Eduardo Haro Tecglen - Arde Madrid
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- Libro:Arde Madrid
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- Año:2000
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Arde Madrid: resumen, descripción y anotación
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“Ya están aquí”, le dijo su madre al joven Eduardo Haro Tecglen el 28 de marzo de 1939. Entraban en Madrid los que poco después condenarían a muerte a su padre, Eduardo Haro Delage, subdirector del diario La Libertad, acusado del delito más grave que los partidarios del “¡Viva la muerte!” podían concebir: la responsabilidad intelectual en la lucha política.
De aquellos días, meses, años de asedio, toda la guerra civil, Haro Tecglen conserva una nítida memoria. Pero no son sólo sus recuerdos los que nutren estas páginas: también encontramos en ellas documentos históricos, relatos de testigos, a veces contradictorios entre sí, testimonios opuestos al del autor. Del conjunto surge una visión enriquecedora y palpitante, todo lo cercana a la verdad que la historia puede ser, del conflicto que provocó el enfrentamiento entre españoles e hizo de Madrid el símbolo mundial de la lucha contra el fascismo.
Las imágenes de aquella República que alentó tantas esperanzas, las de aquellos hombres que lucharon por ideales de solidaridad, igualdad y convivencia, y las de la ciudad en armas que resistía a la barbarie van empalideciendo, diluyéndose. De ahí la necesidad de obras como ésta, porque la historia que se olvida puede repetirse.
Eduardo Haro Tecglen
ePub r1.2
Titivillus 26.03.16
Título original: Arde Madrid
Eduardo Haro Tecglen, 2000
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
EDUARDO HARO TECGLEN (Pozuelo de Alarcón, Madrid, 30 de junio de 1924 - Madrid, 19 de octubre de 2005) fue un periodista, escritor y crítico teatral y literario.
Estudió en la Escuela Oficial de Periodismo donde se graduó en 1943. Fue colaborador (1939-1943) y redactor (1943-1946) de Informaciones, redactor jefe del Diario de África y corresponsal en Tetuán de la agencia Efe (1946). Redactor jefe, crítico literario y corresponsal en París de Informaciones (1957-1960) ; corresponsal de El Correo Español-El Pueblo Vasco en París (1960); colaborador de Marca, Tajo, Heraldo de Aragón y director de Sol de España (Málaga, 1967); director de España (Tánger, 1967); redactor, columnista y subdirector (1968-1980) de Triunfo; director de Tiempo de Historia (1974-1978) y colaborador de Testimonio, 1975; crítico teatral de la Hoja del Lunes de Madrid (1977) y editorialista y crítico teatral de El País, 1978. En este último periódico publicaba una columna diaria desde entonces. Utilizó los seudónimos “Pozuelo”, “Juan Aldebarán” y “Pablo Berbén”. Obtuvo el Premio de Periodismo Francisco Cerecedo.
El mito
—Ya están aquí —dijo mi madre.
La mano que tantas veces, durante toda mi pequeña vida, me había sacado del sueño con dulzura, como amortiguando la vida en la realidad, me sacudía ahora con prisa, como, en medio de la noche, cuando empezaba un bombardeo, o un cañoneo. La realidad era urgente. Desde la calle empezaba a llegar la algarabía; la de los moros —«al arabía»—, que bajaban en camiones desde los altos de la Casa de Campo, desde el cerro Garabitas, desde la montaña del Príncipe Pío. Gritos, trompetas, himnos, altavoces. El clamor del enemigo. Era el 28 de marzo de 1939: Madrid había caído. Ya habían pasado.
Mi padre dormía. Había trabajado toda la noche en lo que sería el último número del periódico que hacía: el ejemplar que había traído estaba aún fresco. Apenas estuvo un momento a la venta: y él no volvió jamás a su despacho, ocupado ya —mientras él dormía, esperando que fueran por él— por quienes sacarían con la misma fecha otro periódico, el de los triunfadores.
El temple de la mano de mi madre en mi frente fría es una sensación real de ahora mismo, un calor y un vaho de respiración y un tacto que sucede mientras escribo; como la rugosidad del palo de la bandera de tres colores o el aroma de la flor de acacia en el primer día de la República; o el sonido del pistoletazo —el «paco»— que disparaba sobre los milicianos, o el chirrido del tranvía al tomar la curva de la glorieta de San Bernardo —Ruiz Giménez era su verdadero nombre, y sigue siéndolo: por el padre de don Joaquín: familia de ministros, gente católica, fama de buenos: o sea, la glorieta de San Bernardo—: el duro roce del metal con metal, amortiguado con la arena que llevaba el tranviario en un depósito y que arrojaba por un tubo se parecía al ulular que a veces sonaba como una sirena de alarma. Hasta confundirse. Durante muchos años después aún sentía alarma cuando se oía ese chirrido. Los oídos estaban siempre atentos en la guerra: a las sirenas, a los disparos; después lo estuvieron al silbido de los proyectiles de obús que llegaban del frente perforando el cielo, o a su destemple de carraca al arrastrarse por él. El frente: a un paso. Pero ellos no podían darlo: no se les dejaba.
La ciudad en guerra. Esos alaridos de los proyectiles de obús, que ya recuerdo más agudos cuanto más altos y hacia más lejos volaban; más cascados, más feos y burdos, más ruidos y menos sonidos, cuando se precipitaban hacia el suelo y había que guarecerse y taparse la cabeza y reducir el tamaño del cuerpo para ofrecer menos blanco. Sobre lo que sé —y lo sé aunque sea Mentira; uno crea la memoria de su propia vida— está lo estudiado, lo investigado ahora. Cuando se han vivido momentos de los que se llaman históricos (simplemente porque en ellos se junta hasta el trueno y el relámpago y el aguacero de lo acumulado durante muchos días y muchos años que son los que crean, quizá, la verdadera historia), se sabe luego que tampoco lo investigado es cierto: que los historiadores se fían de sus testigos también equívocos, de su propio tinte personal, que apenas dudan de lo que parece cierto; de sus duendes, de sus documentos. Cuando se ha visto el acontecimiento o se ha estado dentro de él, se sabe ya que lo escrito luego no es exacto. No tenían los historiadores por qué ser una excepción dentro de como son las criaturas sociales.
Intento aquí una crónica sobre unos sucesos que forman el rostro y los brazos y el tronco y las piernas de una historia mil veces contada, mil veces falsificada, mil veces rectificada. Estoy seguro de que lo mío, mi crónica apoyada en el estudio actual, de lo que se cree que se sabe hoy, es lo real. Pero, cuidado: no soy la primera persona que cree que la realidad no existe más que como una secuencia de fragmentos indivisibles cuya inmensa mayoría quedará para siempre desconocida. El pasado no existe, el futuro tampoco; y el presente no es más que un vuelo alto entre el pasado y el futuro.
«Ya están aquí»: Madrid había caído. Un Madrid, una imagen, una versión de Madrid. Había llegado a ser una ciudad un poco rara, muy peculiar, como consecuencia de una serie de superposiciones históricas, pero, sobre todo, de una doble personalidad que quedaba muy bien definida con la frase «villa y corte». Villa por un lado, corte por otro. Villa dudosa, de la que los monarcas desconfiaban: la idea de «capital» la llevaban ellos consigo y donde estuvieran: en Toledo o Valladolid, o en El Escorial o donde fuese. Pero eran una célula, una pompa, unos extranjeros metidos en alcázares inexpugnables, separados, con sus dinastías y sus apellidos distintos. Más allá de la aristocracia.
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