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Yves Bonnefoy - El territorio interior

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Yves Bonnefoy El territorio interior
  • Libro:
    El territorio interior
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2003
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El territorio interior: resumen, descripción y anotación

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Luz

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I

A menudo, un sentimiento de inquietud me invade en las encrucijadas. Me parece que en esos momentos, que en ese lugar o casi: ahí, a dos pasos sobre el camino que no tomé y del que ya me alejo, sí, es ahí donde se abre un país de una esencia más alta, donde habría podido vivir y que ahora ya he perdido. Sin embargo nada indicaba, ni siquiera sugería, en el instante de la elección, que tuviese que tomar esa otra ruta. Pude seguirla con los ojos, con frecuencia, y verificar que no conducía a una tierra nueva. Pero eso no me tranquiliza, porque sé que el otro país no es excepcional por el aspecto inimaginable de los monumentos o del suelo. No me agrada imaginar formas o colores desconocidos, ni la superación de la belleza de este mundo. Amo la tierra, lo que veo me colma, y en ocasiones llego a creer que la línea pura de las cimas, la majestuosidad de los árboles, la vivacidad del movimiento del agua en el fondo del cauce, la gracia de la fachada de una iglesia, porque intensas, en ciertas regiones, a ciertas horas, sólo pueden haber sido deseadas, y para nuestro bien. Esta armonía tiene un sentido, estos paisajes y estas especies son, inmóviles, quizá encantados, una palabra, y basta sólo con mirar y escuchar con fuerza para que el absoluto se declare, al término de nuestro errar. Aquí, en esta promesa, está el lugar.

Y, sin embargo, es cuando he llegado a esta especie de fe que la idea del otro país puede apoderarse de mí con toda su violencia, y privarme de cualquier felicidad sobre la tierra. Porque, cuanto más convencido estoy de que se trata de una frase o, mejor, de una música —signo y substancia al mismo tiempo—, con mayor crueldad siento que falta una clave, entre todas aquellas que nos permitirían escucharla.

Estamos desunidos, en esta unidad, y hacia aquello que presiente la intuición, la acción no puede desembocar ni resolverse. Y si una voz se eleva, por un instante clara en el rumor de orquesta, ah, el siglo pasa, quien hablaba muere, el sentido de las palabras se pierde. Es como si, de los poderes de la vida, de la sintaxis del color y de las formas, de la espesura y de la iridiscencia de las palabras que repite sin fin la perennidad natural, no supiésemos percibir una articulación, entre las más simples, sin embargo, y el sol, que brilla, parece oscurecer. ¿Por qué no podemos dominar cuanto existe, como al filo de una terraza? Existir, pero de otra forma, y no en la superficie de las cosas, en el meandro de los caminos, en el azar: como un nadador que se sumergiese en el porvenir para emerger luego cubierto de algas, y más ancho de frente, y de espaldas —¿riendo, ciego, divino?—. Algunas obras nos dan sin embargo una idea de la virtualidad imposible. El azul, en la Bacanal con tañedora de laúd de Poussin, posee la tormentosa inmediatez, la clarividencia no conceptual que necesita nuestra conciencia como un todo.

El azul en la Bacanal con tañedora de laúd Imaginando así me vuelvo de nuevo - photo 1

El azul, en la Bacanal con tañedora de laúd

Imaginando así, me vuelvo de nuevo hacia el horizonte. Aquí, un mal misterioso del espíritu nos golpea, o acaso es algún repliegue de la apariencia, algún defecto en la manifestación de la tierra, lo que nos priva del bien que puede darnos. Allá, gracias a la forma más evidente de un valle, gracias al relámpago un día inmovilizado en el cielo, o quizá —cómo saberlo— gracias a la existencia de una lengua más sutil, de una tradición salvada, de un sentimiento que no poseemos (no puedo ni quiero elegir), un pueblo existe, y en un lugar a él semejante reina en secreto sobre el mundo. En secreto, porque no concibo nada, tampoco aquí, que se oponga de frente a lo que sabemos sobre el universo. La nación y el lugar absolutos no están completamente desprovistos de la condición ordinaria como para que sea necesario, al soñar su existencia, rodearlos de paredes de ozono puro. Evocándolos apenas, aquí, los seres de allá en nada se distinguen de nosotros, supongo, si no es por la extrañeza poco pronunciada de un simple gesto, o por una palabra en la que mis semejantes, al comerciar con ellos, no quisieron profundizar. ¿No es siempre lo evidente lo que primero escapa? Pero si un azar me abriera a mí esa vía, quizá yo sabría comprender.

Gracias al relámpago un día inmovilizado en el cielo Es eso lo que sueño en - photo 2

Gracias al relámpago un día inmovilizado en el cielo…

Es eso lo que sueño en las encrucijadas, o un poco después —y me desconcierta todo cuanto pueda favorecer la impresión de que un lugar distinto, que como tal permanece, aparezca no obstante, y con cierta insistencia—. Cuando un camino se eleva y me muestra, a lo lejos, otras sendas entre las piedras, otros pueblos visibles; cuando el tren se desliza sobre un angosto valle, en el crepúsculo, y pasa frente a unas casas en las que, de vez en cuando, una ventana se ilumina; cuando el barco sigue de cerca la orilla y el sol golpea una vidriera lejana (y una vez fue Caraco, adonde los caminos —me dijeron— ya no llegan, devorados hace tiempo por las zarzas), pronto en mí nace esa específica emoción, y creo aproximarme, y me siento llamado a la vigilancia. ¿Cuál es el nombre de esos pueblos, allá a lo lejos? ¿Por qué aquel fuego en la terraza, a quién saludan así desde la orilla, a quién llaman? Por supuesto, al llegar a alguno de esos lugares la impresión de haber «ardido» se disipa. Sin embargo, a veces por el ruido de unos pasos a lo largo de una hora se incrementa, o por una voz que sube hasta la estancia de mi hotel, a través de las persianas cerradas.

¡Y Capraia, durante tanto tiempo el objeto de mis deseos! Su forma —una larga modulación de cimas y planicies— me parecía perfecta, y mis ojos durante minutos enteros no podían apartarse de ella, al atardecer, casi siempre, desde que surgió de la bruma el segundo día del primer verano, y más alta de lo que creí que era, sobre el horizonte. Pero Capraia era parte de Italia, nada la unía a la isla donde me hallaba, y se decía que estaba casi desierta: toda dispuesta para que ese nombre, que la reducía a un puñado de pastores, a su errar sin fin sobre planicies rocosas a ras del cielo en el jazmín, el asfódelo (algunos olivos y algarrobos en las hondonadas), le confiriera la calidad de arquetipo y la fundara, para el pensamiento anhelante, como el lugar verdadero. Así fue por algunas estaciones, luego mi vida cambió, no volví a ver Capraia, casi la olvidé, y otros años pasaron. Y sucedió que una mañana tomé un barco en Génova, con destino a Grecia; y cerca de la tarde, bruscamente, sentí que algo me empujaba a subir sobre el puente y a mirar hacia el oeste, donde ya aparecían, donde iban a pasar, muy cerca, a nuestra derecha, algunos riscos, una ribera. Una mirada, un temblor interior: una memoria dentro de mí, más profunda que la conciencia, o más presta al acecho, lo había comprendido antes que yo. ¿Es posible? ¡Sí, es Capraia frente a mí, Capraia por su otra orilla, la nunca antes vista, la inimaginable! Bajo esa forma alterada o, mejor, destruida por nuestra proximidad (porque apenas pasábamos a cien metros de la orilla), la isla avanzaba, se abría, se revelaba —breve costa, tierra de nadie, era posible sólo ver un pequeño desembarcadero, un camino que se aleja, algunas casas aquí y allá, una especie de fortaleza sobre el acantilado—, pronta a desaparecer.

Y se apoderó de mí la compasión. Capraia, tú perteneces al mundo de aquí, como nosotros. Sufres la finitud, estás despojada del secreto, aléjate, desaparece en la noche que cae. Y vela ahí, después de haber establecido conmigo otros vínculos de los que nada quiero aún saber, porque sigo llamado por la esperanza, o la ilusión. Mañana veré Zante, Cefalonia, hermosos nombres también y mayores tierras, preservadas por su profundidad. ¡Ah, cómo comprendo el final de la

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