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Ramón de Mesonero Romanos - El antiguo Madrid

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Ramón de Mesonero Romanos El antiguo Madrid

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PRIMER RECINTO DE MADRID

Cuatro son, según queda expresado en la Introducción histórica, los recintos sucesivos de la villa de Madrid; desde su antiquísimo y dudoso origen hasta nuestros días. El primero (no demostrado, aunque verosímil) pertenece a aquella época remota en que se supone existía ya, con el pretendido nombre de MANTUA, y bajo la dominación de los griegos y romanos. Este recinto (según la constante tradición y algunos datos positivos que ha recogido la Historia) existió, al parecer, con tan breves dimensiones, como que sólo comprendía desde el castillo o Alcázar, hasta la puerta de la Vega; y desde allí, revolviendo rápidamente por la cuesta de Ramón a espaldas de donde luego se alzaron las casas de Malpica o de Povar y la de los Consejos, tornaba a la calle o plaza de la Almudena, como frente a la del Factor, por donde corría luego la muralla a cerrar de nuevo por el pretil con el Alcázar. Dicha muralla primitiva (que debió desaparecer en un tiempo remoto e ignorado), dicen los cronistas que se hallaba flanqueada por varias torres, entre ellas una, llamada Narigués, donde ahora estaban las casas de Malpica, sobre las huertas del Pozacho, y otra independiente y extramuros, aunque contigua, llamada Torre Gaona, hacia el sitio donde estuvieron después los Caños del Peral. Finalmente, las dos únicas entradas o puertas que interrumpían la continuidad de dicha muralla, y limitaban a tan breves términos el perímetro de la villa, eran las de la Vega, al Poniente, y el Arco de Santa María, mirando a Oriente, en la que después se llamó calle, o más bien plazuela de la Almudena, frente de la embocadura de la calle del Factor.

Tan modesta fue la cuna de la futura capital de dos mundos; y excusado es decir que, embebida después en una población infinitamente mayor, no quedó de ella rastro alguno, ni piedra sobre piedra, de sus primitivas construcciones. Allí, sin embargo, tuvo Madrid su fundación primera, sus primitivos muros, su primera iglesia, su primera fortaleza y Alcázar Real; y aunque todos estos monumentos materiales hayan desaparecido con el transcurso del tiempo, quédale todavía a aquel modesto recinto la gloriosa ejecutoria de su remoto origen, y sus nobles tradiciones históricas, continuadas después, en la serie de los siglos, como parte principal de más importante conjunto; los recuerdos, en fin, de la primitiva villa del Oso y el Madroño, cuna de su infancia, símbolo y monumento de su antiquísima fundación.

En este sentido es como nos cumple hoy recorrer este breve recinto, consagrándole nuestros primeros paseos históricos por el antiguo Madrid; pero excusado es repetir que, como quiera que sus primitivas condiciones quedaron envueltas en la noche de los siglos, habremos necesariamente de contemplarle, no con las que entonces pudo tener, sino con las que adquirió después y nos ha trasmitido la Historia, o el tiempo ha respetado.

Empezaremos, pues, por el ALCÁZAR, que, según las más probables conjeturas, fue la verdadera causa de la fundación de Madrid, a quien la sana crítica no halla fundamento bastante para conceder existencia anterior a la dominación de los sarracenos.

ADVERTENCIA
A LA PRIMERA EDICIÓN

Estos paseos por el antiguo Madrid, que hoy se ofrecen al público reunidos en un volumen, no fueron escritos para ser publicados en esta forma ni constituir una obra especial, y mucho menos una historia de esta villa. Algunos de ellos, borrajeados en distintos tiempos y ocasiones, vieron ya la luz en las publicaciones periódicas: otros entraron en las diversas obrillas, ya descriptivas, ya administrativas, críticas o morales, relativas a esta capital, que en el transcurso de treinta años han ejercitado mi escasa inteligencia y voluntaria tarea; y otros, en fin, escritos expresamente y para colmar las lagunas que en aquéllos quedaban, produjeron hoy esta narración seguida, esta obra especial, y diversa en su índole y en su objeto de las que antes consagre a las cosas de esta villa.

Cuando por los años 1831 publiqué el Manual descriptivo de ella (que luego en ocasiones posteriores he tenido que reproducir o rehacer del todo con arreglo a las radicales variaciones ocurridas), así como también en otros escritos sobre la administración económica o reforma material de esta población, que trabajé en desempeño de los diversos cargos concejiles y honoríficos que me fueron impuestos, hube de ocuparme exclusivamente del Madrid material, describirle y considerarle bajo sus diversos aspectos, estadístico, topográfico y administrativo.

En otra obrilla literaria bien conocida, que durante los diez años de 1832 a 1842 fácilmente se deslizó de mi entonces juvenil imaginación a la festiva pluma, claro es que me propuse pintar a mis paisanos en su vida activa, trazar los caracteres, rasgos y fisonomía de su condición social; el cuadro, en fin, filosófico en el fondo, aunque risueño en la forma, del Madrid moral. Pero en las Escenas matritenses, así como en el Manual descriptivo, siempre había considerado a este pueblo desde el punto de vista moderno o contemporáneo; para completar su estudio en diversas fases, faltábame contemplarle en su vida pasada, en la marcha de su historia y de su cultura.

Aquí (lo confieso francamente) tropecé con mayor dificultad, porque todo el entusiasmo, laboriosidad y diligencia que pude aplicar no alcanzaron a dar a mi pluma el impulso y energía bastantes a lanzarse en las altas regiones de la historia; mas no queriendo, ni estando en mi carácter, renunciar al propósito una vez formado, hube de contentarme con ejercitar aquélla dentro de los límites de la narración anecdótico-topográfica, encarnándola, por decirlo así, en la localidad material; y de aquí resultó esta leyenda del Madrid antiguo o histórico, que con las anteriores del moderno, físico y social, forme bien o mal la trilogía que me propuse dedicar a mi patria con más sana intención que confianza en el acierto.

Contando en esta ocasión, como en las anteriores, con la benevolencia de mis lectores, no intentaré aquí desarmar o conjurar la crítica con defensas anticipadas. Creo sinceramente que en un libro de esta índole, obra más que de la imaginación, de erudición y de estudio, y ocasionada, por consecuencia, a muchas equivocaciones, se hallarán fácilmente, a poco que se intente buscarlos, errores de apreciación y aun de hecho; redundancias, repeticiones, y hasta contradicción entre alguna de sus páginas, escritas, como antes dije, alargas distancias, y con diverso objeto y estilo. Una cita equivocada, un error de fecha, una impropiedad de expresión, podrá tal vez regocijar a quien haya de juzgarle con acrimonia; pero en mi descargo sólo podré decir que he procurado sinceramente huir de estos escollos, tan frecuentes cuando se navega en el océano de la historia, rodeado de libros de todos tiempos, entre la balumba de manuscritos y mamotretos de índole, forma y objeto diferentes, y la penosa tarea de prolijas y encontradas averiguaciones materiales. No me lisonjea la idea de haberlo conseguido del todo; pero sí habré de decir (aunque sea en perjuicio propio) que, tales como aparezcan, aciertos o errores, son obra exclusivamente personal, que no he contado con colaboración alguna para este pobre trabajo, ni más ayuda que el de mi propio criterio, escasa inteligencia y tenaz laboriosidad. Sobre nadie, por lo tanto, ni corporación, ni individuo, podré declinar aquellas faltas, porque a nadie he solicitado, a nadie demandado favor.

En cuanto a protección de otra especie, excusado es decir que jamas en mis humildes y gratuitas tareas la he pretendido ni deseado, y que nunca, por consecuencia, tuve merced que agradecer ni desaire que deplorar.

Tal cual es esta obrita, sale, pues, a luz, sin otra pretensión, repito, de parte de su autor, que la de rendir este nuevo tributo de adhesión a su patria; sin otro Mecenas que la simpatía y benevolencia de sus paisanos; sin otra recomendación que la firma de un patricio sincero, de un buen hijo de esta villa, que, contento con el aprecio de sus convecinos, no aspira a extender su fama literaria ni social más allá de los límites del arrabal de Chamberí.

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