Juan Eslava Galán - Lujuria
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- Libro:Lujuria
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2015
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Lujuria: resumen, descripción y anotación
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En Lujuria, Juan Eslava Galán, conocido por sus amenos ensayos divulgativos, cuenta las anécdotas y los datos más curiosos que el sexo y el deseo han aportado a la Historia de España. Algunos de los episodios narrados en este libro son, en palabras del propio Eslava, «las sesiones de cine porno con que Alfonso XIII amenizaba a sus compañeros de montería los días de lluvia; los bailes taxi de la Segunda República, que permitían a los reprimidos abrazar a una mujer hermosa al precio de un cupón; la dieta de carne impuesta por los obispos durante el Nacionalcatolicismo; las dificultades de la mayor escritora de novelas eróticas cuando tuvo que enfrentarse a su propia noche de bodas; las parejas refugiadas en la fila de los mancos de los cines; el recauchutado de los primeros condones; las furibundas excomuniones del cardenal Segura; las extravagancias de los censores, que agregaban encajes para ocultar la teta; la revolución de las costumbres que trajo la democracia y el impactante desnudo de Marisol, la niña modelo del Franquismo, que conmocionó España hasta sus más recónditos cimientos hasta propulsarla a su puesto actual de la nación más liberada de Europa».
Este es el primer volumen de la serie «Los pecados capitales de la historia de España», cuya segunda entrega tratará sobre un pecado de rabiosa actualidad: la avaricia.
Juan Eslava Galán
Los pecados capitales de la historia de España - 1
ePub r1.1
Titivillus 11.12.15
Título original: Lujuria
Juan Eslava Galán, 2015
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
INTROITO
Almorzaba con mi editor en el marco incomparable del hotel Ritz de Barcelona, el lugar donde el Reichsführer Himmler y el padre Maciel copularon. Ya en los postres, tras observar meditativamente su medio melocotón en conserva rodeado de nata, con media cereza en la cúspide, mi editor me preguntó:
—¿Te atreverías con un libro sobre la lujuria?
—Ahora estoy retirado del vicio, ya sabes —declaré—. Gabelas de la edad.
—No me refiero a un extenuante trabajo de campo, sino a algo más bien teórico: los españoles y el fornicio desde, digamos, mediados del siglo XIX.
El melocotón, al meterle la cuchara, temblaba como la teta de una novicia.
—Hecho.
Regresé a Madrid. Al día siguiente paseé por el Retiro con el académico Pérez-Reverte.
—¿Lujuria? —dijo—. El Diccionario lo define como «vicio consistente en el uso ilícito o en el apetito desordenado de los deleites carnales», pero ya sabes que la Academia no juzga, sino que se limita a levantar testimonio notarial del uso del idioma. En tiempos de Roma, luxuria era abundancia o derroche, nada carnal. El desenfreno sexual se decía lascivia, sin connotación pecaminosa alguna.
Aquella misma tarde encaminé mis pasos a la catedral de la Almudena. Arrodillado en mi confesonario habitual, el más cercano a la imagen de san Josemaría Escrivá de Balaguer, le dije al sacerdote que ocupaba la sacramental garita:
—Hoy no vengo a confesarme, padre, sino a consultarle una duda de índole moral que me reconcome. ¿Cuándo son lícitos los placeres carnales?
—Lo dice el Catecismo, hijo: «El placer venéreo fuera del matrimonio es pecado que ofende a Dios».
—Yo estoy casado, padre. ¿Puedo, pues, refocilarme a conciencia con mi esposa? Le advierto que está buena como un pastelito de nata.
El cura me miró con una especie de piedad no exenta de desprecio.
—Me temo, hijo mío, que ya se te pasó el arroz —sentenció.
—No capto la metáfora, padre.
—Quiero decir que ya no estás en edad de procrear. El acto carnal solo es lícito cuando se encamina a la procreación.
—Pero a mí me gusta mi mujer y como dormimos juntos y la veo ducharse en sus cueros…
—Pecas, hijo. Lo dice Juan Pablo II: «Es pecado la mirada con deseo entre los esposos, cuando esta no va encaminada a la procreación».
Abandoné el templo cabizbajo como aquel diputado del PP al que Cristo aconsejó que entregara su patrimonio a los de Podemos. En la explanada, ataviado con unos leotardos verdes y una capa roja, barbita picuda y mirada burlona, me aguardaba Asmodeo, el demonio de la lujuria.
—Has ido a llamar a la puerta equivocada —me reprendió jovialmente.
—Solo buscaba la luz y la verdad —le dije.
—La verdad, amigo, es que los cristianos habéis caído en manos de la Iglesia. Fue San Agustín, el depredador sexual que se había beneficiado a toda mujer en treinta millas a la redonda, el que, agotado y exhausto, cuando ya no se le levantaba, impuso al cristianismo esa moral tan estrecha y, arremetiendo contra sus antiguos camaradas de juerga, llamó luxuriator al putañero, cargó al inocente vocablo luxuria con su connotación de pecado y distinguió entre copola carnis, la que se practica con finalidad reproductiva, y copola fornicatoria encaminada solamente a la obtención de placer y por lo tanto pecado. Esos desvaríos de San Agustín los legitimaron después otros Padres de la Iglesia, todos ancianos malcontentos a los que ya no se le ponía dura.
—Ya veo —dije.
Prosiguió Asmodeo:
—La Iglesia ha puesto tantas trabas al legítimo placer del sexo que la sociedad ha producido una doble moral: la oficial, la de la apariencia, ajustada a la tiranía de los curas, y la verdadera, en la que cada cual se satisface subrepticiamente, curas incluidos. La sabiduría popular lo ha formulado de manera irreprochable: «si en el sexto no hay perdón / ni en el noveno rebaja / ya puede nuestro señor / llenar el cielo de paja».
—O sea que la jodienda no tiene enmienda —observé.
—En efecto. Juan Ruiz, arcipreste de Hita, hombre bregado y mundanal, lo dejó dicho en el siglo XIV:
Como dice Aristóteles, cosa es verdadera
el mundo por dos cosas trabaja: la primera
por tener mantenencia; la otra cosa era
por tener juntamiento con hembra placentera.
—Hasta los moros os superan en ese aspecto —prosiguió Asmodeo—. Recuerda las palabras del teólogo Ibn Hazm: «La unión amorosa es la existencia perfecta, la alegría perpetua, una gran misericordia de Dios. Yo que he gustado de los más diversos placeres y que he alcanzado las más variadas fortunas, digo que ni el favor del sultán, ni las ventajas del dinero, ni el ser algo tras no ser nada, ni el retorno después del exilio, ni la seguridad después de la zozobra, ejercen sobre el alma la misma influencia que la unión amorosa».
Postal, hacia 1900.
NO ES POR VICIO NI FORNICIO
España, mediados del siglo XIX. Un país atrasado, analfabeto, adosado a un continente industrial y rico. Sus dieciocho millones de habitantes sobreviven precariamente de una agricultura que no alcanza a alimentarlos. La desnutrición y la falta de higiene matan a uno de cada cuatro niños. De la represión sexual impuesta por la Iglesia solo escapan la alta aristocracia, que siempre hizo de su capa un sayo, y el bajo proletariado, enemigo natural de los curas.
Tradicionalmente la mujer española se ha mantenido encerrada en el gineceo del hogar (la sala del estrado): «Mujer casada, pierna quebrada». Solo sale para cumplir sus devociones, a la iglesia o a un convento cercano, y eso convenientemente escoltada por una criada vieja. Más grave todavía es el encierro de la ignorancia. Se sospecha que la mujer instruida o bachillera puede terminar puteando, o sea, desbocándose sexualmente. En estos tiempos, que son los del reinado de Isabel II, esta consideración permanece plenamente vigente. La mujer de clase humilde es la criada de la casa, a la de clase alta la educan para florero vistoso, con nociones de repostería, pintura y piano, pero nada más.
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