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Steven Levitsky - Cómo mueren las democracias

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Steven Levitsky Cómo mueren las democracias

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AGRADECIMIENTOS

Este libro no habría sido posible sin la colaboración de un grupo de extraordinarios alumnos que nos han ayudado en la investigación. Vaya nuestro más profundo agradecimiento a Fernando Bizzarro, Kaitlyn Chriswell, Jasmine Hakimian, David Ifkovits, Shiro Kuriwaki, Martin Liby Troein, Manuel Meléndez, Brian Palmiter, Justin Pottle, Matt Reichert, Briita Van Staalduinen, Aaron Watanave y Selena Zhao. Deseamos expresar nuestra gratitud también, en especial, a David Ifkovits y Justin Pottle, por su impecable labor con las notas sin referencia. Los frutos de la investigación de estos alumnos están presentes en todo el libro. Esperamos que sepan verse reflejados en él.

Las ideas contenidas en estas páginas surgieron de numerosas conversaciones con amigos y colegas. Estamos especialmente agradecidos a Daniel Carpenter, Ryan Enos, Gretchen Helmke, Alisha Holland, Daniel Hopkins, Jeff Kopstein, Evan Lieberman, Robert Mickey, Eric Nelson, Paul Pierson, Pia Raffler, Kenneth Roberts, Theda Skocpol, Dan Slater, Todd Washburn y Lucan Ahmad Way por su disposición a escuchar, debatir e ilustrarnos. Un agradecimiento especial a Larry Diamond, Scott Mainwaring, Tarek Masoud, John Sides y Lucan Ahmad Way por leer los borradores preliminares del manuscrito.

Estamos en deuda con nuestra agente, Jill Kneerim, por múltiples cosas. Fue a ella a quien se le ocurrió publicar este libro y también fue ella quien nos guió de principio a fin del proyecto. Ha sido una fuente de aliento infatigable y de sabios consejos, además de una magnífica editora.

Queremos dar las gracias, en el seno de la editorial Crown Publishers, a Amanda Cook, por la fe depositada en nosotros y por su paciencia y perseverancia para extraer un libro legible de un par de politólogos. También, en la editorial, vaya nuestro agradecimiento a Meghan Houser, Zach Phillips, Kathleen Quinlan y Penny Simon por su duro trabajo, su paciencia y su apoyo, y a Molly Stern por la magnífica energía que aportó a este proyecto.

Steve quiere dar las gracias a los miembros del Soccer Dads Club (Chris, Jonathan y Todd) por su constante buen humor y apoyo (y, desde luego, por su análisis político).

Por último, estamos hondamente agradecidos a nuestras familias. Steve expresa su gratitud a Liz Mineo y Alejandra Mineo-Levitsky, las dos personas más importantes en su vida. Y Daniel a Suriya, Talia y Lilah Ziblatt, por su paciencia y su entusiasmo infinitos. Además, Daniel quiere dar las gracias también a su padre, David Ziblatt, por sus conversaciones, perspectiva, acompañamiento intelectual e inspiración incesante.

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ALIANZAS FATÍDICAS

Un caballo decidió vengarse de cierto venado que lo había ofendido y emprendió la persecución de su enemigo. Pronto se dio cuenta de que solo no podría alcanzarlo y, entonces, pidió ayuda a un cazador. El cazador accedió, pero le dijo: «Si deseas dar caza al ciervo debes permitirme colocarte este hierro entre las mandíbulas, para poderte guiar con estas riendas, y dejar que te coloque esta silla sobre el lomo para poderte cabalgar estable mientras perseguimos al enemigo». El caballo accedió a las condiciones y el cazador se apresuró a ensillarlo y embridarlo. Luego, con la ayuda del cazador, el caballo no tardó en vencer al ciervo. Entonces le dijo al cazador: «Ahora apéate de mí y quítame esos arreos del hocico y el lomo». «No tan rápido, amigo —respondió el cazador—. Ahora te tengo tomado por la brida y las espuelas y prefiero quedarme contigo como regalo».

«El caballo, el ciervo y el cazador», Fábulas de Esopo

El 30 de octubre de 1922, Benito Mussolini llegó a Roma a las 10:55 a bordo de un coche cama procedente de Milán en el que había pernoctado.».

Aquello marcó el inicio de la legendaria Marcha sobre Roma de Mussolini. La imagen de masas de «camisas negras» cruzando el río Rubicón para arrebatar el poder al Gobierno liberal italiano se convirtió en el canon fascista, recreado en los días festivos nacionales y recogido en los libros de texto de las escuelas durante las décadas de 1920 y 1930. Mussolini fue una pieza clave en la construcción de la leyenda. En la última parada de tren antes de llegar a Roma aquel día se había planteado apearse del convoy para entrar en la ciudad a caballo, rodeado de su guardia.

La realidad era más prosaica. El grueso de los «camisas negras» de Mussolini, la mayoría de ellos mal alimentados y desarmados, llegaron a la ciudad después de que el rey invitara a su líder a convertirse en primer ministro. Los pelotones de fascistas que rodeaban Roma representaban una amenaza, pero las maquinaciones de Mussolini para tomar las riendas del Estado no tuvieron nada de revolución. Utilizó los 35 escaños parlamentarios de su partido (de un total de 535), las divisiones entre políticos de los partidos principales, el temor al socialismo y la amenaza de violencia de los trescientos mil «camisas negras» para atraer la atención del tímido rey Víctor Manuel III, quien vio en Mussolini a una estrella política en ascenso y un instrumento para neutralizar el malestar social.

Restaurado el orden político con el nombramiento de Mussolini y el socialismo en retroceso, el mercado bursátil italiano se disparó por las nubes. Viejos estadistas de la élite liberal, como Giovanni Giolitti y Antonio Salandra, se hallaron aplaudiendo aquel giro de los acontecimientos. Veían en Mussolini a un aliado útil. Sin embargo, tal como el caballo de la fábula de Esopo, Italia no tardó en encontrarse tomada «por la brida y las espuelas».

Versiones distintas de esta misma historia se han repetido en todo el mundo en el transcurso del último siglo. Todo un elenco de recién llegados a la política, incluidos Adolf Hitler, Getúlio Vargas en Brasil, Alberto Fujimori en Perú y Hugo Chávez en Venezuela, ascendieron al poder por la misma vía: desde dentro, a través de comicios o alianzas con figuras políticas poderosas. En todos los casos, las élites consideraron que la invitación a tomar el poder «contendría» al recién llegado, lo cual permitiría a los políticos convencionales volver a tomar el control. Pero sus planes fracasaron. Una combinación letal de ambición, temor y errores de cálculo conspiró para conducirlos a cometer el mismo error fatídico: entregar voluntariamente las llaves del poder a un autócrata en ciernes.


¿Por qué incurrieron en tal desacierto estadistas respetados y con experiencia? Pocos ejemplos resultan más cautivadores que el ascenso de Adolf Hitler al poder en enero de 1933. Su capacidad para la insurrección violenta había quedado demostrada ya con el Putsch de la Cervecería de Múnich de 1923, un ataque nocturno por sorpresa en el que un grupo de partidarios suyos armados con pistolas se hicieron con el control de varios edificios gubernamentales y una cervecería de Múnich donde se hallaban congregados funcionarios bávaros. Su irreflexivo ataque fue contenido por las autoridades y Hitler pasó nueve meses en prisión, durante los cuales escribió su infame testamento personal, Mein Kampf (Mi lucha). A partir de entonces, Hitler se comprometió públicamente a llegar al poder por vía electoral. En un principio, su movimiento nacionalsocialista recabó escasos votos. En 1919, una coalición prodemocrática de católicos, liberales y socialdemócratas había fundado el sistema político de Weimar. Pero, a principios de 1930, con la economía alemana tambaleándose, el centroderecha cayó presa de luchas internas y la popularidad de los comunistas y los nazis fue en aumento.

El Gobierno electo se desmoronó en marzo de 1930 en plena Gran Depresión. Con la acción gubernamental bloqueada por el estancamiento político, el presidente testaferro, el héroe de la Primera Guerra Mundial Paul von Hindenburg, aprovechó un artículo de la Constitución que confería al jefe del Estado la autoridad para nombrar a cancilleres en caso de darse la circunstancia excepcional de que el Parlamento no lograra nombrar a un Gobierno por mayoría. La función de dichos cancilleres no electos y del propio presidente no consistía sólo en gobernar, sino, además, en marginar a los radicales tanto dentro de la derecha como de la izquierda. En primer lugar, el economista del Partido de Centro Heinrich Brüning (que posteriormente huiría de Alemania y se convertiría en catedrático en Harvard) intentó sin éxito restaurar el crecimiento económico; su mandato como canciller fue breve. A continuación, el presidente Von Hindenburg designó al noble Franz von Papen, y posteriormente, con un desaliento creciente, a un íntimo amigo y rival de Von Papen, el general Kurt von Schleicher, exministro de Defensa. Sin embargo, sin mayorías parlamentarias en el Reichstag, la situación de punto muerto persistía. Los líderes, no sin motivo, temían las siguientes elecciones.

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