Rafael García Serrano - Diccionario para un macuto
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- Libro:Diccionario para un macuto
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1964
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Éste es un libro descomunal, propio de un verdadero filólogo. El autor, el falangista navarro García Serrano, se afanó en recopilar todas las palabras y expresiones propias de la guerra y de los años anteriores y de documentar su origen: «gudari», «requeté», «checa», «píldoras del doctor Negrín», «quinta del SEU», «la Parrala», «Quinto Regimiento», «faicistas», «CTV», «incautar», «Socorro Rojo», «comité», «ensaladilla nacional», «boina», «nacional-seminarista», «comisario», «provisionales», etcétera. Vocablos políticos y militares, modernos y decimonónicos, corrupciones del árabe y del alemán, siglas y anagramas…
Hasta cuatrocientos cincuenta y dos. Todas las palabras que usaron los combatientes de los dos bandos, perfectamente explicadas, incluso con citas de autoridad. García Serrano empieza a raspar una palabra y, como un prestidigitador, saca una lección de historia, una anécdota y un libro antiguo.
Un trabajo de chinos que, por supuesto, fue ignorado por los académicos de la época, aunque alcanzó una gran difusión popular, cuando se publicaron las entradas sueltas en la prensa y cuando apareció el libro en 1964. Desde entonces, lo han editado la Editora Nacional, Planeta y, por último, Homolegens.
Rafael García Serrano
ePub r1.1
Titivillus 24.09.18
Título original: Diccionario para un macuto
Rafael García Serrano, 1964
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A Francisco Franco,
el General de mi juventud.
Y a todos los que entonces quisieron
una España nueva, la quisieran
como la quisieran y desde donde la
quisieran.
Rafael García Serrano nació en Pamplona en 1917 y murió en Madrid en 1988. Estudió Filosofía y Letras en Madrid y fue uno de los fundadores del SEU. En 1936, el Alzamiento Nacional lo sorprendió en Pamplona, y el primer día se incorporó como voluntario a la columna García Escámez. En octubre de 1936 fue nombrado subdirector de Arriba España, fue corresponsal de guerra y alférez provisional, y mientras se encontraba gravemente enfermo apareció su primera novela, Eugenio o proclamación de la primavera (1938); su segunda novela, La fiel infantería (1943), obtuvo el Premio Nacional de Literatura, pero debido a la oposición de ciertos sectores eclesiásticos fue recogida durante catorce años. Reincorporado al periodismo, fue corresponsal de Arriba en Italia y dirigió Haz, Arriba, Primer Plano, Siete Fechas y la agencia Pyresa. Publicó veinte libros y numerosísimos artículos, crónicas y reportajes.Fue galardonado con infinidad de premios periodísticos
O CUARENTA Y TRES, A ELEGIR
(Prólogo a esta tercera edición)
La primera edición de este Diccionario para un macuto vio la luz con motivo del XXV Aniversario de la Victoria —algunos de ustedes recordarán que hubo una Victoria que cumplía sus primeros veinticinco abriles, nunca mejor dicho, en el año 1964— que oficialmente se llamó XXV Aniversario de la Paz española, sin duda por deshidratar la conmemoración; y ahora vengo a caer en la cuenta de que esta tercera edición, agotadas con éxito relativamente vertiginoso las dos primeras, y abandonadas las posibilidades de explotación del éxito a medias por mi desidia y a medias por la famosa involución que ya nos iba devolviendo a la Edad Media todavía en vida de algunos castísimos y torpes políticos de Franco, va a coincidir con los quince años, la niña bonita, de la primera. También conviene observar que en estos últimos quince años la Victoria, aquella Victoria, ha muerto y está más enterrada que las siete llaves que cerraron para siempre el sepulcro del Cid.
El Ejército español, por las manos mágicas, intelectuales y caballerescas del Gran Capitán, se inventó aquella implacable máquina de vencer que fue durante dos siglos la Infantería Española. ¿Alguien se ha parado a pensar cuál hubiera sido la suerte de nuestra bandera en Cavite y Santiago de Cuba nada más que con disponer de dos docenas de submarinos Peral? A un hallazgo extranjero —aquellas libélulas de los hermanos Wright— le encontraron aplicación militar, antes que nadie, una buena patrulla de locos militares españoles, los Kindelán, Ortiz Echagüe, Herrera, Barrón y Arrillaga, que acababan de enamorarse del aire. El primer puente aéreo de la Historia lo estableció entre Tetuán y Sevilla el entonces general jefe del Ejército de África, Francisco Franco, ayudado por Kindelán. El bombardeo en picado fue cosa nuestra y de Nuestra Gran Guerra, igual que las primitivas columnas del verano y del otoño iniciales obtendrían una valoración universal con el marchamo americano de la task force. El más insólito bombardeo de la historia de la Aviación lo llevaron a cabo José María Osborne y el marqués de Paradas, del Aéreo Club sevillano. Un hermano del primero, que aguantaba con un puñado de hombres las tarascadas rojas en un pueblecito de Sevilla, les pidió auxilio. Como no tenían bombas —cuenta en su divertido y sencillo volumen de memorias militares Combate sobre España el capitán José Larios, duque de Lerma— cargaron su avioneta con sandías, las cuales, al ser arrojadas a mano y con ira producían un silbido precursor del de los Stukas, y además reventaban con tal calidad y profusión de tonalidades rojas y pepitas negras, que el cerco fue levantado por retirada del enemigo. Hay momentos en que el ánimo no se inclina a la metódica observación de los hechos, ni mucho menos a extraer de ella las lógicas consecuencias.
Del mismo modo nuestro Ejército se sacó del caletre las Compañías de Propaganda, los bombardeos de pan blanco —no reclamo el de flores porque creo que D’Annunzio se nos adelantó en Viena—, el cohete que enviaba a las trincheras de enfrente la muestra de un rancho con el que ni podían soñar los pobres milicianos, la guerra musical y dialéctica en los frentes paralizados y fortificados con la abrumadora pesadez subterránea de la G.M.I, que fue la absoluta negación del arte militar, y Queipo de Llano le sacó ventaja a Orson Welles en los efectos que pueden conseguirse con el diestro uso de un micrófono: la guerra psicológica se la inventó don Gonzalo en aquellos angustiosos días de las calores sevillanas. Del mismo modo surgió la táctica llamada de las bolsas y la improvisación de los «pichis» para hacer frente a «la bien pagá» (la Aviación Roja) de las primeras semanas. O el truco del fogueteiro, como verá quien lea.
Pues a todas estas grandes y menudas invenciones, nuestro Ejército debe ahora añadir otra colosal, asombro del mundo, pasmo de historiadores, éxtasis de pacifistas profesionales, milagro de generosidad, novena maravilla, portento sin igual, único, sin precedente conocido ni imaginable sucesión: entregar su Victoria a manos llenas al enemigo vencido, sin que entrase en fuego, incluso de acuerdo con la ley vigente hasta el advenimiento del orden constitucional, ni un piquete de peones camineros.
No me quejo. Relato, hago constar y certifico que yo al menos no estoy de acuerdo. Porque los que han malbaratado la Victoria, los que la han puesto a la venta en el Rastro, los que la han violado en un solar de las afueras o en el diván de un salón de Moncloa, son los míos —eran los míos—, los vencedores. Me refiero a la minoría selecta dada al chau-chau y amiga de la capona. Esos son los que han arrastrado sus banderas, sus muertos, sus recompensas meritísimas por el lodo de la traición. No así los vencidos, que al aceptar el maná están en lo suyo y cumpliendo con su deber. «La vejez es una enfermedad», parece que dijo el joven general De Gaulle refiriéndose al anciano Pétain de Vichy, camino de la isla de Yeu. Sirvió de escudo a su Patria en la desventura y de cabeza de turco a la soberbia y la inoperancia de la
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