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Ralph Waldo Emerson - La conducta de la vida

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Ralph Waldo Emerson La conducta de la vida

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Ralph Waldo Emerson 1803-1882 fundador del trascendentalismo americano - photo 1

Ralph Waldo Emerson (1803-1882), fundador del trascendentalismo americano, publicó La conducta de la vida en 1860, año en que Abraham Lincoln fue elegido presidente de los Estados Unidos. La filosofía de Emerson, que había sido autor de Naturaleza (1836) y dos series de Ensayos (1841, 1844), llegó a la madurez en vísperas del conflicto que pondría a prueba la Unión. No es un azar que la transformación de la república debiera encontrar entre lo fatal y lo ilusorio (los términos de este libro) su símbolo apropiado. El pensamiento de Emerson, sin embargo, convoca a los lectores de todas las épocas y alcanza en esta obra la indestructible apariencia que le permite afirmar su lema —«La vida es un éxtasis»— sucesivamente como señal de júbilo y como advertencia. Los estudios emersonianos, desde William James a Stanley Cavell, han mantenido viva la provocación del «scholar» por antonomasia. La conducta de la vida brinda la oportunidad de corroborar este interés.

Ralph Waldo Emerson La conducta de la vida ePub r10 Daruma 210114 - photo 2

Ralph Waldo Emerson

La conducta de la vida

ePub r1.0

Daruma21.01.14

Título original: The Conduct of Life

Ralph Waldo Emerson, 1860

Edición, traducción y cronología: Javier Alcoriza y Antonio Lastra

Diseño de portada: Daruma

Editor digital: Daruma

ePub base r1.0

IX ILUSIONES Fluyen fluyen olas odiosas infaustas adoradas las olas de la - photo 3

IX

ILUSIONES

Fluyen, fluyen olas odiosas,

infaustas, adoradas,

las olas de la mutación:

no hay anclaje.

No lo son el sueño ni la muerte;

vive quien parece morir.

La casa donde nacisteis,

amigos de vuestra primavera,

el viejo y la doncella,

el afán del día y su galardón,

se desvanecen todos,

huyen a las fábulas,

no pueden amarrarse.

Mirad por ellos las estrellas,

por los traicioneros mármoles.

Sabedlo, aquellas estrellas,

las estrellas eternas,

también son fugitivas,

y emulan, abovedadas,

el fulgurante relámpago

y el vuelo de la luciérnaga.

Cuando regreséis,

en la circulación de la ola,

contemplando la luz tenue,

la disipación salvaje,

y, ya sin el esfuerzo

de cambiar y fluir,

el gas se torne sólido.

y los fantasmas y la nada

vuelvan a ser cosas,

y un embrollo interminable

sean la ley y el mundo,

entonces sabréis

que en la rauda confusión,

a lomos de Proteo,

cabalgáis hacia el poder

y la perduración.

Hace algunos años, en compañía de un agradable grupo, pasé un largo día de verano explorando la cueva de Mammoth en Kentucky. Por espaciosas galerías que proporcionaban un sólido cimiento de manipostería a la ciudad y el condado, atravesamos las seis u ocho negras millas desde la entrada de la caverna hasta los más profundos recesos que visitan los turistas: un nicho o gruta formada por una sola estalactita, llamada, según creo, el Cenador de Serena. Perdí la luz de un día. Vi altas cúpulas y pozos insondables; oí la voz de cataratas invisibles; remé tres cuartos de milla por el profundo río Eco, cuyas aguas están pobladas de peces ciegos; crucé las corrientes del «Leteo» y la «Estigia»; llené de música y disparos los ecos de las inquietantes galerías; contemplé todo tipo de estalagmitas y estalactitas en las esculpidas y desgastadas cámaras; carámbanos, flores de azahar, acantos, vides y mundillos. Disparamos luces de bengala en las bóvedas y aristas de las espáticas catedrales y examinamos las obras maestras que los cuatro ingenieros combinados, el agua, la caliza, la gravitación y el tiempo pudieron forjar en la oscuridad.

Los misterios y el escenario de la cueva tenían la misma dignidad que pertenece a todos los objetos naturales y que avergüenza a las hermosas cosas con las que fatuamente los comparamos. Observé en especial el hábito mimético con el que la naturaleza, sobre instrumentos nuevos, tararea sus viejas melodías, haciendo que la noche imite al día y la química remede la vegetación. Entonces advertí, y aún recuerdo bien, que lo mejor que la cueva tenía que ofrecer era una ilusión. Al llegar a la llamada «Cámara de la Estrella», el guía nos retiró las linternas y, una vez apagadas u ocultas, al mirar hacia arriba vi o me pareció ver el cielo nocturno colmado de estrellas brillantes en diverso grado sobre nosotros y lo que parecía ser un cometa resplandeciente entre ellas. El grupo fue presa de asombro y placer. Los músicos amigos cantaron con gran sentimiento una bella canción, «Hay estrellas en el cielo despejado», etcétera, y yo me senté en el suelo rocoso para disfrutar de la serena estampa. Ciertas partículas de cristal en el alto techo negro que reflejaban la luz de una linterna semioculta producían ese magnífico efecto.

Reconozco que no me gustó tanto la cueva al escatimar sus rasgos sublimes con este efecto teatral; pero he tenido experiencias similares, antes y después de aquello, y debemos estar contentos de mostrarnos agradecidos sin analizar con demasiada curiosidad tales ocasiones. Las nubes, las glorias del amanecer y atardecer, el arco iris y las luces del norte no son tan esféricos como creíamos cuando éramos niños, y el papel que nuestra organización desempeña en ello es demasiado grande. Los sentidos interfieren por doquier y mezclan su propia estructura con cuanto registran. Una vez creímos que la tierra era plana y estática. Al admirar la puesta de sol, no deducimos el poder circular, coordinador y pictórico del ojo.

La misma inferencia de nuestra organización crea la mayor parte de nuestro placer y dolor. El primer error es la creencia de que la circunstancia confiere el goce que nosotros conferimos a la circunstancia. La vida es un éxtasis. La vida es dulce como el óxido nitroso; el pescador que pesca todo el día en el frío estanque, el guardagujas en la intersección de las vías, el granjero en el campo, el negro en el arrozal, el mequetrefe en la calle, el cazador en el bosque, el abogado con el jurado, la bella en el baile, todos adscriben a su ocupación el placer que ellos mismos le otorgan. La salud y el apetito imparten dulzura al azúcar, el pan y la carne. Nos imaginamos que nuestra civilización ha llegado lejos, pero aún volvemos a nuestras cartillas.

Vivimos por nuestra imaginación, nuestra admiración y nuestros sentimientos. Al niño que camina entre montones de ilusiones no le gusta que le molesten. ¡Cuán grata es para el muchacho su fantasía! ¡En qué héroe se convierte cuando se nutre de sus héroes! ¡Qué gran deuda tiene con sus libros imaginativos! No tiene un amigo o influencia mejor que Scott, Shakespeare, Plutarco y Homero. El hombre vive con otros objetos, pero ¿quién se atreverá a afirmar que son más reales? Incluso la prosa de la calle está llena de refracciones. En la vida del concejal más sombrío, la fantasía entra en los detalles y los colorea con un matiz rosado. Imita el aspecto y las acciones de la gente a la que admira y se eleva a sus propios ojos. Paga antes una deuda al hombre rico que al pobre. Desea el saludo y el cumplido de un líder del Estado o la sociedad; sopesa lo que dice; tal vez por ello nunca está cerca de sí mismo, pero, al cabo, muere satisfecho por el entretenimiento de sus ojos y su fantasía.

El mundo gira, el estrépito de la vida nunca calla. En Londres, en París, en Boston, en San Francisco, el carnaval y la mascarada están en su apogeo. Nadie se quita el disfraz. Sería una impertinencia interrumpir las unidades, las ficciones de la obra. El capítulo de la fascinación es muy largo. Se pinta a lo grande; no, Dios es el pintor, y acusamos con motivo al crítico que destruye demasiadas ilusiones. La sociedad no ama a quienes la desenmascaran. Con ingenio, si bien con cierta amargura, dijo D’Alembert

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