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Juan Eslava Galán - Los Iberos

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Juan Eslava Galán Los Iberos

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Capítulo 1.Matanza en Orisia.

CAPÍTULO 1

MATANZA EN ORISIA

Al centinela le duelen los ojos. Faltan dos horas para que amanezca y lleva toda la noche escudriñando la oscuridad, con la bocina a mano, por si hay que despertar a la guardia.

Es un muchacho de quince años al que no han permitido acompañar a los guerreros en la expedición contra los romanos. «Tendrás tiempo de sobra para combatirlos —le ha dicho su tío— Además, te tienes que quedar para proteger el poblado».

El muchacho mira, una vez más, el espacio despejado ante la muralla e intenta penetrar la oscuridad. No hay luna y solo se distingue las confusas formas de los matorrales más cercanos agitados por el viento. Si alguien se acercara sería más fácil oírlo que verlo. Cierra los ojos, contiene la respiración y aguza el oído. No se percibe nada. Solo el viento silbando entre los arbustos y las rocas de la meseta pelada.

El muchacho no ha visto el mar, pero algunos guerreros del poblado, que fueron mercenarios en tierras lejanas, le han explicado que es una gran extensión de aguas vivas. Al otro lado del mar hay otras tierras, bellas ciudades con fuertes murallas, templos, jardines y columnas.

No ha visto nunca a un romano, pero los odia por lo que sabe de ellos: proceden de lejanas tierras, son buenos soldados y mandan sus tropas a cualquier lugar donde haya riquezas que expoliar: minerales, ganados, trigo o esclavos. Todo va a parar a Roma, una ciudad inmensa en la que los romanos viven en una continua francachela gracias al botín de sus conquistas.

Pero esto se va a acabar. Mira el campo despejado en la negrura de la noche mientras imagina los muros y las calles de Cazlona, a catorce kilómetros de distancia. Hace tres días dos ancianos de Cazlona parlamentaron en secreto con los jefes de Orisia. La situación en Cazlona es bochornosa. Los romanos han establecido allí sus cuarteles de invierno. La población sufre a diario las provocaciones de soldados borrachos que no respetan a las personas venerables ni a las mujeres.

Los iberos sienten hervir la sangre con cada provocación. Son un pueblo orgulloso, un pueblo de antiguos guerreros que no tolera los insultos. Los jefes se han reunido en consejo, han discutido y han decidido ayudar a Cazlona. Aunque saben que uniendo los guerreros de Orisia con los de Cazlona no juntan fuerza suficiente para enfrentarse a los romanos en campo abierto. Por eso han decidido aniquilarlos mediante la astucia. Al anochecer, los guerreros se han armado y han partido en silencio. Llegan a Cazlona cuando los romanos aún duermen el primer sueño de la noche. En la ciudad dormida, se dividen en patrullas y, guiados por los propios vecinos, se dirigen a las casas y cuarteles donde se alojan los romanos. Rompen puertas y ventanas, irrumpen en la oscuridad, degüellan a los odiados ocupantes sin contemplaciones. Mueren muchos romanos antes de que las trompetas de alarma alerten al resto. Algunos se defienden; otros, escapan al campo, que les resulta más seguro que la ciudad, pues ignoran la fuerza del agresor.

Entre los fugitivos se cuenta el tribuno Sertorio, un militar prestigioso que ha ganado fama luchando contra los cimbros y los teutones, en los bosques neblinosos, más allá de las montañas pirenaicas. Sertorio se hace cargo de la situación, grita órdenes, agrupa a sus hombres, los arenga: «Los bárbaros nos han sorprendido, pero la noche es larga y nosotros también podemos sorprenderlos a ellos. Los bárbaros no saben administrar una victoria. En cuanto crean que han vencido, bajarán la guardia y se entregarán a la alegría salvaje. Ese será el momento de atacarlos».

«Sertorio —cuenta el historiador Plutarco— rodeó la ciudad y cuando encontró la puerta por la que los bárbaros se habían colado, no cometió el error de estos, puso guardias, tomó las calles y ejecutó a todos los hombres en edad de llevar armas. Después mandó a sus soldados que se desnudaran y se pusieran las ropas y las armas de los bárbaros y se adornaran como ellos. De esta guisa se dirigieron a la otra ciudad de la que procedían los que los habían sorprendido en la noche».

Faltan dos horas para el amanecer. En Orisia todos permanecen despiertos. Aguardan noticias de Cazlona. Nuestro joven centinela cierra una vez más los ojos en su alto bastión y orienta el oído hacia la meseta oscura que tiene delante. Entre el ulular del viento cree percibir un sonido metálico. Quizá algún guerrero joven se ha adelantado con la noticia de la victoria. El muchacho levanta la bocina, se la lleva a los labios y toma aliento para que su trompetazo sea vigoroso como el de un adulto. ¿Y si fuera una figuración suya? ¿Y si convoca a la gente y luego resulta que no hay ningún heraldo, que el sonido provenía de un perro asilvestrado o de una comadreja? Se imagina la rechifla. Vuelve a dejar la bocina sobre el parapeto. Quizá haya sido una figuración suya. Mejor cerciorarse. Con sus ojos doloridos trata de ver en la oscuridad.

¡Esta vez sí! Percibe sonidos metálicos en distintas partes del campo. No es un heraldo solitario, son muchos hombres. Hombres armados conversando animadamente entre ellos, toses y risas. Son los guerreros que regresan victoriosos. A cien metros de la muralla, el muchacho distingue los coseletes iberos de cuero y metal, las lanzas aguzadas, las falcatas cruzadas sobre el vientre en sus vainas de madera, los capotes de lana burda, los cascos de cuero y de hierro, las insignias, incluso las cabezas de algunos enemigos pinchadas en la punta de las lanzas.

El centinela se asoma al parapeto interior.

—¡Abrid las puertas que regresan los nuestros con el botín de la victoria! —grita a otros jovenzuelos de su edad que custodian las puertas— ¡Traen cabezas de romanos!

Sopla con toda sus fuerzas en la bocina y emite un trompetazo recio y prolongado que se escucha en todo el poblado. Al instante le responden otros bocinazos desde distantes puntos de la muralla. El poblado se anima. Salen luces a la calle. Se escuchan gritos, aclamaciones. La noticia se extiende rápidamente. Mujeres, ancianos, niños y jóvenes guerreros se apresuran por la calle central que conduce a la gran puerta para dar la bienvenida a los héroes. Las enormes hojas, de madera de encina, chapadas con planchas de hierro y minuciosamente dibujadas, permanecen cerradas. La multitud ayuda a los muchachos y a los guerreros ancianos a descorrer la viga transversal y a levantar las pesadas retrancas. Abren la ciudad de par en par.

El gentío sale del poblado con antorchas. Mujeres, niños, ancianos corren al encuentro de los guerreros entonando cantos de victoria. Descubren, demasiado tarde, que los que llegan son enemigos. Detrás del primer tropel disfrazado con las ensangrentadas ropas de los iberos muertos, vienen romanos armados con sus yelmos plumados y sus lorigas de hierro. Una mortífera andanada de dardos, los pilae, llueve sobre la multitud indefensa. Algunos dardos atraviesan a una persona y hieren a la que viene detrás. Los romanos profieren su grito de guerra al tiempo que desenvainan sus feroces espadas. Mientras un destacamento aniquila a los que han salido de la ciudad, otro se dirige directamente a la puerta a paso de carga, elimina a sus defensores e irrumpe a sangre y fuego por la avenida principal.

La carnicería y el saqueo cunden a la luz indecisa del amanecer. Los romanos cautivan a los que pueden venderse como esclavos y matan al resto. Después de saquear el poblado, lo incendian.

Orisia arde durante todo un día hasta los cimientos. Las techumbres de madera y paja, las paredes de adobe y barro reforzadas con vigas, los pesebres, los muebles, los lagares. Los edificios se desploman uno tras otro. Cuando la piadosa noche extiende su manto estrellado sobre las ruinas humeantes, Orisia ha dejado de existir. Al amanecer, los habitantes de la comarca contemplan las columnas de humo y pavesas que se elevan del poblado.

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