectura en el punto donde la había suspendido, no parece haber sido interrumpida —porque su marido le ha reclamado tal vez la comida, sus hijos las bufandas y las gorras, o simplemente porque su voz interior le ha recordado sus deberes domésticos—. Si esta mujer ha interrumpido su lectura, lo ha hecho más bien libremente y de buen grado para reflexionar sobre lo leído. Su mirada, que no está fija en nada —ni siquiera en el espectador del cuadro, que se ve de este modo remitido a sí mismo—, da testimonio de una atención que vuela libremente, sugiere una intimidad reflexiva. Esta mujer sigue soñando y meditando sobre lo que ha leído. No sólo lee, sino que parece también forjarse su propia visión del mundo y de las cosas.
Pierre-Antoine Baudouin
La lectura, hacia 1760
Unos quince años más tarde, Pierre-Antoine Baudouin, parisino como su contemporáneo Chardin, pinta también a una mujer que disfruta del placer de la lectura.
Baudouin era el pintor favorito de la marquesa de Pompadour, que aparece en el famoso cuadro de su maestro y suegro, François Boucher, representada en su gabinete. También está leyendo, aunque no parece absorta en su lectura, tendida sobre una cama suntuosa, pero completamente arreglada y dispuesta para salir, y, llegado el caso, lista para recibir incluso al mismo rey.
La lectora de Baudouin, en cambio, da la impresión de no poder ni querer recibir a persona alguna en su cámara protegida por un baldaquino y un biombo, a menos que se tratase del amante soñado, surgido de la dulce narcosis de su lectura. El libro se ha deslizado de su mano para reunirse con los otros objetos tradicionalmente asociados al placer femenino: un pequeño perro faldero y un laúd. A propósito de semejantes lecturas, Jean-Jacques Rousseau hablaba de libros que se leen sólo con una mano, y en este cuadro, la mano derecha que se desliza bajo el vestido de la mujer tumbada extática sobre su sillón, los botones de su corsé abiertos, revelan claramente a qué se refería. Sobre la mesa que destaca a la derecha del cuadro, irrumpiendo desordenadamente en la escena, se encuentran folios y cartas, una de ellas con la inscripción Histoire de voyage (Historia del viaje), junto a un globo terráqueo. No se sabe si evocan a un marido o a un amante distante que regresará algún día, o si se refieren sólo a la despreocupación con que la erudición se sacrifica en aras del placer de los sentidos.
Aunque la tela de Baudouin sea decididamente más frívola y más directa que la representación del placer de la lectura según Chardin, se podría afirmar que es mucho más moralizadora: como tantas pinturas de su tiempo y de épocas posteriores, el cuadro advierte sobre las funestas consecuencias de la lectura. Pero en este caso no es evidentemente más que una ilusión: Baudouin coquetea en realidad con la moral y la utiliza como maniobra de distracción. Al mostrarnos a una mujer dominada por sus fantasías sensuales, en una pose lasciva, se dirige a un público cada vez más hipócrita, compuesto de «pequeños abates, de jóvenes abogados vivarachos, de obesos financieros y de otras gentes de mal gusto», tal como lo describía con lucidez Diderot, contemporáneo y crítico de Baudouin. Sea como sea, esa mujer seducida por la lectura tiene que pagar por ello: porque no se trata de su propia visión del mundo, sino de la de aquellos que la observan, ansiosos por dejarse llevar por una brizna de libertinaje.
Lectura peligrosa
En lugar de divertirse con el asunto, otros círculos sociales tomaron ese tipo de moral muy en serio. Cuando la fiebre de la lectura comenzó a hacer estragos entre las damas en tiempos de Chardin y de Baudouin y se vio, primero en la metrópolis parisina y después en las provincias más apartadas, a todo el mundo —pero sobre todo a las mujeres— pasearse con un libro en el bolsillo, el fenómeno irritó a ciertos contemporáneos e hizo entrar rápidamente en escena a partidarios y críticos. Los primeros preconizaban una lectura útil, que debía canalizar el «furor por la lectura», como se llamó entonces a ese fenómeno social, para transmitir los valores de virtud y favorecer la educación. Sus adversarios conservadores, en cambio, sólo veían en la lectura desenfrenada una nueva prueba de la imparable decadencia de las costumbres y del orden social. Así, por ejemplo, el librero suizo Johann Georg Heinzmann llegó incluso a considerar la manía de leer novelas como la segunda calamidad de la época, casi tan funesta como la Revolución francesa. Según él, la lectura había acarreado «en secreto» tanta desgracia en la vida privada de los hombres y las familias como la «espantosa Revolución» en el dominio público. Hasta los racionalistas creían que la práctica inmoderada de la lectura constituía ante todo un comportamiento perjudicial para la sociedad. Las consecuencias de una «lectura sin gusto ni reflexión», se lamentaba en 1799 el arqueólogo y filólogo kantiano Johann Adam Bergk, representan «un despilfarro insensato, un temor insuperable ante cualquier esfuerzo, una propensión ilimitada al lujo, un rechazo a la voz de la conciencia, un tedio de vivir y una muerte precoz»; en pocas palabras, una renuncia a las virtudes burguesas y una regresión a los vicios aristocráticos, castigados lógicamente por una disminución de la esperanza de vida. «La falta total de movimiento corporal durante la lectura, unida a la diversidad tan violenta de ideas y de sensaciones» sólo conduce, según la afirmación hecha en 1791 por el pedagogo Karl G. Bauer, a «la somnolencia, la obstrucción, la flatulencia y la oclusión de los intestinos con consecuencias bien conocidas sobre la salud sexual de ambos sexos, muy especialmente del femenino»; así pues, todo aquel que lea mucho y vea su capacidad de imaginación estimulada por la lectura tenderá también al onanismo, como acabamos de observar en el cuadro de Baudouin.
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